sábado, 16 de marzo de 2019

LA HISTORIA DE LA PRINCESA KAGUYA

I
La niña del árbol de bambú
Esta historia es tan antigua como el mismo tiempo. Ocurrió en una provincia
apartada y trata de un anciano leñador que no cortaba otra cosa sino árboles de
bambú. Todos los días, al marchar al bosque, le seguía una multitud de chiquillos que
gritaban:
—¡Abuelo, abuelo! ¿Qué vas a hacer con los deliciosos bambúes que cortes?
Y el viejo contestaba:
—Las piezas mayores son para que el carpintero las trabaje en su taller, pero con
los delicados tallos haré unas cestas muy bonitas.
—¡Abuelo, abuelo! ¿Harás cestas también para nosotros?
—¡Naturalmente! Pero ¿qué me vais a dar a cambio? Yo no tengo niños en casa…
¿Os vendréis a vivir conmigo?
—¡No, no! Tu casa es pobre y vieja, y además no te queremos —los niños
rompían a llorar y se disgregaban como una nube de pequeñas arañas.
El anciano sonreía solamente, pero lo cierto es que las palabras de los niños le
herían muchísimo. Por eso una noche de otoño, cuando las inocentes palabras de los
ruidosos niños le habían herido casi más de lo que podía soportar, regresó
desalentado a su casa y dijo a su esposa:
—Mujer, ¿por qué no ha sido bendecido nuestro hogar con niños que nos cuiden
en nuestra vejez?
—No lo sé —suspiró la esposa—. Una y otra vez he rezado al señor Buda para
que bendijese nuestra casa con un niño, pero nunca me ha escuchado. ¿Qué más
puedo hacer? —al decir esto se limpió sus húmedos ojos.
Unos cuantos días después el anciano estaba ocupado como siempre en el bosque.
Ni siquiera el rojo de los arces de otoño podía aliviar su desanimado espíritu.
Trabajaba mecánicamente, sin entusiasmo ni orgullo. El «kan-kan» de su hacha sobre
los huecos tallos se dejaba sentir a través de los árboles y sobre los montes en medio
de la límpida atmósfera. El bambú que estaba cortando era joven, esbelto y de un
verde fuerte. Un hachazo más y habría terminado. No bien hubo pegado el último
golpe que partía en dos el tronco, cuando del interior de éste salió un chorro de luz de
una esplendidez inaudita que iluminó completamente todo el bosquecillo que te
rodeaba. El anciano retrocedió asustado y sorprendido.
—¡Eh! ¿Qué milagro es éste? —gritó.
Por otra parte, al inclinarse el bambú, el anciano escuchó el sonido de una
canción, primero en forma de susurro y luego cada vez más alto y más claro. El
hombre miró a su alrededor, pero no se veía a nadie. Entonces comprendió que la voz
procedía del corazón del tocón del bambú. Temblando, cortó cuidadosamente parte de
la corteza. V allí dentro descansaba una menuda figura. Al acercarse más para verla
comprobó que se trataba de una doncella con la cara más bonita que había visto jamás
y que vestía las galas de una princesa. Era ésta la que cantaba tan encantadoramente;
sin embargo, al ver al anciano se calló y le tendió sus pequeñas manos con una
cariñosa sonrisa. El hombre pensó que nunca antes había visto a nadie tan agradable.
Su rostro era blanco y bello como el oleaje del mar; su pelo, largo y negro, caía sobre
sus hombros; y los ojos con los que miraba al anciano brillaban como estrellas. De su
cuerpo salía el blando perfume de una miríada de flores; y el sonido de su voz era
como una cascada.
El hombre la cogió gentilmente con sus manos.
—Nadie sino el señor Buda puede haber enviado tan preciosa niña —dijo en voz
alta. Después se arrodilló para rezar sinceramente a aquel que al fin tenía la bondad
de contestar al deseo de toda su vida.
Se metió a la pequeña criatura en el pecho y con cuidado terminó de cortar el tallo
de bambú que todavía resplandecía con una luz misteriosa. Luego marchó en seguida
a su casa para llevarle a su esposa la maravillosa noticia. Al aproximarse a la choza
vio a su mujer que le estaba esperando a la puerta y que lanzó una exclamación de
asombro al verle regresar tan pronto; pero el anciano no se lo tuvo en cuenta, sino que
dijo: —¡Un milagro, un milagro! ¡Rápido, mujer, rápido! Busca la mejor de mis
nuevas cestas. ¡Rápido, te digo!
—¡Eh, eh! —saltó la vieja esposa pensando que su marido estaba ya fuera de sí
—. ¿Qué milagro es ése? ¿Y para qué quieres la cesta?
—No te preocupes por eso. No preguntes nada. Sólo coge inmediatamente una
cesta y luego te enseñaré una maravilla —añadió impaciente el marido.
La anciana entró corriendo en la choza y en seguida salió portando una bonita
cesta. Del delantero de su quimono su marido sacó cuidadosamente a la niña de
bambú —que así pensaba que era— y la colocó tiernamente en la cesta. Seguido
luego por su asombrada esposa, entró con la improvisada cuna en la choza la cual
quedó en seguida iluminada por la luz que salía de la cesta; y otra vez salió del
cuerpo de la niña el agradable perfume a flores.
El anciano relató a su esposa la milagrosa manera en que había encontrado a la
pequeña niña sin olvidarse de narrar lo que había sentido al oler el perfume que
irradiaba la pequeña. Los ojos de la mujer se pusieron como platos escuchando a su
marido, y los dos estaban llenos de gratitud y de felicidad. Por fin tenían el niño que
tanto tiempo habían estado deseando.
Algunos días después se dieron cuenta de que no le habían puesto nombre. ¡Vaya
problema! ¿Y qué nombre podían ponerle que correspondiera a tan radiante criatura?
Durante mucho tiempo estuvieron pensando y meditando, pero todo fue inútil.
Finalmente la anciana dijo:
—Marido, nosotros somos gente sencilla y es posible que jamás demos con el
nombre que conviene a nuestra milagrosa hija. Vayamos al maestro que vive cerca de
aquí, contémosle la historia y que nos dé su consejo.
El anciano estuvo inmediatamente de acuerdo.
Volvió a meter a la niña en el seno de su quimono y marchó con su esposa hacia
la casa del maestro.
El maestro se interesó muchísimo en su historia, aunque su sabiduría era tanta que
nada podía ya sorprenderle. Durante largo tiempo estuvo contemplando a la niña
mientras todos estaban sentados y silenciosos. Al fin se golpeó ligeramente las
rodillas y exclamó:
—Evidentemente la niña pertenece a una buena familia. Tanto, que sin duda es
una princesa. V puesto que es tan radiante y bella llamémosla princesa Kaguya.
Y tomando una primorosa pluma escribió el nombre en un rollo de papel.
—¿Cómo vamos a pagarte y recompensarte por pensar en tan bonito nombre? —
preguntó el anciano.
—No necesito que me deis las gracias —replicó el maestro—. Pero dejadme que
os dé un consejo más. No habléis de este milagroso acontecimiento ni lo contéis a
nadie. Guardad a la niña en vuestra casa y no habléis de ella fuera. Si hacéis lo que os
digo estaréis libres de ansiedades. Adiós a los dos, y recordad mis palabras.
La anciana pareja regresó a su casa contentísimos de su nueva felicidad y
complacidos con el nombre que habían elegido para la niña.
El tiempo pasó. Los ancianos cuidaban de la princesa Kaguya con todos los
medios que tenían a su humilde disposición. A medida que pasaban los días, la niña
se hacía más alta y más cariñosa. Siguiendo el consejo del maestro, jamás hablaron
de ella a nadie, sino que hicieron la vida de costumbre. Y la princesa Kaguya también
parecía contenta de estar siempre metida en la casa, apartada de la mirada de los otros
seres humanos. De alguna extraña manera la casa resultó con ella mucho más bonita.
Siempre iba seguida por su maravillosa brillantez. La habitación se llenaba de su
misterioso esplendor y las mismas paredes y el techo se permeaban con la fragancia
de las flores de su cuerpo. Sólo fuera de la choza seguía todo igual, y los vecinos no
tenían ni idea de la vida secreta de la anciana pareja.
De esta forma pasaron cuatro o quizás cinco años y ya la princesa Kaguya se
había convertido en una doncella tan pura y tan bella como la luna que alumbra un
monte verde. Como siempre, el anciano iba todos los días al bosque; desde que
encontró a la princesa Kaguya parecía que había aumentado su suerte y jamás
encontró escasez de los más delicados árboles de bambú. Un día que estaba
cortándolos como era usual, oyó un repentino retintín que procedía del tallo, y ante
sus asombrados ojos brotó un manantial de monedas de oro.
—¡Vaya, vaya! ¿Qué es esto? —exclamó el hombre. Cogió el dinero y echó a
correr hacia la cabaña.
Desde aquel momento, cuando su hacha golpeaba a los jóvenes bambúes sucedía
siempre lo mismo, y pronto la anciana pareja se hizo rica y próspera. Así pudieron
comprarse unos elegantes quimonos y poner unas esteras nuevas de paja en el suelo
de la choza. El anciano ya no necesitó ir al bosque a trabajar, sino que pudo dedicar
todo su tiempo a sus aficiones y a cuidar de la joven princesa. Lógicamente estos
cambios no pasaron desapercibidos y los vecinos no tardaron en comentario entre
ellos. —¿Qué les habrá pasado a nuestros vecinos, ellos que eran tan pobres y que ahora
son ricos y elegantes?
Las lenguas empezaron a hacer de las suyas y los rumores se esparcían como las
chispas de un fuego en medio de un gran viento.
—He oído decir —cuchicheó uno—, que una hermosa y joven doncella está
escondida en la casa. Es hija de una persona elevada de la aristocracia quien, por
alguna razón, no quiere tenerla bajo su techo y ha pedido al viejo leñador y a su
esposa que se la críen. Es indudable que por ello han recibido una gran cantidad de
dinero.
—Sí, seguro que hay mucha verdad en tu historia —cotilleó otro—; porque
ciertamente el viejo parece haber sacado una buena tajada de alguna parte.
Tales murmuraciones y rumores, hijos de la ociosidad, se extendieron
rápidamente y los aldeanos de todas partes saludaban al anciano leñador con taimadas
indirectas e insinuaciones, llamándole ahora «honorable señor» y «noble caballero».
Y llegó el día en que el anciano decidió que era la hora de que la princesa Kaguya
luciera unos ornamentos en su negro y brillante cabello. Así que marchó a la tienda
donde pronto se vio rodeado por una multitud de gente que estaba maravillada por las
piezas de oro que podía pagar por las joyas.
—Te has convertido en un nuevo rico, ¿no es verdad vecino? —le dijeron
sarcásticamente—. ¿No notas ninguna intranquilidad en la conciencia al tener tanto
dinero? Y dinos, ¿quién es la hermosa joven que dicen tienes encerrada en tu casa?
De esta forma, pues, los aldeanos expresaban su curiosidad y a veces también su
envidia. Conseguían empero que el hombre se sintiera miserable y que su mente
permaneciera intranquila.
II
La fama de la princesa
En seguida se dio cuenta el anciano de que toda la aldea conocía la existencia de
una bella muchacha en su hogar. Así que dijo a su esposa:
—Mujer, ya no tiene sentido que sigamos ocultando a nuestra princesa porque
todo el mundo sabe que ella está aquí. En realidad, ahora que se ha convertido en una
señorita es el momento de que aprenda más del mundo y de la gente que le rodea.
Celebraremos una fiesta para presentarla e invitaremos a toda la aldea. Eso detendrá
sus viperinas lenguas y nos restaurará la paz de nuestras mentes.
—Es una idea formidable —dijo su esposa—. Y como ahora tenemos dinero de
sobra, daremos a todos un gran banquete.
E inmediatamente se puso la anciana a planear mentalmente todos los exquisitos
platos que iba a preparar.
Todos fueron invitados y en los días que siguieron llegó un incesante torrente de
gentes que iban a dar las gracias a sus buenos vecinos por la graciosa invitación a la
fiesta en honor de la honorable princesa Kaguya. Mientras tanto la mujer y un ejército
de dispuestas ayudantes estuvieron ocupadas día y noche preparando el banquete, y la
cocina estuvo en un constante bullicio.
Por fin llegó el día de la fiesta y el anciano y su esposa recibieron a sus invitados
con todas las ceremonias del caso. Fue la mayor reunión de personas que se había
visto en la aldea, y no se veía un centímetro de alfombra que no estuviese ocupado
por alguna persona sentada.
Antes de servir la comida principal, el anciano se levantó y anunció con reposada
y seria dignidad:
—Queridos amigos, sé que vosotros creéis que os he estado ocultando muchas
cosas y que he actuado en una forma indigna de la buena vecindad. Por otra parte
tampoco ha sido posible de otra manera. Pero ahora quiero que todos vosotros seáis
mis confidentes. Yo sé que en la aldea se ha rumoreado que la joven a quien hemos
cuidado como nuestra hija es hija de una alta personalidad y que mi esposa y yo
hemos sido sus vigilantes. Eso no es así. La verdad es bastante más maravillosa.
Y de este modo el anciano siguió contándoles toda la historia, desde el momento
en que cortó el bambú en el bosque y encontró a la joven dentro de él, hasta el
milagro de las monedas de oro. Los invitados quedaron pasmados con la historia y
todos suplicaron que les dejase ver a la amable princesa. El anciano se levantó y
corrió una cortina de seda que había en uno de los laterales para revelar detrás de ella
a la princesa Kaguya, la cual parecía tan prudente y gentil en su joven belleza que los
invitados se quedaron sin habla ante ella.
El anciano se sentía grandemente liberado al haber revelado su secreto al mundo
y gozosamente exclamó:
—¡Bueno! Ya habéis visto el gran tesoro de nuestros corazones. ¡Vamos, vamos
todos! ¡Servíos lo que queráis y refrescaros sin ceremonias!
Los invitados no necesitaron que les urgiera mucho y pronto la pequeña casa se
llenó de risas y de estrépito. La mujer y las otras esposas seguían ocupadas
escanciando el ardiente sake que, según iba penetrando en los cuerpos de los
invitados, los entonaba y alegraba más y más. Las copas de sake eran intercambiadas
en señal de larga amistad. Se brindaba a la salud de la princesa Kaguya y de la
anciana pareja; y durante tres días y tres noches no cesó la fiesta. En ese tiempo no se
dio ni golpe y sólo resonó en la aldea el eco de las canciones, las risas y la música.
Bastante después de que finalizase la fiesta, se empezaron a oír por todas partes
las alabanzas en honor de la princesa Kaguya, y los rumores sobre su belleza y su
nacimiento milagroso se extendieron por todo el país. Pronto la historia llegó a los
pueblos cercanos y apuestos jóvenes empezaron a hacer peregrinaciones a la pequeña
aldea para ver a la fabulosa princesa cuya belleza tanto se alababa. Día tras día se
congregaban grupos de curiosos delante de su puerta y algunos hasta se atrevían a
saltar al jardín con la intención de probar a ver si veían a la princesa. Pero ésta se
mantenía siempre detrás de su cortina, lejos de la mirada de sus curiosos ojos, y no se
mostraba ante nadie. El anciano cada vez se enfadaba más ante el descortés
comportamiento de los impertinentes, hasta que finalmente mandó construir una
elevada muralla alrededor de la casa.
—Por favor, consigue una cerradura grande y un cerrojo fuerte para la puerta —
exclamó ansiosamente su esposa, porque temía que los tercos jóvenes tratasen de
forzar la entrada de la casa.
Un día, uno de los ardientes jóvenes que trataba de escalar la muralla encontró en
ella una grieta que él agrandó y convirtió en agujero a través del cual podía espiar la
ventana de la princesa. Sin embargo, aunque a veces podía oír una dulce voz que
cantaba, jamás pudo ver ni rastro de ella. Se lo dijo a sus amigos y todos los días se
reunían alrededor del agujero con los oídos puestos en él para escuchar la voz que
nunca cesaba de encantarles.
Una mañana, cuando salía el anciano, los jóvenes lo llamaron para suplicarle que
les dejase ver a la princesa. El anciano meneó negativamente la cabeza y les contestó:
—La princesa es demasiado joven todavía y no podéis verla.
Y se negó vigorosamente a permitir que la vieran, añadiendo que tan joven y bien
nacida doncella era lógico que despertase la expectación por todas partes. Los mozos
se llevaron un gran disgusto y se marcharon cabizbajos diciendo:
—Bien. Si eso es así, es tontería que sigamos viniendo aquí.
Y a medida que pasó el tiempo dejaron gradualmente de importunarles.
III
Los cinco jóvenes
No obstante, entre los jóvenes interesados por la princesa había cinco mozos que
pertenecían a familias de la aristocracia o ricas, los cuales eran el príncipe
Kurumamochi, el príncipe Ishitsukuri, el ministro Abe-no-Miushi, el gran canciller
Otomono-Miyuki, y el gran diputado canciller Iso-no-Kamimaro. A pesar de las
diferencias en riquezas y rango que existía entre ellos, los cinco se consideraban
grandes amigos. Éstos se habían negado a desanimarse por las palabras del anciano y
se las habían arreglado para, ayudándose unos a otros, escalar la muralla y entrar en
el pequeño patio. Y allí se quedaron, contra viento y marea, y juraron que no se
marcharían hasta que hubiesen visto a la princesa.
El anciano, al ver su resolución y maravillado por su devoción, lo comprendió
todo y rogó que volvieran sin embargo a sus casas. Pero no quisieron escucharle y le
dijeron;
—Abuelo, no digas esas cosas. Sólo te pedimos que nos dejes estar aquí hasta que
hayamos visto a la princesa.
El anciano se intranquilizaba cada vez más y al fin contestó que hablaría a la
princesa. En efecto, se dirigió a ésta y le dijo:
—Querida niña, desde que te encontré en el bosque de bambú tú has sido como
una hija para nosotros y hemos hecho todo cuanto hemos podido para proporcionarte
un hogar feliz y agradable. Con esto en la mente, te ruego que escuches lo que tu
padre quiere decirte.
—Claro que sí, amado padre —contestó la princesa—. Habéis hecho lo que
habéis podido por mí, y escucharé humildemente tus palabras.
—Niña mía, tengo ya casi setenta años y soy muy viejo; cualquier día el buen
Buda puede decidir que ya es hora de que deje esta vida. Pero antes de partir, ansío de
todo corazón verte con un buen marido y en una casa que sea tuya. Sólo entonces
podré marcharme en paz. Hay cinco jóvenes excelentes que aguardan en la puerta.
Durante mucho tiempo han estado esperando la oportunidad de verte, de noche y de
día, soportando el frío y la lluvia. Uno de ellos podría ser un buen marido para ti, y
deseo que te entrevistes con ellos.
Pero la princesa Kaguya se escondió aterrorizada tras su velo y gritó:
—¡No, no! ¡No me verán! ¡Diles que se vayan en seguida!
Y movió ásperamente la cabeza,
—¡Bueno, bueno! Pero es una pena porque todos ellos son de buena familia y
largo linaje, y no sé qué excusa puedo darles —replicó el anciano con un gran
suspiro.
Al ver su tristeza, la princesa Kaguya se movió a compasión y dijo con una
sonrisa:
—Querido padre, no puedo soportar el hacerte infeliz porque eso me hace ser
infeliz también a mí. Me mostraré, pero sólo a aquél que sea capaz de traerme el
objeto que quiero pedirle. Toma este rollo y léeselo. Eh él están escritas mis
condiciones.
Y entregó al anciano un rollo.
El viejo se puso contentísimo porque consideró que la prueba sería un excelente
plan para elegir a uno de los cinco jóvenes. Entre tanto, los mozos estaban afuera
esperando impacientemente y tratando de pasar el tiempo tocando la flauta, cantando
y haciendo poesías de alabanza a la princesa Kaguya. Cuando vieron salir al anciano
los cinco se callaron en seguida y esperaron con impaciencia a que hablase.
—¿Qué ha dicho? ¿Podremos verla? ¿Ha enviado algún mensaje para nosotros?
—preguntaron vehementemente.
—La princesa Kaguya agradece vuestra constante asistencia a nuestra pobre casa
—dijo el anciano—, y si hacéis lo que ella os dice, saldrá en persona a recibir a aquel
que cumpla lo que ella quiere.
—¡Dínoslo, dínoslo! ¿Qué desea que le traigamos? Estamos dispuestos a ir hasta
el más lejano rincón del cielo y de la tierra para cumplir los deseos de la princesa.
El anciano deslió el rollo en el que la princesa Kaguya había escrito sus órdenes a
los cinco pretendientes. La primera era para el joven príncipe Kurumamochi. Tenía
que ir a la montaña Horai y traer una rama que tenía una bola blanca y centelleante
que encontraría colgada de un árbol dorado.
—¡Una rama que tiene una bola blanca y centelleante que encontraré colgada de
un árbol dorado! —repitió Kurumamochi un poco sorprendido—. Seguro que es un
árbol en el que ningún ser humano ha puesto todavía los ojos.
—En cuanto a ti, príncipe Ishitsukuri —prosiguió el anciano—, se te pide que
encuentres el Cazo de piedra que usaba el gran señor Buda para beber cuando viajaba
a través del mundo.
—¡Oh, pero eso es imposible! —se lamentó el pobre Ishitsukuri.
Al gran canciller Otomo-no-Miyuki le dijo el anciano:
—La princesa Kaguya pide que el gran canciller Otomo-no-Miyuki le traiga la
bola de las cinco piedras preciosas que encontrará en la garganta del dragón de la
montaña Horai.
—La princesa desea que tú, Iso-no-Kamimaro, le traigas la concha de cauri que la
golondrina de la montaña Horai lleva dentro de ella. Sin embargo, no debes causar
daño al pájaro ni tampoco a la concha para obtenerla.
—La princesa es ciertamente muy difícil de contentar —gruñó Iso-no-Kamimaro
cuando oyó lo que tenía que hacer él.
El último encargo era para el ministro Abe-no-Miushi. Éste tenía que traer el
pellejo de la rata del árbol que vivía en las montañas de la China, de la que se decía
que podía desaparecer en el aire at más mínimo síntoma de peligro, y cuya piel tenía
además la milagrosa propiedad de que no obstante lo al rojo que estuviera el fogón o
lo fuerte de las llamas, podía emerger del fuego sin carbonizarse y sin sufrir daño.
Todos los jóvenes silbaron desalentados y permanecieron silenciosos durante un
buen rato, cada uno de ellos perdido en su propia decepción.
—¡Cómo es posible que la princesa Kaguya espere de nosotros que podamos
hacer trabajos tan imposibles! —exclamó Abe-no-Miushi, y volvió a callarse.
Por fin se alejaron de la casa y en el camino a sus respectivos lugares de origen
fueron tocando sus flautas y recitando poemas sobre las difíciles tareas que se les
había encomendado, tratando en vano de mantener en alto sus espíritus.
IV
La tarea del príncipe Kurumamochi
Al llegar a su casa, Kurumamochi se dijo para sí:
—Puesto que estoy seguro de que nunca podré descubrir la montaña Horai y que
no existe ningún árbol de oro que tenga una bola blanca y centelleante, ¿por qué no
les digo a mis ayudantes que me fabriquen una bola y una rama de esa clase?
Excitado con esta idea, pegó tal golpe al gong que sus sirvientes acudieron
corriendo de todas partes.
—La princesa Kaguya me ha ordenado que busque y le traiga una rama que tiene
una bola blanca y centelleante del árbol del tesoro dorado que crece en la montaña
Horai, si quiero ganarme su favor —dijo Kurumamochi—. ¿Quién de vosotros está
dispuesto a acompañarme?
Era ésta una aventura exactamente hecha a medida para los jóvenes de la casa de
Kurumamochi, y no perdieron tiempo en prepararse para el viaje. Por parte de los
muchos sirvientes que fueron a despedir a Kurumamochi y su cortejo que se
embarcaban en su engalanado y alegre barco, hubo muchos deseos de buena suerte y
súplicas de que llevasen cuidado en esta peligrosa misión. No obstante, los
aventureros marcharon con espíritus elevados.
Bastantes días después llegaron a una tranquila orilla de un mar remoto. Los
jóvenes se sentían de alguna manera frustrados porque lo que habían imaginado que
sería un viaje de aventuras y riesgos estaba siendo en realidad una ocasión para
convertirlos en trabajadores temporales, ya que después de revelarles su plan,
Kurumamochi llamó a sus jóvenes a un retirado paraje en la falda de la montaña y les
instó a que hicieran el voto de mantener el secreto y prometieran que jamás revelarían
lo que él iba a hacer.
Primero tenían que construir una alta empalizada para que ningún ojo indiscreto
pudiera atisbarlo que pasaba dentro. Luego tendrían que traer a Kurumamochi
troncos y renuevos de los más delicados árboles que pudieran hallar, así como las
más primorosas y frondosas ramas. Después dijo a sus seguidores:
—La princesa Kaguya quiere una rama del árbol de oro que tiene una bola blanca.
Yo no creo que exista ese árbol. Pero como estoy decidido a ganarme el favor de la
princesa, nosotros construiremos una rama que lleve una bola blanca. Con este
propósito os he pedido que vengáis conmigo. Ahora, al trabajo.
Pasó un año y todavía siguieron trabajando. Durante el día y la noche no se oía
otra cosa sino el «kotsu-kotsu» de los formones y garlopas y el «ton-ton» de los
mallos. Durante este período sus viandas fueron abundantes, pero al pasar el segundo
año empezaron a escasear. Los hombres estaban exhaustos y hambrientos. Pero hasta
que no hubieran terminado el trabajo no podían abandonar la montaña.
Y llegó el día en que la última y brillante hoja había sido pulida, el último y
delicado baño de oro había sido aplicado y la bola resplandecía con tal brillantez y
blancura que deslumbraba al observador. Como ya no podían resistir más, grande fue
su alegría cuando la alta empalizada fue echada abajo y pudieron ver de nuevo el
mundo exterior. Bajaron de la montaña al mar y allí comieron peces, hierbas y algas
marinas. Comieron hasta hartarse y pronto recuperaron la salud y el vigor de sus
cuerpos.
Kurumamochi estaba contentísimo con el trabajo efectuado y prometió dádivas y
recompensas a todos sus hombres cuando volvieran a casa. Los ayudantes se
alegraron muchísimo y dijeron que la rama y la bola terminadas eran de verdad
tesoros milagrosos, ya que les iban a proporcionar tan buenos dividendos a todos.
Gozosos, los jóvenes regresaron a su barco portando delante de ellos la reluciente
rama. El tiempo fue espléndido y el viento favorable y pronto arribaron a las costas
de su patria adonde habían llegado ya las noticias de su retorno, por lo que una
multitud les estaba esperando para darles la bienvenida.
Todos lanzaron una exclamación de asombro ante la bonita rama. Estaban
convencidos de que procedía realmente del fabuloso árbol de oro, y Kurumamochi se
puso más contento al considerar su genial idea. Ordenó que pusieran la rama dentro
de un cofre de oro y después de pedir a sus ayudantes que se quedaran a descansar,
reclamó sus caballos y sus siervos y marchó en seguida hacia la casa de la princesa
Kaguya.
Cuando el anciano oyó que el cortejo había llegado a sus puertas, salió a ver
quién era y se asombró de que Kurumamochi hubiera vuelto ya. Él creía que todos
los jóvenes habrían abandonado sus empresas o habrían perecido en el empeño, y
apenas podía dar crédito a lo que escuchaban sus oídos cuando Kurumamochi le dijo
que había regresado sano y salvo con la rama de oro del árbol de la montaña Horai.
Condujo al joven dentro de la casa y le pidió que aguardara hasta que transmitiera a
la princesa las nuevas de su llegada. Kurumamochi asintió sonriendo. Estaba lleno de
confianza y exaltación, y se condujo sin reservas o ceremonias, reclinándose en el
cojín al pensar en que era ya un pretendiente aceptado.
El anciano, que estaba acostumbrado a llevar sobre sus hombros pesadas cargas
de madera, no tuvo que esforzarse mucho para levantar el enorme cofre y llevarlo con
una sola mano a la habitación de la princesa Kaguya.
Muy sorprendida, la muchacha quiso ver en seguida el interior de la caja porque
había creído que sus demandas eran absolutamente imposibles de cumplir. Pero su
sorpresa se tomó admiración cuando después de levantar el anciano la tapa del cofre,
salió de la rama un brillante chorro de luz; y cuando la sacó de la caja toda la
habitación quedó iluminada por su resplandor y llena del suave sonido de campanillas
que procedía de la reluciente bola.
—¡Una visión maravillosa! ¡Una visión verdaderamente gloriosa! —gritó la
princesa Kaguya—. Sin duda es del árbol dorado.
Se puso a observarla atentamente y de repente su rostro se nubló; y cuanto más de
cerca la examinaba, más se nublaba su rostro.
Mientras tanto la anciana, que había oído las exclamaciones de la muchacha,
entró corriendo en la habitación. Ella empezó también a añadir sus alabanzas y se
puso contentísima al pensar en que ahora la princesa se comprometería con el joven
victorioso. Sin embargo, cuando recordó a la princesa la promesa que había hecho,
ésta rehusó escucharlas y se sentó callada y tristemente.
Por su parte Kurumamochi se había impacientado tanto que, echando a un lado
las exigencias de la cortesía y las buenas costumbres, penetró sin anunciarse en la
habitación. La princesa Kaguya se ocultó más todavía tras su velo cuando oyó decir a
Kurumamochi:
—Princesa Kaguya, he regresado. Te he traído una rama del árbol de oro que hay
en la montaña Horai. Esto era lo que tú habías pedido, ¿y no te comprometiste tú
misma con aquel que cumpliese tu encargo? He venido a reclamar tu favor. ¿Qué es
lo que respondes?
Al hacer un movimiento de aproximación a la princesa, el anciano le detuvo y le
preguntó:
—Pero ¿cómo y dónde has conseguido esta rama maravillosa, Kurumamochi?
Kurumamochi se enderezó vanidosamente y soltó un «¡ejém!» en voz alta antes
de proseguir:
—Después de que su alteza me encargase mi labor, regresé a mi casa. En seguida
hice los preparativos para el viaje y pronto embarqué en mi nave. Navegué muchas
veces en diferentes direcciones sin tener idea de dónde podía encontrar la montaña
Horai. Después de permanecer en el mar durante muchas semanas, se levantó una
gran tormenta y durante lo que nos parecieron quinientos días estuvimos a merced de
las olas. Pero un día el mar se aquietó y desembarcamos en una estrecha playa que
había al pie de una alta montaña. Allí levantamos el campamento y nos recuperamos
de nuestro peligroso viaje. Un día, cuando estaba yo explorando la falda de la
montaña, se me apareció una hermosa joven. Llevaba una colada en la que el oro iba
inmerso en agua clara y cristalina. La saludé cortésmente y le pregunté: «Señorita,
¿cómo se llama esta montaña?». Podéis juzgar mi asombro y placer cuando la joven
me contestó que se llamaba montaña Horai. En seguida me puse en camino hacia la
cima, donde estaba seguro de que encontraría el árbol de oro. Gasté muchos días
luchando y bregando contra los empinados declives hasta que, en el día décimo,
llegué a la cima y me hallé en medio de unos contornos incomparables. El suelo
estaba alfombrado de flores; en el cielo las nubes brillaban con el ocaso del sol; y
pájaros de todos los colores y cantos volaban por encima de mi cabeza. Eché a andar
y llegué a un río en et que el agua brillaba como la plata. Para cruzarlo había un
puente de oro. Miré a través de él y allí, en la otra orilla, había un maravilloso árbol
de oro del que colgaban muchas y resplandecientes esferas. «¡Ah!» dije para mí, «ése
es sin duda el famoso árbol de la princesa Kaguya». Eché a correr por el puente y
estuve parado ante él durante mucho rato, maravillado de su celestial resplandor,
hasta que arranqué la rama que veis aquí. Nunca olvidaré la música de sus
campanillas cuando rompí la rama; todo el valle se llenó de su melodía y ésta iba
acompañada de hermosas visiones. Luego bajé todo lo de prisa que pude adonde me
aguardaban mis hombres e inmediatamente embarcamos para acá. Durante lo que nos
parecieron cuatrocientos días navegamos por el violento mar con un aire muy fuerte.
Y ayer pudimos desembarcar en nuestras costas. Como mi único deseo era ver a la
princesa no me he detenido ni a dormir ni a comer, y ni siquiera me he cambiado el
quimono de viaje. Ha sido una prueba muy dura y tanto mis hombres como yo hemos
adelgazado y estamos fatigadísimos. Sin embargo, ya he cumplido mi objetivo y he
venido a pedir la mano de la princesa Kaguya.
Kurumamochi contó esta trola con el mayor descaro mientras que el anciano y la
anciana movían sus cabezas en señal de asentimiento y suspiraban admirados y
sorprendidísimos. Pero cuando el joven miró a la princesa, ésta mantuvo baja la
cabeza y rehusó mirarle.
Al ver su disgusto, las exigencias de Kurumamochi se hicieron más perentorias
que nunca. Salió a la habitación exterior y llamó a sus ayudantes para ordenarles en
voz alta que partieran inmediatamente para su casa con el fin de empezar los
preparativos para la ceremonia matrimonial.
—Y no economicéis gastos —gritó—, porque tal princesa es sin duda merecedora
de los mayores agasajos.
Al decir esto lanzó una colérica mirada a la princesa que se hallaba en la
habitación interior, pero ella se ocultó más detrás de su velo.
De pronto se escuchó en el exterior gran ruido de cascos de caballos porque hasta
la puerta llegaban galopando cinco o seis jóvenes cuyos corceles echaban espuma por
la boca como prueba de la excitación y prisa con que habían venido. Entraron en el
patio montados en tos caballos, sin ceremonias, y una vez hubieron desmontado
penetraron apresuradamente en las habitaciones interiores.
—¡Dejadnos pasar, dejadnos pasar! —exclamaban—. Venimos con una carta para
la princesa Kaguya. Es de la máxima urgencia y sólo se la entregaremos a ella
personalmente.
Kurumamochi salió precipitadamente al oír el ruido y al ver a los jóvenes su cara
se puso blanca y colérica.
—¿Cómo os atrevéis a entrar en esta casa sin ninguna ceremonia? ¿Dónde está
vuestro respeto? ¿No sabéis que en este momento estamos formalizando mi
compromiso con la princesa Kaguya? ¡Marchaos inmediatamente y no causéis más
problemas!
Así trató de despedirles, pero el anciano padre de Kaguya le llamó at orden
diciendo:
—¡No, no! Si traen de verdad una carta para mi hija, entonces deben dármela a mí
para que yo se la entregue. Además quiero interrogar a estos hombres. ¡Por favor, ten
paciencia!
Pero Kurumamochi le empujó a un lado y aulló con gran enfado:
—¡Estos señores han demostrado ser unos incivilizados! ¡Ni tienen modales ni
saben lo que es el respeto! Han entrado aquí como la gentuza alborotadora y mal
criada. ¿Cómo vas a escucharles?
—¡Ajá! ¡Pregúntanos sólo acerca de lo que sabemos sobre ese embustero que está
ahí, y pronto descubrirás quién es el que tiene matos modales y quién es el
incivilizado! —gritaron los jóvenes al mismo tiempo que señalaban con sus dedos a
Kurumamochi—. Sabemos la forma en que ha tratado de engañar a la princesa y
pedimos que se nos permita entregarle esta carta para que os enteréis de su malvado
plan. El ruido de la reyerta y de los gritos había sacado a la princesa de su habitación.
De pie en la puerta había escuchado todo cuanto se estaba diciendo sobre la carta.
Su voz cayó como un suave velo sobre la furia de los hombres al reclamar el
honor de recibir una carta que al parecer una honorable persona había decidido
enviarle.
—Eso es sin duda razonable —dijo el anciano—. Luego cogió la carta que le
entregó uno de los jóvenes y se la pasó a la princesa.
—Cuando la princesa haya leído la carta —continuó el anciano volviéndose a los
jóvenes—, hablaré con vosotros.
—Estamos dispuestos a aceptar el gracioso veredicto de la princesa Kaguya —
contestaron los jóvenes inclinándose—. Ella decidirá si estamos en lo cierto o
equivocados.
La princesa abrió el rollo y al leerlo se puso como la grana y su pecho se hinchó
de indignación. Porque la carta decía:
Somos ayudantes del palacio de Kurumamochi Sama[6]. Nos embarcamos
con él y nuestros viajes nos llevaron a una montaña, pero no era la montaña
Horai. No hemos encontrado el árbol de oro por la sencilla razón de que
tampoco lo hemos buscado. En vez de eso, Kurumamochi nos apartó del
mundo y nos hizo trabajar día y noche para fabricar la falsa rama y la
reluciente y blanca bola que ahora presenta ante ti como procedente del árbol
de oro de la montaña Horai. Por nuestros trabajos prometió recompensarnos
pero ésta es la hora en que todavía no hemos recibido ni una moneda. Ya no
creemos en sus mentiras. Es un embustero que ha hecho mucho daño a
vuestra graciosa persona y a nosotros.
—¡Ésta es en efecto una dolorosa historia! —gritó la princesa—. Me entristece
tanta perversidad. Habéis hecho bien al informarme de que la rama de oro que parecía
tan bonita es sólo una traidora mentira. Yo sí que os recompensaré por vuestra
bondad.-dirigiéndose al anciano le pidió que trajese dinero y regalos para los
sirvientes, quienes después de recibirlos se pusieron contentísimos con la riqueza de
los presentes y regresaron alegres a sus hogares. Después la princesa Kaguya se
volvió hacia Kurumamochi e inclinándose con mucha dignidad dijo:
—Puesto que ya no tenemos nada más que decirnos, os ruego que me excuséis.
Y se retiró a su habitación con compostura, dejando sólo tras ella el exquisito
perfume a flor de su cuerpo. Kurumamochi intentó correr detrás de ella pero el
anciano le detuvo y le dijo:
—Debes irte en seguida de aquí. ¿Cómo has osado decepcionarnos de ese modo?
¡Coge tu precioso árbol y vete!
El anciano ordenó luego a sus criados que sacaran al exterior el cofre que
contenía la rama dorada, y que después de asegurarse de que el impostor
Kurumamochi se marchaba, cerrasen bien las puertas.
La rabia y la mortificación de Kurumamochi no conocían límites. Pegó una
patada contra el suelo y golpeó furiosamente el cofre, y su pasión alcanzó el clímax al
pensar en que todo el dinero que se había gastado en el proyecto había resultado
inútil. Pero a pesar de lo airado que estaba, de la casa no salió ninguna respuesta
favorable; por lo que al fin se marchó a su territorio, colérico y desconsolado.
V
La tarea de! ministro Abe-no-Miushi
Al mismo tiempo que Kurumamochi estaba empeñado en la construcción de su
falsa rama, uno de los otros jóvenes, él ministro Abe-no-Miushi, se hallaba
estrujándose los sesos y pensando en cómo iba a conseguir su objetivo.
—De una forma u otra tengo que echar mano a esa piel de rata mágica —dijo—,
o si no, a una muy parecida.
Reflexionó sobre este último pensamiento y de repente su rostro se iluminó.
—¡Claro, ésa es la respuesta! Conseguiré una ya hecha. La princesa —ya no
notará la diferencia.
Altamente complacido consigo mismo, se sentó en seguida a escribir a su amigo
Okyo San. Con la carta adjuntó una gran suma de dinero, y después de explicarle lo
que necesitaba decía a su amigo que debía utilizar todo cuanto precisara para buscar
la piel apropiada o hacerla.
En cuanto recibió la misiva, su amigo se puso en camino y una vez se hubieron
saludado, se sentaron a discutir juntos el asunto, y le dijo a Abe-no-Miushi:
—Ciertamente he oído hablar de esa fabulosa rata de la montaña, pero dudo de
que exista realmente una criatura así. Sin embargo, lo primero que haré será buscarla
por todas partes. Si no tengo éxito, entonces trataré de que te hagan una. Tengo
confianza en que lo conseguiremos; por tanto, espera con paciencia hasta que tengas
noticias mías.
Y diciendo estas palabras se marchó para disponer el viaje.
El ministro se puso contentísimo y se dijo para sí:
—¡Ajá! Una vez posea yo esa piel pondré un valioso regalo en manos de este
hombre porque por su mediación la princesa Kaguya se convertirá en mi más
apreciada posesión.
Y se dispuso a aguardar el retorno de su amigo con la piel.
Esperó un año; esperó dos años, y todavía no había señales ni noticias de su
amigo. Cuando casi habían transcurrido ya tres años, Abe-no-Miushi decidió enviar
una carta a Okyo San. Sin embargo no obtuvo respuesta a ella, y entonces pensó que
su amigo se habría largado con el dinero que le había entregado y que no tenía
intención de regresar. Al mismo tiempo que su impaciencia, crecía también su cólera,
y ya estaba a punto de marchar él mismo a buscarlo cuando le llegó una carta. En ella
Okyo San te decía que había estado buscando por todos los rincones del país una piel
de rata que resistiera el fuego y que, después de arrostrar diversos y numerosos
peligros, había llegado al fin a un templo situado en las partes altas de la montaña
Horai, donde se había enterado que había un sacerdote que tenía escondida la
preciosa piel. Después de varios meses de tratar el negocio pudo por fin comprar la
piel, pero por cincuenta ryo se había quedado corto en el dinero y suplicaba al
ministro que le enviase inmediatamente dicha cantidad para que así pudiese regresar
cuanto antes.
El ministro se alegró muchísimo con la noticia e inmediatamente despachó a
algunos de sus ayudantes con el dinero. Al cabo del tiempo regresaron con Okyo San,
el cual traía una preciosa caja de color rojo en la que se hallaba la piel de rata.
Cuando Abe-no-Miushi sacó la piel y la desenrolló, se quedó perplejo ante su raro
esplendor. Resplandecía con el azul plateado del cielo y cuando cualquier brisa, por
pequeña que fuese, soplaba sobre la reluciente profundidad del pelo, cruzaban su
superficie ondas de color tan rico como la cola de un pavo real.
—¡Qué belleza! ¡Qué magnífico tesoro! Su búsqueda debe haberte causado
grandes fatigas y molestias, amigo mío —dijo volviéndose a Okyo San—. Acepta
ahora mi más sincera gratitud. Cuando vuelva de la casa de la princesa Kaguya, te
premiaré ricamente.
Acompañado de sus ayudantes Abe-no-Miushi partió inmediatamente hacia la
casa de la princesa Kaguya con un gran jaleo de cascos de caballos y retintines de
atelajes. Cuando llegó por fin, y el anciano oyó que el ministro Abe-no-Miushi había
regresado con la milagrosa piel, dio prestamente las órdenes pertinentes para que
entrara, y llamó a la princesa y a su anciana esposa a la sala.
Abe-no-Miushi entró con la preciosa y ornamentada caja, y la princesa, con el
veto puesto, pidió que extendieran la piel delante de ella. Cuando esto se hubo hecho,
pareció herida por la sorpresa y dijo:
—¡Qué bonita es realmente! ¿No es verdad, querido padre? ¡Qué colores tan
exquisitos! Sin embargo, antes tengo que hacer una prueba para asegurarme de que
ésta es verdaderamente la piel de la afamada rata del árbol de la montaña Horai. Una
de las cualidades de esta piel es que el fuego no la puede destruir. Preparad pues un
fuego y poned en él la piel. Si no se quema, sabré que ésta es la auténtica piel que yo
había solicitado.
Al oír estas palabras el ministro Abe-no-Miushi se adelantó, cogió la piel y
añadió confiado:
—Vuestra alteza no tiene nada que temer. Ésta es, en efecto, la verdadera piel. Yo
mismo la pondré en el fuego.
El anciano ordenó a sus criados que encendieran un fuego en el jardín. Cuando las
llamas estaban alcanzando su punto más fuerte, el anciano, su esposa, el ministro y
sus auxiliares salieron al jardín llenos de excitación y curiosidad. Pero la princesa se
mantuvo apartada, donde podía ver sin ser vista.
Abe-no-Miushi se adelantó sosteniendo la piel. Como las llamas estaban muy
altas, todos fueron bañados con la luz que procedía del resplandor de la piel, la cual
por su parte parecía brillar más que el mismo fuego, y todo el jardín quedó
resplandeciente. Durante mucho rato Abe-no-Miushi estuvo delante con la piel en la
mano. Hasta que con una repentina decisión la arrojó en el corazón de las llamas. Por
un momento pareció que eclipsaba la brillantez del fuego, y los ayudantes se pusieron
a gritar:
—¡Qué maravilla! ¡No se quema, no se quema!
Pero no habían acabado sus palabras de salir de sus bocas cuando se produjo un
horrible cambio en la piel que, retorciéndose y contrayéndose, se puso negra y se
achicharró ante su vista hasta que al fin no quedó nada de su anterior belleza sino un
pedazo retorcido y negro.
Abe-no-Miushi se puso blanco de cólera.
—¿Qué? —aulló—. ¡Nada sino un achicharrado andrajo! ¡Y para eso me he
gastado tanto dinero!
Mientras que la rabia y la indignación iban creciendo en él lentamente hasta casi
sofocarle, se quedó mirando pensativamente el caduco fuego y los restos arrugados
de la piel. Sin embargo la risa de la princesa Kaguya sonó a campanillas de plata
cuando pasó por su lado.
—¡Ah! Ahora no tengo necesidad de irme contigo y puedo quedarme aquí, donde
soy tan feliz —dijo.
Y poniéndose el velo, desapareció en la casa.

VI
La tarea del gran canciller Otomo-no-Miyuki
Pero ¿qué sucedía entre tanto con Otomo-no-Miyuki? Mientras reflexionaba
sobre la tarea que tenía que desempeñar, oyó rumores de los fracasos de los otros dos
y se rió para sí de su estupidez.
—¡Vaya! —dijo—. ¿Creían realmente que iban a poder ganar con trucos como
ésos? Es natural que los trabajadores descubrieran el juego cuando Kurumamochi no
les pagó como les había prometido. ¡Y cómo ha caído en et engaño el ministro Abeno-
Miushi con la piel de rata! Desde luego a mí no me tendrán que culpar de
supercherías tan idiotas.
Aunque Otomo-no-Miyuki era de una familia muy buena, era relativamente pobre
y se veía forzado a vivir modesta y cuidadosamente. Esto te preocupaba un poco
porque aunque pensaba que era él quien tenía que ganar a la princesa, creía que era
una desventaja a los ojos de la joven el pequeño volumen y la escasa cantidad de las
posesiones de su familia, así como la poquedad de sus criados y auxiliares. Sin
embargo, no dio mayor importancia a esta preocupación porque si tenía que procurar
la posesión de la princesa, entonces lo primero que debía hacer era organizar la
búsqueda de la bola de las cinco piedras preciosas, y con este objeto reunió a sus
ayudantes personales para decirles:
—En la lejana y peligrosa montaña Horai habita un dragón gigante que lleva en
su garganta una bola con cinco piedras preciosas. Deseo tomar posesión de esa rara
bola y quiero que vosotros, mis seguidores, os preparéis para esta tarea y salgáis en
seguida para allá. Utilizad cualquier medio a vuestro alcance para traérmela y os
recompensaré ricamente. Como prueba de mi intención os voy a dar a cada uno un
buen premio ahora, y cuando volváis con la bola os doblaré la recompensa.
Y les entregó una bolsa llena de oro que sus ayudantes aceptaron con muchas
protestas de gratitud y de ser indignos de ella; pero una vez solos, comenzaron a
murmurar entre ellos. Uno dijo:
—Esta labor que nuestro amo nos ha encomendado es peligrosa y difícil. He oído
muchas cosas sobre el dragón de la montaña Horai. Se dice que su mágico poder es
tan fuerte que ningún mortal ha podido jamás aproximarse a él. ¿Por qué tenemos que
pensar nosotros que vamos a salir mejor librados? Y si volvemos con las manos
vacías no podemos esperar que se nos dé la otra parte de la recompensa. Así es que
aceptemos la sabiduría de los antiguos y asegurémonos de guardar lo que ya tenemos
y no arriesguemos nuestras vidas en algo que posiblemente jamás vamos a conseguir.
Como ninguno de los demás estaba más ansioso que el que había hablado por
enfrentarse al terrible dragón, todos se pusieron de acuerdo en seguida. Así que
dividieron por igual el dinero entre ellos y cada cual se alejó por distinto camino tan
rápidamente como pudo.

Mientras tanto Otomo-no-Miyuki había empezado a agrandar su casa para
anticipar su boda y aguardaba impaciente el regreso de sus hombres. Los meses
pasaban y no había ninguna señal de ellos. Hasta que por fin Otomo-no-Miyuki se vio
obligado a aceptar el hecho de que se habían ido para siempre. Rehusando esperar por
más tiempo decidió marchar él mismo en busca del dragón, y con este propósito
construyó rápidamente un barco, lo bastante grande para él y para un pequeño grupo
de marineros. Cuando la nave estuvo lista y los marineros contratados, llamó a éstos
para exponerles la meta de su viaje. Al principio los marineros se mostraban remisos
a embarcarse en tan arriesgada misión, pero Otomo-no-Miyuki les dijo que nada
tenían que temer yendo al servicio de uno que descendía de un noble linaje de
guerreros. Sus argumentos prevalecieron por fin y Otomo-no-Miyuki y sus
seguidores se hicieron a la mar.
Bajo el cielo sereno y un suave viento que hinchó sus velas y les condujo con
apacible velocidad, navegaron durante algunos meses. Sin embargo, al adentrarse en
el sur de la lejana costa de Kyushu el mar empezó a erizarse por momentos; el viento
se convirtió en galerna; las olas se encresparon como montañas altísimas; el mar
gruñó y rugió con mil espumosos remolinos; y la pequeña embarcación subía y
bajaba como si fuese una paja de arroz. Los marineros, que mientras les había
acompañado el buen tiempo habían estado con buen espíritu, ahora se hallaban
vencidos por el miedo. Pero Otomo-no-Miyuki les gritó para alentarles:
—No tengo miedo ni a la ira del mar ni tampoco a la del gran dragón. Poseo la
fuerza y el valor de mi gran línea de antecesores. Llevo el corazón que la condujo a la
victoria en todas sus batallas, y ahora lo tengo también en esta lucha contra los
elementos.
Pero a pesar de sus orgullosas sentencias, para salvar su querida vida se vio
obligado a agarrarse a la borda del barco al bambolearse éste, y el orgullo que sentía
por sus antecesores en ninguna forma aliviaba la angustia que ahora empezaba a
asaltarle como consecuencia de los mareos del viaje. Necesitó de toda su entereza
para no deslizarse por la cubierta en un miserable desorden junto a los marineros que
no tenían sangre noble de la que vanagloriarse.
La tormenta arreció violentamente. El barco estaba sin timón ahora y enteramente
a merced de las olas hasta que finalmente éstas lo arrojaron sobre una arenosa costa.
Allí permanecieron durante muchos días y la tormenta amainó. Todos habían
resultado heridos o enfermos. La cubierta estaba salpicada de cuerpos más muertos
que vivos, y sus gruñidos y gritos de dolor se oían por encima de la menguada
tormenta. Por fin una mañana Otomo-no-Miyuki se puso de pie y mirando por
encima de la borda del barco murmuró:
—Al menos estamos en tierra y a salvo. Ya es algo.
Sus ojos recorrieron la playa sembrada de pinos hasta una lejana montaña que se
elevaba desnuda desde el valle.
—Puede ser incluso que ésta sea la tierra de la montaña Horai —pensó.
Nada más pensar esto se levantó de repente una fuerte brisa que doblaba las copas
de los árboles y trenzaba el harapo que ahora tenían por vela en borrascosos soplidos.
—Quizás sea ésa la respiración del mismo dragón de la montaña Horai —dijo
Otomo-no-Miyuki—, y en su arrogancia y orgullo levantó tanto como pudo la cabeza
mirando fijamente al cielo.
Inmediatamente una oscura sombra se proyectó sobre la montaña, y un sonido
espantoso cruzó a través de las nubes, con un enorme rugido, el trueno estalló y el
rayo hendió el cielo al mismo tiempo que el barco se veía otra vez cogido por la
fiereza de las olas y era llevado hacia alta mar, Girando y girando el barco parecía un
trompo, y los marineros, demasiado enfermos y débiles para aprestarse a nada, eran
llevados de un lado a otro de la cubierta. Otomo-no-Miyuki perdió toda su bravura
porque nunca había visto ni experimentado una tormenta semejante, y estuvo seguro
de que todos cuantos se hallaban en el barco estaban perdidos.
—¡Éste es el castigo que nos manda el dragón! ¡Rezadle! ¡Pedidle que nos
perdone! —gritaban cuando podían en su debilidad los marineros.
Con todo su espléndido orgullo hecho pedazos, Otomo-no-Miyukí cayó de
rodillas miserablemente y levantó suplicante su cabeza.
—¡Señor dragón, señor dragón! Perdóname, te lo ruego. Sí, yo había planeado
robarte la bola de las cinco piedras preciosas. Reconozco que era un plan vil y
malvado. Lo único que te pido es que abatas esta tormenta y nos dejes volver a salvo
a nuestro hogar, y te juro que nunca jamás pensaré otra vez en tocar siquiera uno de
los pelos de tu honorable bigote.
Todo lo bien que pudo en el bamboleante barco, Otomo-no-Miyuki bajó su
cabeza hasta la cubierta como prueba de su genuino arrepentimiento.
La tormenta entonces empezó a amainar tan repentinamente como se había
levantado y pronto estuvieron navegando en calma, con las velas hinchadas, bajo un
brillante y sereno cielo.
—¡Ajá! El señor dragón ha escuchado mis rezos —murmuró Otomo-no-Miyuki.
Después de muchas semanas de navegación vieron por fin la tierra frente a ellos.
Se pusieron a costearla hasta que encontraron un pequeño puerto en el que pudieron
anclar con el fin de poder disponerse a saber dónde estaban, ya que habían perdido
todo sentido de la orientación durante la gran tormenta.
Otomo-no-Miyuki no perdió tiempo y en seguida dio las gracias al señor dragón
por haberles dirigido hasta tierra; y por primera vez en muchos meses su mente quedó
libre de la ansiedad. Se puso a atender a sus hombres trayéndoles comida y agua de
las pequeñas reservas que habían quedado, y vendó sus heridas y los alentó
diciéndoles que tan pronto como fuese posible se alejarían de la montaña del dragón.
Esta noticia dio a sus marineros más fuerza que la comida y el agua, y en poco
tiempo terminaron de reparar la nave colocándole el suficiente velamen para poder
alejarse lo más de prisa que pudiesen.
—No obstante —pensó para sí—, éste no es ningún final feliz para mis asuntos.
Estamos a salvo de la ira del dragón; estamos en tierra firme; pero ¿en qué tierra?
¿Hacia dónde cae nuestro país de origen? E incluso si regresamos vivos, la princesa
jamás podrá ser mía.
Estos pensamientos disiparon rápidamente la paz que momentos antes disfrutaba
y volvieron a llenar su mente de temores.
Sin embargo los marineros estaban alegres. Se hallaban ocupados en la
exploración del territorio, vagando por entre los pinos de la costa y trepando por las
rocas para descubrir alguna señal conocida que les indicase dónde estaban, cuando
uno que había escalado un elevado promontorio agitó sus brazos en el aire y gritó:
—¡Ahí está Akashi, ahí está Akashi! ¡Allí está la playa de la arena dorada y la isla
rocosa de los dos pinos! ¡Estamos en casa! ¡Estamos salvados!
Los otros hombres subieron corriendo adonde estaba su compañero y miraron a la
lejana playa dorada y a los gemelos pinos que se elevaban sobre la roca y rompían la
línea del horizonte. Y se pusieron a llorar.
—¡En efecto, es nuestro amado Japón! —murmuraron gozosos—. ¡Por fin
estamos en nuestra casa! ¡Estamos salvados!
Al oír los gritos, Otomo-no-Miyuki se puso en pie de un salto y corrió adonde
estaban sus hombres para mirar y abrir la boca de asombro al reconocer el lugar: los
verdes pinos adornando la costa, el azul suave de la oscura y lejana montaña, y las
blancas y brillantes arenas de su tierra nativa.
—¡Sí es verdad, es verdad! —lloró sin poderse contener—. ¡Estamos salvados,
estamos salvados!
Al cabo del tiempo sus ojos se aclararon y su emoción disminuyó. Los marineros,
que ahora le rodeaban, bromearon entre ellos.
—Nuestro valiente señor y guerrero tiene los ojos tan colorados como la grana —
rieron—, ¡quizás se ha traído dos bolas rojas en vez de la bola enjoyada del rey
dragón!
No perdieron el tiempo y enseguida se aprestaron a disponer la vuelta a la patria.
Rápidamente confeccionaron un palanquín para Otomo-no-Miyuki. Cuando estuvo
listo, se sentó en él y los marineros se colocaron los palos en los hombros y partieron
hacia el hogar.
Mientras tanto los rumores de su fracaso habían llegado ya a los oídos de los
infieles sirvientes de Otomo-no-Miyuki, los cuales se reunieron para recibirle.
—Señor, nosotros hemos tratado también de obtener la bola enjoyada de la
garganta del rey dragón —mintieron—, pero nuestra suerte no ha sido mejor que la
tuya. Creyendo que hablaban con toda honradez, el gran canciller Otomo-no-Miyuki no
tuvo valor para encolerizarse con ellos. Sólo cuando se puso a pensar en la severidad
de la tarea que la princesa Kaguya le había encomendado y en los sufrimientos que
había padecido por cumplirla, además de la hermosa y nueva casa que había
edificado casi sin ayuda, especialmente para ella, el gran canciller se sintió frustrado
y lleno de rabia.
—¡Sí! ¡Vosotros lo habéis intentado! ¡Yo también lo he intentado! Dos veces
hemos tratado de lograr la bola enjoyada para la princesa Kaguya. Todos hemos
sufrido muchísimo y a pesar de todos nuestros esfuerzos no hemos conseguido nada.
¿Por qué? Porque la exigencia misma está más allá de toda razón y es imposible de
llevar a cabo.
Al terminar de decir estas palabras agarró una enorme hacha y se lió a hachazos
con la casa que había construido con tanta dedicación, y no dejó de golpear hasta que
no quedó otra cosa sino un enorme montón de leña.
VII
La tarea del príncipe Ishitsukuri
Al señalar la tarea del príncipe Ishitsukuri, la princesa había escrito:
—Siempre he deseado ver el cazo que usó el primer señor Buda. Si puedes
traérmelo entonces estaré contenta de ser tuya.
Todo el mundo sabía que el cazo que utilizó el primer señor Buda no tenía que
buscarse en el Japón. El príncipe Ishitsukuri recordaba un antiguo relato que decía
que esta inapreciable reliquia se guardaba celosamente en un cierto templo Shaka de
la India. Pero la India estaba tan lejos… Podían ser tres mil kilómetros, o quizás
quince mil. Además había oído decir que el clima en este país era tan caluroso que
muy pocos extranjeros podían vivir en él. Y si uno enfermaba en un país tan alejado
de casa, entonces ¿qué? Después de meditar mucho tiempo sobre esto, Ishitsukuri se
sentó a la mesa y escribió a la princesa Kaguya la siguiente carta:
Honorable y graciosa princesa: hoy emprendo el viaje en busca del cazo de Buda
que tanto deseas y que, si lo descubro, traerá a mi casa un amor más hermoso que la
visión de las cigüeñas que vuelan al atardecer hacia su nido. Voy a alejarme
muchísimo de la patria. Voy a dejar atrás montañas y ríos, miles de olas van a pasar
bajo mis pies, los gansos salvajes vendrán y se irán con las muchas estaciones, y las
flores se marchitarán y se renovarán incontables veces antes de que yo haya vuelto.
No tengo miedo a este peligroso viaje, porque me impulsa la pasión del triunfo y mi
amor por ti.
Así escribió. Pero la verdad es que en el momento en que llegó a su casa llamó a
todos sus asistentes y les dijo:
—Tengo una importante misión que encomendaros. Quiero que todos vosotros
partáis inmediatamente, cada uno a un país diferente, y me traigáis de los templos
más viejos y famosos que existan el cazo más antiguo que tengan entre sus tesoros.
No necesita decirse que sus sirvientes no se pusieron a saltar de alegría con la
peligrosísima tarea que se les exigía, y hablaron entre ellos mientras se preparaban
para la marcha. Sin embargo, como no había otro remedio sino acatar la orden,
convinieron en privado que buscarían los medios más fáciles de complacer a su señor.
Por eso, aunque recorrieron muchos templos en sus viajes, se preocuparon muy poco
de su fama o antigüedad y lo único que pretendieron fue reunir tantos cazos de
cualquier tamaño, color y material como pudieran transportar. De esta forma
transcurrieron muy bien tres años. Y cuando volvieron a la mansión de su señor
pusieron ante él una imponente formación de cazos para que los inspeccionara.
Al verlos, Ishitsukuri levantó las manos en señal de complacencia. Sin duda —
pensó— que entre todos ellos encontraría el cazo de Buda.
—Dejadme verlos uno por uno —exclamó.
Y la gran procesión comenzó, llevando sus sirvientes en hilera los cazos que

habían recogido.
Ishitsukuri se sentó con las piernas cruzadas sobre su cojín y las manos metidas,
cada una, en la manga del otro brazo. Después ordenó que le fuesen enseñando cada
cazo. Sin embargo, con un significativo gesto de su abanico fue rechazando uno por
uno todos los cazos que le iban presentando y mientras el montón de cazos
rechazados aumentaba, la cota de los criados disminuía. Cuando le habían presentado
ya casi todos los cazos, el rostro del príncipe Ishitsukuri se alargó y encolerizó hasta
que acabó por estallar:
—¿Cómo es posible que entre todos vosotros ninguno haya sido capaz de traerme
el cazo que os he pedido? Todos estos cazos son bonitos, preciosos; pero ninguno de
ellos tiene la edad o la sencillez del cazo que el señor Buda, en su indudable
humildad, había elegido para beber.
Y se pegó furiosamente un golpe en la rodilla con el abanico.
Al oír estas palabras el último sirviente de la procesión, que era el jefe de todos
los demás, puso a un lado el bonito cazo que llevaba y echó a correr hacia una
habitación lateral donde había colocado los cazos que había desechado por ser
demasiad o viejos y sucios para la inspección de su amo. Ahora, empero, estaba
eligiendo et más viejo y sucio de todos y al encontrarlo lo cubrió con sus mangas y
volvió a ocupar otra vez su lugar en el último puesto de la fila de ayudantes.
Cuando le llegó el tumo de presentar su cazo, se adelantó, y con muchas y
profundas reverencias se aproximó al príncipe Ishitsukuri.
—Mi señor —dijo—, en mis viajes llegué hasta la afamada montaña Horai de la
China y allí, después de muchos fatigosos días, encontré el renombrado templo donde
habita el único sacerdote que conoce la historia del cazo de Buda. Me contó que
alguien lo había traído de la lejana tierra de la India y que desde hacía incontables
siglos era el mayor tesoro de su templo. Mi señor, hasta un sacerdote puede sentir el
efecto relajador de un poco de vino, por lo que después de haber bebido juntos me
ofreció mostrarme el tesoro, luego de exigirme que guardase el secreto. Durante
muchos días estuve con él y cuando hube ganado por completo su confianza le
persuadí de que me vendiera el cazo; y hoy tengo el honor de entregárselo a mi señor.
Y con la cabeza inclinada hasta el suelo adelantó cortésmente el cazo al príncipe.
Ishitsukuri quedó encantado con el cuento y contempló plácidamente el cazo que
se le presentaba delante con toda su oscura negrura y suciedad. Después de alabar al
sirviente, ordenó que trajesen el más delicado trozo de seda que hubiera en la casa y
que envolvieran en él el cazo antes de salir prestamente hacia la casa de la princesa
Kaguya. Por el camino cogió algunas ramas floridas y adornó el paquete creyendo
que era realmente el más raro y precioso de todos los tesoros. Por fin arribó a la casa
de la princesa Kaguya acompañado de un gran número de ayudantes.
Allí fue recibido con todas las ceremonias debidas a su rango, le hicieron pasar a
la habitación adonde esperaba la princesa, a la que dijo con una estudiada expresión:
—Tengo el honor de traer a vuestra alteza el cazo de Buda que tanto deseabais.

Ante ella desenvolvió el paquete, y al hacerlo salió del cazo una nube de polvo y
suciedad que contaminó el aire. La princesa se tapó la cara con su larga manga,
levantó la cabeza y se puso altaneramente de pie.
—El verdadero cazo de Buda está lleno de una luz celestial, pero este cazo es
negro y oscuro como el ébano. No es el cazo auténtico; es falso y por tanto rompo la
promesa que te hice —dijo con desdén. Luego se retiró a sus habitaciones.
Ishitsukuri se puso tan colérico y rabioso que cuando gritó, todos cuantos le
rodeaban apretaron a correr.
—¡Qué vergüenza! ¡Qué humillación! ¡Un cazo falsificado! ¡Una imitación! —
aulló—. ¿Por qué me han estafado? ¿Por qué ella me trata también de ese modo?
¡Oh! ¡Qué mujer tan abominable y tan detestable!
Olvidando absolutamente su conducta asimismo fraudulenta en el asunto, volcó
todos sus abusos e invectivas sobre las cabezas de cuantos le rodeaban. Cuando
atravesó la puerta de salida, las puertas se cerraron firmemente tras él, y en el silencio
que siguió a su ruidosa explosión, la paz pareció descender sobre la casa de la
princesa Kaguya, cuya quietud sólo rompía el gorjeo de los pájaros.
Por su parte el príncipe Ishitsukuri se volvió para mirar las puertas que se le
habían cerrado para siempre, y de repente, al comparar la gozosa expectación que
había sentido a su llegada con la amarga mortificación que experimentaba a la salida,
se llenó otra vez de furor. Cogió el irritante cazo y lo lanzó una vez y otra contra las
inamovibles puertas hasta que, con un poderoso estruendo, quedó convertido en
trozos a sus pies. Después montó en su caballo y galopó furiosamente seguido de sus
sumisos sirvientes y del escarnio de los aldeanos que se habían congregado para ver
en qué paraba todo aquello:
—Ishitsukuri Sama ha hecho un mal negocio.
Ha roto su cazo y a cambio no ha obtenido otra cosa sino la vergüenza. Y
regresaron burlándose a sus hogares.


VIII
La tarea del gran diputado canciller Iso-no-Kamimaro
Aunque para la corte oficial Iso-no-Kamimaro era de cuna más humilde que sus
rivales, sin embargo estaba considerado como un joven muy honrado y además muy
serio. A sus seguidores les había dicho:
—Cuando la golondrina de la montaña Horai haya hecho su nido, venid por favor
a informarme en seguida.
Sus hombres se miraron unos a otros hasta que uno de ellos preguntó:
—¿Podríamos saber la razón de esta petición, honorable señor?
Iso-no-Kamimaro aclaró pomposamente su garganta, se sentó con las piernas
cruzadas sobre su cojín, y contestó:
—La razón es muy simple. La princesa Kaguya me ha pedido que le traiga la
concha de cauri que está dentro del cuerpo de este pájaro.
—¡Vaya, vaya! —replicaron sus seguidores—. Hemos matado muchos pájaros y
jamás hemos encontrado conchas de cauri dentro de ellos.
Y todos se rieron al pensar en tan ridícula idea. Pero Iso-no-Kamimaro les
reprendió por su ligereza y les ordenó que escuchasen atentamente.
—Esta concha de cauri —les dijo—, es expulsada por el pico de la golondrina en
el preciso instante en que el pájaro pone un huevo. Pero ningún hombre ha sido capaz
jamás de presenciar este acto. ¿Por qué? Porque la golondrina echa a volar en cuanto
ve a un hombre.
—En ese caso, ¿cómo vamos a saber cuándo construye la golondrina su nido? —
inquirieron los hombres.
Y empezaron a razonar la aparente contradicción de la tarea.
Pero entre ellos había uno muy viejo que llevaba muchos años al servicio de la
familia de Iso-no-Kamimaro, y que al ver el disgusto creciente de su amo, pidió la
palabra:
—Señor —dijo—, sabemos que la golondrina de la montaña hace su nido en los
aleros del templo de la montaña Horai. Muchas golondrinas anidan allí; pero la
golondrina que nosotros buscamos lo hace en la parte más alta del tejado. Eso lo sé
por las historias que me contaba mi madre cuando yo era niño. Así que vayamos allí
y construyamos junto a la gran puerta una alta columna desde la que nos será posible
mirar abajo, al tejado del templo, y desde la que podamos ver sin ser vistos. Una vez
hayamos localizado el nido podremos alcanzarlo fácilmente.
A Iso-no-Kamimaro le agradó muchísimo este plan y seleccionó a veinte hombres
para que juntasen el material necesario y dispusieron el viaje al templo de la montaña
Horai. Una vez allí trabajaron día y noche en la construcción de una elevada
columna, como una torre, en la que adosaron una escalera que llegaba hasta lo alto.
Subieron y bajaron, cada uno queriendo observar desde lo alto mientras que las
golondrinas volaban y giraban a su alrededor. Desde arriba podrían ver los nidos y
localizar el que estaba más alto de todos. Sin embargo los pájaros estaban muy
sorprendidos por la presencia de estos raros humanos que no ponían los pies en el
suelo al que pertenecían sino que escalaban el aire; y aunque las aves revoloteaban y
gorjeaban excitadas, ninguna de ellas se aventuró a hacer su nido en el tejado del
templo.
—¡Esto es completamente inútil! —exclamó impaciente Iso-no-Kamimaro—. Así
nunca podré conseguir lo que me propongo. Por favor pensad en algo mejor en
seguida.
Su viejo seguidor reflexionó durante un rato, y finalmente dijo:
—El problema es, señor, que somos demasiados aquí. Los pájaros están asustados
con tanta gente. Vayámonos despacito hasta una distancia prudencial y los pájaros
creerán que nos hemos ido para siempre. Cuando oscurezca, que dos de nosotros se
arrastren hasta aquí y con una cuerda que previamente echaremos sobre el tejado del
templo desde lo alto de la columna, uno podrá subir al otro en una cesta. Y como
sabemos dónde está el nido más alto, el de la cesta podrá esperar allí en silencio hasta
que la golondrina ponga el huevo y expulse por el pico la concha de cauri. Entonces,
todo lo que tendrá que hacer el hombre de la cesta es deslizar rápidamente la mano en
el nido y atrapar la concha.
El plan le gustó a Iso-no-Kamimaro y éste reunió a sus hombres para que oyeran
la idea del anciano. Pero ahora había otro problema: todos los hombres jóvenes se
habían criado en la refinada atmósfera de la corte y ninguno de ellos estaba versado
en las cuestiones campestres. El mismo Iso-no-Kamimaro también las ignoraba; por
lo que dijo al viejo:
—¿Cómo sabe uno cuándo está la golondrina a punto de poner el huevo?
Ninguno de nosotros parece versado en estas materias.
—Nada más sencillo —contestó el hombre—. Sólo hay que vigilar el momento
en que la golondrina levanta las plumas de su cola y da siete vueltas en el nido. Ése es
el instante en que está lista para poner el huevo.
Con esta información grabada cuidadosamente en sus mentes, los jóvenes se
prepararon para abandonar la vecindad de la columna. Pero antes arrojaron desde ella
una larga cuerda que aseguraron en la cornisa del tejado del templo y cuyos dos
extremos bajaban colgando hasta el suelo. Luego se alejaron tranquilamente hasta
una distancia conveniente y allí esperaron la noche. El sol se estaba poniendo en el
cielo y pronto todo quedó oscuro y en silencio. Sólo los gorjeos soñolientos de las
golondrinas rompían el silencio. Entre tanto los seguidores de Iso-no-Kamimaro
habían vaciado uno de los grandes cestos y lo habían atado a uno de los extremos de
la cuerda que colgaba del tejado del templo. El joven que debía cumplir la parte más
importante de la empresa entró en el cesto y allí se ocultó por completo, mientras su
compañero le izaba con la cuerda hasta que el cesto llegó a la parte más elevada del
tejado. Allí se dispuso a esperar el joven. Por su parte, los que habían quedado abajo
en la oscuridad, aguardaron impacientes lo que a Iso-no-Kamimaro y a sus hombres
les pareció una eternidad.
Arriba, en la cesta, el joven escuchaba y miraba atentamente. Al cabo del rato oyó
un revoloteo de alas, por lo que atisbando por encima de la cesta, vio a la golondrina
posada en la orilla del nido. Las plumas de su cola empezaron a levantarse, el animal
dio una vuelta, después otra y empezó a agitarse violentamente. El joven se excitó
tanto que olvidó el resto de las instrucciones y alargó la mano inmediatamente hacia
el nido. El pájaro, sorprendido por esta inesperada intrusión, echó a volar indignado.
La mano del joven tanteó todo el nido pero con gran asombro suyo no pudo encontrar
nada, ni huevo ni concha. ¡Él, que había estado tan seguro!… Ahora empero bajaba
cabizbajo hasta donde le esperaba su señor.
Iso-no-Kamimaro tenía ya tortícolis de tanto mirar hacia arriba, hasta que al fin
gritó impacientemente:
—¡Bien! ¿Lo has encontrado?
El joven de la cesta, todavía amilanado por el disgusto, lo único que pudo hacer
es lanzar una mirada de estupefacción y no decir una palabra. Iso-no-Kamimaro,
ahora más impaciente que nunca, mandó al hombre que tiraba de la cuerda que bajase
la cesta de una vez. El hombre que salió de ésta se avergonzó muchísimo al confesar
a su amo que no había podido encontrar ni el huevo ni la concha de cauri.
—¡Vaya un estúpido que estás hecho! —aulló Iso-no-Kamimaro—. Dices que has
visto al pájaro levantar las plumas de la cola, pero que no había ni huevo ni concha en
el nido. Ya veo que no tendré más remedio que subir yo mismo a coger la concha.
Y diciendo esto se quitó rápidamente su grueso quimono exterior. El viejo
sirviente quiso detenerle con la advertencia del peligro de una caída, pero Iso-no-
Kamimaro no estaba dispuesto a escucharle; por el contrario, saltó al cesto y mandó
que le subieran en seguida.
Una vez en el tejado Iso-no-Kamimaro se puso a aguardar casi sin respirar el
retomo de la golondrina a su nido. Abajo esperaban sus seguidores en suspenso. Al
cabo del rato Iso-no-Kamimaro oyó el ruido de las alas del pájaro que volvía y el
fuerte gorjeo de «chichi-chichi». Atisbando por encima de la cesta vio al pequeño
pájaro posado en la orilla de su nido. De pronto el animal levantó las plumas de la
cola y las agitó vigorosamente.
—¡Ajá! —pensó Iso-no-Kamimaro—. ¡Éste es el momento! —Y esperó sin
respirar a lo que iba a venir después.
En efecto, el ave empezó a girar y girar en el nido y a la séptima vuelta se agachó
con las plumas de la cola extendidas. Iso-no-Kamimaro apenas podía contener su
impaciencia y por la forma en que temblaba la cesta sintió que sus hombres
compartían abajo su tensión. Levantándose cuidadosamente sacó la cabeza del cesto
y atisbo en el nido. Con un formidable aleteo el animal echó a volar en el aire al
tiempo que gorjeaba irritado:
—¡Chichi-chichi! ¿Qué clase de grosero y descortés tipo es éste que me
interrumpe en tal momento? ¡Venid, venid!
Y al oírse llamar, los otros pájaros se juntaron a una distancia prudencial de la
extraña criatura que así les importunaba.
Iso-no-Kamimaro no hizo caso de sus gritos. Alargó a mano hacia el nido y lo
tanteó. ¡Ajá! ¿Qué era aquello? Su mano había llegado hasta algo caliente, redondo y
suave; exaltado, llamó a sus hombres a voz en grito:
—¡Lo he conseguido! ¡Tengo la concha de cauri! ¡Bajadme inmediatamente! —
exclamó, y aseguró firmemente el objeto en su mano.
Allá abajo sus hombres estaban también contentísimos y todos se pusieron juntos
para que la cuerda se deslizase por sus manos, olvidando el peligro que constituía la
afilada cornisa del tejado del templo.
Al apresurar el descenso de Iso-no-Kamimaro las tejas cortaron la cuerda como si
se hubiera tratado de una espada. Un grito unánime de «¡ah!» brotó de las gargantas
de los hombres que estaban abajo, al mismo tiempo que la cesta se precipitaba en el
vacío e Iso-no-Kamimaro salía despedido de ella como la flecha de un arco y caía
justamente en la boca abierta de la cisterna que recogía el agua de la lluvia y que
estaba situada debajo mismo del tejado. Después de que se aquietó el chapoteo del
agua, sólo quedaron visibles sus brazos y piernas; luego, mientras sus hombres
miraban inmóviles y horrorizados, salió su cabeza farfullando y pidiendo socorro
hasta que se volvió a hundir otra vez en las profundidades de las aguas. Esto les hizo
volver en sí de su estupefacción y con gran celeridad lo sacaron del agua y lo
tendieron suavemente en el suelo. Sus manos estaban cerradas firmemente y lo
blanco de sus ojos brillaba en la oscuridad cuando empezaron a darle masajes y a
llamarle por su nombre. Después de mucho rato sus ojos se cerraron, parte de la
rigidez empezó a abandonar sus miembros y su respiración se hizo convulsiva. Sus
hombres se apiñaron ansiosamente a su alrededor y continuaron dándole masajes. Al
poco tiempo se sintieron recompensados al ver que abría lentamente los ojos.
—¡Oh, cómo me duele la espalda y qué oscuro está todo! Pero he conseguido la
concha de cauri. Traed velas para que podamos examinarla de cerca —dijo en un
susurro, y sus ojos se cerraron otra vez.
Rápidamente, sus hombres trajeron velas y levantaron a su amo lleno de dolor
hasta que pudo sentarse. Lentamente empezó a abrir su mano mientras que todos se
arracimaban para ver más de cerca la fabulosa concha. Pero ¿qué es lo que vieron?
Una masa redonda y blancuzca, un poco más grande que una habichuela, y de una
naturaleza inequívoca. Iso-no-Kamimaro miró el objeto con ojos dilatados; luego,
dando un descorazonador grito de disgusto, cayó hacia atrás como muerto.
Los sirvientes apenas podían contener sus risotadas, pero no perdieron tiempo y
se prepararon para el viaje de retorno. Una vez en su aldea nativa llamaron
inmediatamente al médico. Iso-no-Kamimaro había resultado gravemente herido en
la caída y durante muchas semanas sus hombres se turnaron para atenderle
devotamente, ya que cada uno se sentía responsable de la desgracia de su señor. Sin
embargo, a medida que mejoraba, Iso-no-Kamimaro se sentía más y más deprimido.
—¡Ay, qué sino más miserable! He tratado de robar la concha de cauri, el gran
tesoro de la golondrina de la montaña. ¿V qué he logrado a cambio de mis dolores?
¡Una masa informe de estiércol y una espalda rota! ¡Cómo se reirán todos de mí! —
suspiraba; y escondía su rostro en sus mangas mientras lloraba amargamente.
Cuando la princesa Kaguya oyó el relato de esta aventura sintió muchísimo todos
los problemas que había causado a este honrado joven, y como reparación le remitió
una cariñosa carta así como muchos regalos y presentes que probaban su estimación.
Esto sobre todo hizo más que cualquier otra cosa en la restauración de Iso-no-
Kamimaro a su ánimo usual y en seguida empezó a mejorar. Sin embargo un triste
recuerdo de su romance permaneció con él por el resto de su vida: desde entonces
siempre anduvo un poco cojo y jamás pudo caminar sin el auxilio de un bastón. A
pesar de ello, alcanzó a vivir muchos años, pero raramente habló de la época en que
trató de conseguir la mano de la princesa Kaguya.
IX
El emperador
Después de las aventuras de estos cinco jóvenes, a la princesa Kaguya no se la vio
más que muy fugazmente. Cada vez se fue apartando más y más en la felicidad de su
soledad con la anciana pareja. Las gentes dejaron de congregarse a su puerta y de
herirla con su curiosidad. Pero a pesar de su reclusión, la fama de su belleza se había
propagado hasta donde los cuatro vientos del cielo tocaban las costas del Japón y
finalmente habían llegado a los oídos del mismo emperador. Un día éste llamó a uno
de sus mensajeros y le dijo:
—He oído rumores de que una bella doncella llamada princesa Kaguya se ha
recluido voluntariamente para que no la vean los hombres. Me gustaría mucho verla y
quiero que salgas inmediatamente para su casa y que la traigas escoltada hasta mi
presencia.
El mensajero partió en seguida para cumplir esta misión y al llegar a la casa llamó
perentoriamente a la puerta. La anciana, al oír los golpes, salió a ver quién era el que
hacía tanto ruido. Cuando el mensajero vio a la mujer, dijo:
—¿Es ésta la casa de la bella y enclaustrada doncella?
—Señor, nuestra hija es muy bella —replicó la anciana—, y en efecto prefiere la
soledad.
—¡Bien! —respondió el mensajero—. Entonces es indudable que ésta es la
doncella que estoy buscando. Ten la bondad de informarle que su majestad imperial
el emperador le concede el favor de una audiencia privada y que yo he venido para
escoltarla hasta el palacio.
La anciana mujer se puso contentísima y corrió en seguida a dar la noticia a la
princesa Kaguya. Al oír ésta el anuncio mencionado, permaneció inmóvil. Movió
negativamente la cabeza y respondió:
—Soy una persona demasiado inferior para ser presentada a su alteza imperial.
Mi visita a su palacio no le proporcionaría ningún mérito y tendría un final no
deseado por nadie. Dile por favor al mensajero que no deseo ir.
Y a pesar de los ruegos de la anciana, la princesa siguió en sus trece.
Cuando el mensajero regresó al palacio llevando estas noticias, el emperador se
molestó muchísimo con la afrenta a su regia persona por cuanto estaba decidido a
comprobar por sí mismo si eran ciertos los rumores sobre la belleza de la princesa.
Así que volvió a mandar a su mensajero a la casa de la princesa pero ahora con la
orden de regresar con el viejo padre adoptivo de la muchacha.
No necesitamos decir que el anciano no tenía otra opción sino obedecer al
emperador. Así pues marchó al palacio lleno de un inquieto temor porque su esposa le
había hablado del deseo del emperador de ver a la princesa y sabía muy bien que si
ésta había dicho que no quería ir, nadie podría hacerla variar de opinión.
Cuando le hicieron pasar a la cámara imperial, con gran sorpresa suya el
emperador le habló bondadosamente y le prometió recompensarlo con un alto rango y
pensión si persuadía a su hija para que visitara la corte. Ante esta perspectiva el
anciano se puso contentísimo porque pensó que ahora la princesa, al menos para
complacerle a él, estaría sin duda dispuesta a salir de su aislamiento. Por eso retornó
jubiloso al hogar. Y dijo a la princesa Kaguya:
—Hija mía, he sido recibido por el emperador, quien me ha expresado su sincero
deseo de verte en la corte. ¿Irás? Es una maravillosa oportunidad para ti. Hace tiempo
que desea casarse con una dama para hacerla emperatriz. ¿Y quién puede dudar de
que cuando vea tu gentil belleza no serás tú esa dama? Y si no te hace su esposa,
estoy seguro de que sería muy feliz con nombrarte la primera dama de la corte. Y
hasta para mí hay un premio; me ha ofrecido un alto rango.
La princesa Kaguya permaneció silenciosa e inmóvil durante largo rato.
Finalmente dijo:
—Padre, haría cualquier cosa por verte encumbrado a la posición que tanto
anhelas. Pero no puedo hacer eso que me pides, ¡no puedo y no puedo! Incluso si me
llevan allí por la fuerza, rechazaré todo cuanto me ofrezcan y sólo estaré pendiente de
la oportunidad de escaparme de allí y de morir en soledad.
Estas palabras trastornaron tanto al anciano que apenas pudo contener las
lágrimas, ya que no podía concebir su vida o la de su esposa sin la belleza de su hija
la princesa. Por eso le suplicó que no volviera a decir cosas tan espantosas.
A medida que pasaban los días la ira del emperador aumentaba más y más, pero al
mismo tiempo también crecía su curiosidad al no haber signos de que la extraña
doncella fuese a plegarse a sus deseos.
Una noche, después de haber estado cazando todo el día, se dio cuenta de que
estaba cerca de la casa de los viejos. Condujo a su bien enjaezado caballo hasta las
puertas de éstos y ordenó a su sirviente que llamara a los esposos. Los ancianos se
quedaron pasmados ante la condescendencia del emperador de venir a visitar su
humilde casa y salieron a saludarle muy confundidos y embarazados. Se pusieron de
rodillas ante él y se inclinaron hasta que sus cabezas tocaron el suelo.
El emperador desmontó inmediatamente, hizo caso omiso de sus saludos y se
metió directamente en la casa dirigiéndose hacia la puerta de la habitación más
interior. Abrió todas las puertas sin ninguna ceremonia y estaba a punto de entrar en
la habitación de la princesa cuando de repente tuvo que retroceder dando un grito y
ponerse las manos ante su rostro. Una deslumbrante llama luminosa había inundado
la habitación en cuyo centro brillaba la exquisita forma y bello rostro de la princesa
Kaguya.
Ésta se hallaba tranquilamente sobre su cojín con sus pequeñas manos reposando
quietamente en su regazo y su cabeza inclinada ligeramente hacia adelante. Dos
largos mechones de pelo colgaban sobre sus hombros y su ancho vestido, ahora
radiante con la brillante luz, caía coquetonamente sobre el suelo. El emperador,
vencido ante una belleza cuyo igual jamás había visto antes, se postró ante ella
diciendo:
—Princesa Kaguya, soy el emperador. He venido en persona a visitarte porque los
rumores sobre tu belleza se han extendido por todo el país. Ahora he comprobado que
ni siquiera los rumores describen lo que yo he visto con mis propios ojos. Te pido de
corazón que accedas a mi deseo de llevarte conmigo a palacio.
Pero la princesa Kaguya meneó ligeramente la cabeza y dijo:
—No es posible. ¿Cómo voy a abandonar a mis queridos padres? Además, debes
de comprender que yo no soy de este país y que si me voy contigo algún día tendría
que dejarte.
Y volvió a mover negativamente la cabeza.
Pero al emperador no se le rechazaba tan fácilmente, y más ahora que cuanto más
miraba sus divinos rasgos, más determinado estaba a ganársela para él.
—¡Aunque me rechazas, yo me casaré contigo! —gritó de repente, llena su voz
de amor y pasión.
Se levantó y estaba a punto de coger la mano de la muchacha cuando una enorme
oscuridad cayó como un manto sobre la habitación. El emperador era como un ciego
que palpaba desesperadamente en las tinieblas.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde estás? ¿Dónde estás? —aulló.
Pero no tuvo respuesta; ni tampoco pudo alcanzar ni un hilo del vestido de la
princesa Kaguya. El emperador entonces se arrodilló desalentado porque comprendió
sabiamente lo absurdo que era rogar con voz lastimera en una habitación a oscuras.
—Princesa Kaguya, perdóname. Por favor, perdóname. Me he portado
irrazonablemente. Sólo te pido que me dejes verte una vez más en toda tu belleza y
nunca jamás te causaré problemas.
Casi sin esperanzas de que ella escuchase su petición, se volvió a inclinar otra vez
hasta el suelo.
Inmediatamente la habitación fue inundada de nuevo con la brillante luz. El
emperador levantó sus ojos y ante él estaba la princesa Kaguya. Su expresión era de
tal tranquilidad y cortesía que el emperador sintió que un diluvio de lágrimas
estallaban en su pecho.
—Señora —dijo—, ahora que te he vuelto a ver, jamás podré olvidarte. Eres más
bonita que las blancas crestas de diez mil olas, más noble que los picos de las torres
del cielo, y más hermosa que la luz de la tuna que cae en cascadas sobre los valles.
Nunca antes había visto una belleza igual. Y nunca la veré más.
Miró fijamente a la silenciosa princesa, salió luego rápidamente de la habitación y
regresó a su palacio.
X
La luna de agosto
Pasaron cuatro años más; era primavera. La princesa Kaguya vivía tranquila y
pacíficamente con sus padres adoptivos. Sin embargo ahora parecía que un extraño
ánimo se había posesionado de ella porque, frecuentemente, se la veía en las noches
de luminosa luna sentada a la ventana y mirando a la luna que cabalgaba en el cielo.
Además parecía ser tan infeliz y sus ojos estaban tan llenos de deseo que la angustia
de la anciana pareja crecía más y más por su causa.
La más preocupada era la anciana, porque recordaba de las historias de su
infancia que a los observadores de la luna les sucedían cosas malísimas. Contó sus
temores a la princesa Kaguya, pero el único efecto que sobre ésta tuvieron sus
palabras fue que se calló todavía más y se encerró con su mutismo en su habitación,
hasta el punto de que los ancianos apenas vieron a la muchacha durante semanas y
semanas.
El tiempo transcurría tristemente, hasta que llegó el mes de agosto. Una noche,
cuando la augusta luna había alcanzado casi su plenitud, la anciana oyó a su hija
llorar amargamente en su habitación. Llamó a su marido y juntos entraron a verla.
—¿Qué le pasa a nuestra hija la princesa? ¿No puedes decirme por qué estás tan
triste? —rogó la mujer.
—Dinos qué te pasa, querida Kaguya Sama. Haremos todo cuanto podamos para
complacerte —dijo el anciano.
La princesa Kaguya luchaba por controlar sus lágrimas cuando les oyó hablar. Se
secó los ojos con el borde de su larga manga y luego dijo:
—Debo confesaros mi secreto. Ya no puedo ocultároslo más. He guardado
silencio hasta ahora porque no he querido haceros infelices. Pero ha llegado el
momento de que lo sepáis todo acerca de mí. Ya debéis haber adivinado que yo no he
nacido realmente en este país y que no soy de la misma raza que es la gente de aquí.
He nacido en el país de la luna, y allí está mi verdadero hogar.
Al oír estas sorprendentes palabras la anciana pareja se quedó estupefacta. Luego,
la mujer dijo tenuemente:
—Entonces… ¿eres una dama de los cielos?
La princesa sonrió:
—Quizás sea ésa la mejor forma de llamarme, porque he venido del cielo. Pero ya
ha llegado el momento de regresar a mí país. Durante muchas semanas me han estado
llamando las voces de la luna. No hay alternativa. Debo ir, y cuando la luna de agosto
esté llena, los mensajeros celestiales bajarán para escoltarme hasta casa. Vine de mi
bienaventurado país para ayudaros, por cuanto parecía que la bondad habitaba entre
vosotros. No estaba equivocada, y he sido muy feliz con vosotros todos estos años.
¡Nunca os olvidaré, nunca, nunca!
A través de sus lágrimas las palabras de la princesa Kaguya salieron balbucientes
y tropezando, y no es para contar la pena que sintieron los ancianos al escuchar estas
tristes y extrañas nuevas.
Cuando cesaron las lágrimas de la princesa Kaguya y ésta casi se hubo calmado
del todo, los, ancianos se retiraron a su habitación, infelices y llenos de
intranquilidad. Estaban meditando en lo que ella les había contado. La noche de la
luna llena estaba muy cerca y se sentían impotentes para hacer nada. Sin embargo el
anciano estaba tan excitado que desafiantemente dijo a su esposa que jamás
consentiría a nadie, fuese ángel o diablo, que les robara a su amada hija. Cuando la
princesa Kaguya oyó su voz, vino a sus padres con una cara tan apenada como la del
anciano, y poniendo su bella cabeza sobre la rodilla del hombre, dijo contrita:
—Yo no quiero abandonaros. Podéis creerme que desde el momento en que me
tomaste del árbol de bambú y me trajiste a esta casa en la palma de tu mano, no he
disfrutado otra cosa sino amor y devoción por parte vuestra y he crecido para
devolveros vuestro amor. Pero pertenezco al país de la luna. Mi pueblo ansia mi
regreso y por ellos debo volver. No hay otra solución.
Toda la casa resonó con los suspiros y los gritos apenados de los criados que se
habían congregado y habían escuchado esta triste historia.
Noche tras noche la luna fue haciéndose más redonda y llenándose más y más,
con lo que los habitantes de la casa apenas dormían o comían de ansiosos que
estaban. Al fin el anciano, después de mucho pensar, llamó a su esposa para decirle:
—Si seguimos así pereceremos de pesadumbre. Tengo una buena idea y voy a
buscar ayuda. Vigila bien a nuestra hija y no la pierdas de vista ni un instante,
especialmente por la noche. No tardaré más de un día.
Se marchó de su casa en seguida y fue al pueblo, donde alquiló un palanquín con
los corredores más veloces que había y partió rápidamente hacia el palacio.
XI
Los mensajeros de la luna
Cuando llegó al palacio el anciano saltó del palanquín y golpeó fuertemente las
grandes puertas a la vez que gritaba:
—¡En el nombre de la princesa Kaguya deseo ver urgentemente a su majestad
imperial!
Tan pronto como los criados llevaron el mensaje al emperador, éste corrió a las
puertas adonde estaba el anciano, quien le saludó nada más verle:
—¡Majestad, Majestad! Algo terrible va a acontecer a nuestra hija y os
suplicamos que nos ayudéis. Por favor, venid en seguida a mi casa.
Al oír estas palabras el emperador quedó profundamente confundido y contestó
con urgencia:
—¿Qué quieres decir con eso? Por favor, cálmate y explica claramente cuál es el
problema.
El anciano contó rápidamente la historia del extraño nacimiento de la princesa
Kaguya y el relato todavía más raro de su vuelta a la luna. Al final imploró el auxilio
del emperador antes de que la luna de agosto alcanzara su clímax y su amada hija
fuera forzada a abandonarles.
—¡En efecto es una historia fabulosa, muy fabulosa! —dijo el asombrado
emperador—. Pero no te preocupes más. Iré yo mismo con dos mil de mis mejores
guerreros a tu casa y protegeremos a la princesa de los mensajeros que vengan de la
tierra o del cielo. Vuelve a tu casa y mantén una atenta vigilancia hasta que nosotros
lleguemos esta noche.
La alegría del anciano era indescriptible cuando tomó el camino de regreso a su
hogar con el propósito de preparar tan pronto como fuese posible a su esposa y a la
princesa Kaguya para el acontecimiento. Primero ordenó a su esposa que se sentara
con la princesa en la fuerte habitación donde se guardaban los tesoros de la familia y
en la que ya había mandado poner víveres y otras cosas necesarias para permanecer
varios días. Luego ordenó a sus sirvientes que aseguraran la puerta con los cerrojos
más fuertes y firmes que encontrasen. A su esposa la instruyó para que se agarrara a
las manos de la princesa Kaguya y que de ninguna forma perdiera el contacto con
ella. Por su parte, extendió una estera delante de la mencionada puerta con el fin de
disponerse a vigilar.
Al oscurecer, el emperador y su comitiva llegaron a la casa. Los dos mil soldados
se distribuyeron en filas alrededor de todo el jardín y en el tejado de la casa, lugar
donde se afincaron como una bandada de golondrinas humanas. El silencio cayó
sobre la casa y todo lo que podía oírse era el ligero susurro de los hombres que
preparaban sus arcos y flechas y los tensaban para disparar.
En seguida un suave resplandor empezó a ver ter su luz desde el cielo y la luna
salió lentamente sobre ellos, cada momento más llena y dorada hasta que pareció
colgar por encima de ellos como un melocotón rebosante y maduro. La tensión de los
hombres que esperaban se hizo más violenta y se envararon como animales
dispuestos a atacar al mismo tiempo que flexionaban intranquilos sus arcos. En
cuanto el brillante curso de la luna se amplió y sus rayos llegaron cortantes hasta la
casa, el anciano se puso en pie de un salto y gritó a voz en cuello:
—A la primera señal de cualquier cosa extraña, disparad.
Un gran grito salió de las gargantas de los soldados en respuesta a sus palabras:
—¡No temas, abuelo; ni siquiera se nos escaparía un murciélago!
Dentro de la casa la princesa Kaguya estaba sentada con sus manos cogidas
fuertemente por las manos de la anciana, y al escuchar los valientes gritos suspiró y
dijo: —¡Ay! A pesar de lo intrépidos y valientes que son, su fuerza es nada contra el
poder de la luna.
V dejó caer su cabeza en el regazo de la anciana, quien, sin comprender nada, la
apretó todavía más.
La luna se elevó más y más y ahora las hojas más diminutas del jardín estaban
bañadas en su luz. El anciano mostró colérico su puño al cielo.
—¡Quienquiera que seas, ángel o demonio —chilló—, nunca consentiré que te
lleves a nuestra hija! ¡Te arrancaré los ojos con mis largas uñas! ¡Te mataré,
quienquiera que seas!
Pero el cielo no respondió. Sin embargo, al acercarse la media noche, llenó el
cielo un resplandor sobrenatural diez veces más brillante que diez mil lunas, y los
centinelas tuvieron que cubrir sus rostros aterrorizados, casi ciegos. Desde el punto
más alto en el cielo se empezaron a juntar lentamente unas guirnaldas de nubes
blancas que suave y silenciosamente comenzaron a descender. Al irse aproximando,
los tensos centinelas pudieron ver que muchas y hermosas criaturas parecían haberse
agrupado sobre las nubecillas; unas estaban de pie, otras sentadas, pero todas iban
vestidas con brillantes quimonos de colores del arco iris. Eran tan numerosas que es
imposible decir si se trataban de cien, de doscientas o de muchos miles. En medio del
asombroso silencio que habían provocado bajaron hasta el punto justo encima de la
parte más alta del tejado, y allí descansaron calladamente.
Los expectantes soldados temblaban tantísimo que, aunque lo intentaban, lo cierto
es que no podían mover sus miembros para disparar sus saetas. Entonces uno de
ellos, más sabio que los demás, se arrodilló exclamando:
—¡Rezad todos! ¡Sólo las oraciones podrán ayudarnos!
Sin embargo, y por un instante, los soldados parecieron recuperar sus fuerzas y
muchos arcos fueron tensados furiosamente para que sus flechas rasgasen el aire.
Pero los disparos se dispersaron extensamente y los visitantes celestiales
permanecieron inmóviles y tranquilos sobre su flotante y blanca plataforma.
Antes de que nadie pudiera comprender cómo o de dónde procedía, los centinelas
vieron un gracioso palanquín que descendía por el ancho sendero de la luz de la luna.
El palanquín iba guiado y sostenido por una hueste de bellos seres a los que mandaba
uno todavía más agraciado y atractivo. Éste parecía ser persona de gran importancia y
al irse aproximando exclamó suave y claramente:
—¡Miyatsukomaro San! ¡Haz el favor de salir!
Al extraño conjuro de esta amable voz que sonaba como las aguas de una
intrincada corriente, y enormemente sorprendido por oírse llamar por su nombre, el
anciano trepó atemorizado hasta el tejado. Al ver a aquel ser celestial desapareció
toda su ira y lo único que pudo hacer fue arrodillarse con humilde reverencia y
escuchar la voz que seguía diciendo:
—Te has portado muy bien al cuidar con tanto mimo a nuestro tesoro más
preciado. Y por eso te has hecho rico y has sido feliz, ¿no es verdad Miyatsukomaro
San?
—¡Sí, es verdad! —dijo el hombre—. Y os estamos profundamente agradecidos.
—Pero ahora es el momento de que ella vuelva a estar con su pueblo. Durante
muchos años habéis sido sus padres, aunque esos años hayan sido como un minuto
para el país de la princesa Kaguya. Allí la espera su pueblo, al que ella pertenece. No
hay nada que tú puedas hacer para retenerla más tiempo contigo. Miyatsukomaro
San, por favor, ponía en libertad inmediatamente.
Pero todavía el anciano se mostraba reacio a hacer como se le pedía; por eso
buscó una excusa y dijo:
—Mi noble señor, ¿no es posible que hayas confundido a nuestra hija con alguna
otra muchacha celestial? Tú has dicho que ella ha permanecido con nosotros muy
poco tiempo, pero en realidad ha sido nuestra hija durante veinte años. ¿Seguro que
no te equivocas?
Y en un último y desesperado alegato, añadió:
—Por otra parte, ahora se halla muy enferma y no puede salir de la casa.
Pero el dios de la luna no le respondió. Sin embargo todo quedó silencioso de
nuevo cuando condujo al palanquín hasta un lugar determinado del tejado. Después,
con su voz clara y líquida, dijo:
—¡Princesa Kaguya, princesa Kaguya! Hemos venido a buscarte. Deja esta casa y
vente con nosotros. Tu pueblo te espera y debes volver a él. Sal, tu palanquín te
aguarda.
Todos siguieron callados. Ninguno trató de moverse. Y en la habitación interior la
vieja mujer quedó aterrorizada al notar que una repentina parálisis encogía sus
miembros. Débilmente, sus manos fueron aflojando las manos de la princesa y sus
ojos se dilataron de horror al abrirse la puerta sin el concurso de ninguna fuerza
humana, aunque estaba cerrada y atrancada. Su grito atrajo dentro de la casa al
anciano y también se arrojó al suelo aterrorizado al ver la forma de la hermosa
princesa Kaguya que se deslizaba a través de la puerta abierta. La muchacha les miró
con un rostro en el que se dibujaba el más tierno afecto y depositó suavemente la
mano en el hombro del anciano al mismo tiempo que decía:
—No lloréis, os lo ruego. Recordad únicamente los felices años que hemos
pasado juntos. Ahora no queda otro remedio; debo dejaros para regresar a mi país y a
mi pueblo. ¿No podéis alzar vuestras cabezas para verme y salir a despedirme en mi
viaje?
Pero el anciano movió la cabeza.
—Querida niña nuestra —murmuró—, durante todos estos años hemos sido tu
padre y tu madre; ahora que somos viejos es cuando más te necesitamos. ¿Cómo
puedes abandonarnos? Te suplico que nos lleves contigo a tu lugar del cielo, porque
sin ti no queremos vivir. Y él y su esposa lloraron amargamente. La princesa Kaguya
quedó atribuladísima por su pena y apenas podía contener también sus lágrimas; pero,
en este momento, uno de los mensajeros de la luna entró en la casa. Llevaba en sus
manos un cofre preciosamente ornamentado el cual colocó ceremoniosamente delante
de la princesa. De él extrajo un brillante cántaro y un ondulante manto tejido con la
más delicada seda en colores que irradiaban la habitación. Parecía estar hecho de mil
abalorios de lluvia. Después se dirigió a la princesa:
—Éste es el manto llamado Hagoromo. Cuando te lo pongas hará desaparecer de
ti todas las impurezas del contacto humano. Y en este cántaro está la poción que te
proporcionará el olvido de todas tus actuales tristezas.
La princesa Kaguya se volvió y a través de sus lágrimas le rogó que los dejase
solos un momento. Después se quitó su hermoso quimono exterior, se arrodilló ante
los ancianos y dijo:
—Tened esto en recuerdo mío. Donde esté esto también estaré yo. Ahora, por
favor, secad vuestras lágrimas. Por el amor que me tenéis, no seáis infelices.
Les tocó reverentemente los hombros. Luego cogió una de las plumas de escribir
que tenía en un cofrecillo tallado y escribió en un rollo un poema de despedida. Lo
enrolló y lo entregó con el cántaro a su anciano padre, al mismo tiempo que le decía:
—Padre, dale este poema y este cántaro al emperador. El poema es mí despedida
a un hombre amado. El cántaro contiene una poción que cuando la pruebe, le
proporcionará eterna juventud.
Con un último deseo de felicidad y una mirada afectuosa a la anciana pareja, la
muchacha se dirigió al mensajero y le dijo:
—Estoy dispuesta a marchar contigo.
Silenciosa y sosegadamente se echó el manto por los hombros. Un aspecto de
majestad cayó sobre ella. El gozo y la felicidad divina se marcaron en sus mejillas y
un aire etéreo rodeó todo su ser. En este mismo instante se hizo tan distante y se
olvidó tanto de la vida humana que para los ancianos era ya una extraña. Pero todavía
no podían creer que su querida niña fuese a perderse para ellos y por eso, rotos
cuando ella puso su mano dentro de la del joven dios de la luna y montó con él en el
brillante palanquín, la siguieron con gritos frenéticos. La gran hueste de mensajeros
se elevó en el aire. Al rodear el palanquín estallaron en una regocijada canción al
mismo tiempo que un sendero de luz lunar se abría ante la cabalgata. Sorda a los
furiosos gritos de sus padres adoptivos, ahora con el corazón traspasado, la princesa
Kaguya flotó gozosamente hacia su hogar rodeada de la resplandeciente hueste, hasta
que los aguzados ojos de los que quedaban abajo no pudieron ver ni un punto de luz
de sus mantos.
XII
La peregrinación del emperador al monte Fuji
Cuando el emperador recibió el poema y la poción de la princesa Kaguya, suspiró
profundamente y cayó en una larga meditación. Su corazón estaba desgarrado porque
toda la profundidad de su amor por la bella princesa se le había presentado repentina
y violentamente.
—¡Ah! Puesto que la princesa ya no está en esta tierra, no quiero prolongar por
más tiempo mi vida —murmuraba.
Se encerró en si mismo. Durante muchísimos días rehusó hablar a nadie y allá por
donde iba llevaba consigo su espíritu de desolación. Evitaba a sus sirvientes y
despreciaba todos los entretenimientos y diversiones que planeaban para él.
Un día los llamó y les dijo:
—¿Cuál es el monte de nuestro país que está más cerca del cielo?
—Vaya, señor, es el monte Fuji —replicaron con cierta sorpresa sus criados, ya
que esto lo sabía todo el mundo.
—¡Bien! —exclamó el emperador—. Haced todos los preparativos para un viaje.
Saldremos inmediatamente hacia el monte Fuji. En sus fieras profundidades quemaré
este poema y la poción que día y noche consumen mi corazón con los recuerdos de la
princesa Kaguya.
Partieron en seguida y llegaron al pie de la divina montaña. Ascendieron durante
la noche y llegaron a la cima cuando ya el sol asomaba y se filtraba a través de los
campos de nubes que había en el horizonte. Con sus nobles ayudantes rodeándolo, el
emperador depositó el poema y el cántaro de la princesa Kaguya en el rojo cráter
ardiendo. Al quemarse, el humo se elevó espeso y negro. Gradualmente se fue
aclarando hasta que quedó un finísimo hilo de humo que se proyectaba en espiral
hacia el cielo.
—Está llegando al país de la princesa Kaguya —murmuró el emperador.
Después de decir estas palabras, abandonó la cima y comenzó el viaje de regreso
a su palacio. Pero muchas veces miró atrás y siempre vio el fino hilo de humo que
ascendía hacia el cielo. Y así sigue hasta hoy.

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