sábado, 16 de marzo de 2019

EL TRAJE DE PAJA DE ARROZ QUE VOLVÍA INVISIBLE

Esta festiva historia sucedió en una aldea japonesa en una fecha que supera a los
más remotos tiempos que el hombre puede recordar; en efecto, tanto tiempo hace que
nadie, ni siquiera el narrador de la historia que la transmitió a sus hijos y a los hijos
de sus hijos, sabe el nombre de la aldea o en qué provincia estaba localizada. Era una
aldea singular y sus habitantes todavía eran más singulares. Para dar una idea
digamos que formaban un curioso lote, y aparte de que ninguno de ellos había sido
bendecido con ninguna agudeza extremada, tampoco había nadie que tuviera las
hechuras y las medidas propias para recibir el nombre de hombre o mujer. Algunos
tenían unas cabezas tan calvas y alargadas como huevos de paloma; otros grandes y
redondas como las sandías, mientras que unos cuantos las tenían tan desmochadas
que parecían patatas en tugar de cabezas.
En la aldea había uno que era tan inútil que no servía para nada. Como ni siquiera
tenía nombre le llamaremos Otoko San. Sin embargo tenía un temperamento tan
malicioso que no se encontraba a gusto si no fastidiaba a sus vecinos. Tampoco podía
quejarse nadie, porque procuraban pagarle con la misma moneda; pero cuando un día
Otoko San se encontró con un tengu y decidió engañarle, empezaron a complicarse
las cosas.
Digamos de entrada que el tengu es una criatura verdaderamente fantástica. Su
nombre significa «duende de larga nariz» porque, en efecto, su nariz es de una
longitud extraordinaria y en la espalda lleva dos traviesas alas de plumas. Su vestido
es de lo más raro que uno pueda imaginarse y encima de la cabeza lleva colgado un
pequeño sombrero negro atado con cordeles bajo la barbilla. Además de eso, está
poseído de poderes mágicos. Así que sólo una persona sin ningún seso se atrevería a
burlarse de un tengu, y mucho menos a acercarse a él.
Otoko San sin embargo era de esta clase de estúpidos, y en el día particular de
nuestra historia se hallaba modelando ocioso una pipa larga hecha de un trozo de
bambú. Primero pensó utilizarla para soplar y lanzar piedras con ella; luego creyó que
podría ser un magnífico telescopio; y fue precisamente al mirar a través de ella con
un ojo cuando en la otra punta vio aparecer a un pequeño tengu que venía volando
errante hacia él.
—¡Ajá! —se dijo para sí Otoko San—. Aquí viene alguien con el que me puedo
divertir. Voy a ver si puedo engañar a esa pequeña criatura y me da ese bonito traje de
paja de arroz que viste.
Sin pensarlo dos veces se puso a mirar intensamente hacia el cielo a través de su
tubo de bambú mientras lanzaba exclamaciones de sorpresa. Esto era demasiado para
el tengu quien, como todos sus hermanos, era altamente curioso. Se puso a dar
vueltas alrededor de Otoko San y a rogarle con chillidos que le dejase echar un
vistazo a través del tubo.
—¡Qué! ¿Que te preste mi bonito y nuevo telescopio que me han hecho
especialmente para mí? ¡Ni hablar! ¡Oh! ¡Qué bonita se ve así la luna, veo los valles
y las llanuras que tiene! ¿No te gustaría ojear una cosa así, tengu San?
Naturalmente, esto incrementó el deseo del tengu de mirar a través del tubo, por
lo que empezó primero por ofrecer sus elegantes zapatos de madera, luego su lustroso
sombrero negro, y cuando ya no hubo otro remedio, su traje tejido con paja de arroz.
Esto era precisamente lo que quería Otoko San y en un momento cerraron el trato.
Tan de prisa como pudo Otoko San se alejó del lugar del suceso, dejando al pobre y
chasqueado tengu comprobando una vez más su mayor debilidad: el sentido de su
credulidad.
En el instante en que Otoko San se halló fuera del alcance del tengu se puso el
traje y ¡plaf!, no quedó rastro de él o del traje. Orgulloso de sí mismo se puso a bailar
solo, hasta que decidió llegarse a la calle principal de la aldea.
Allí disfrutó de unos minutos gloriosos metiéndose entre las piernas de la gente,
volcando sus puestos de comida, pellizcándoles las narices y asustándoles con
infinidad de cosas. Los que atendían los puestos y los tenderos se escondieron detrás
de sus cortinas y se maravillaban de las rarezas que estaban ocurriendo en una calle
aparentemente normal. En aquel momento un vanidoso criado bajaba contoneándose
por (a calle. No había llegado muy lejos cuando, de repente, un violento tirón de su
oreja izquierda casi le hizo perder el equilibrio y en el momento en que se revolvía
furioso para atrapar a su atacante se encontró con que otro tirón de la oreja derecha fe
hacía describir un cómico círculo. Cayó al suelo produciendo un ruido sordo y allí
sentado miró colérico en todas las direcciones del vacío contorno que le rodeaba, la
gente, a pesar de lo asustada que estaba, estalló en sonoras carcajadas al ver que tan
pomposo sirviente se comportaba más estúpidamente que el mayor tonto de la aldea.
Otoko San seguía haciendo de las suyas y ahora tenía justo delante de él a un
serio trabajador que acababa de salir de una tienda en la que se había comprado unos
elegantes zuecos nuevos con suelas blancas como la nieve. Justo en aquel momento
se había detenido a abrir el paquete con el fin de admirarlos de nuevo. No es para
contar la sorpresa que se llevó al ver que, de pronto, los zuecos volaban de sus manos
y se ponían a danzar alocadamente en el aire vacío. Una joven aldeana, que lucía su
mejor quimono de verano, se paró a mirar, y al hacerlo, su quitasol desapareció
rápidamente de su mano y marchó danzando con los zuecos en alegre dúo. Hasta que
ambas cosas, quitasol y zuecos, cayeron haciendo ¡plof! en un arroyo que corría junto
al camino.
Otoko San se acercó ahora a una pescadería en la que las mujeres de la aldea
estaban escogiendo pescado para la cena. En ese momento acababa de llegar un
fresquísimo besugo que todos estaban admirando por su tamaño y brillantez. De
pronto pareció que el enorme y rollizo besugo volvía a la vida porque pegó un
coletazo en el aire y echó a volar por toda la calle abajo como si fuese un pez volador.
Esto era ya demasiado para los aldeanos y por eso todos ellos echaron a correr detrás
del pez, sólo para recuperarlo en el suelo, sucio y manchado.
Otoko San, que se sentía ya cansado, decidió volver enseguida a su casa para
reposar. Una vez dentro de su hogar se quitó el traje maravilloso y en seguida se hizo
otra vez visible, lo cual le pegó un susto de muerte a su anciana madre porque la
mujer no había visto entrar a nadie en la casa.
Mientras Otoko San dormía, su madre cogió el traje de paja de arroz de donde lo
había dejado su hijo para quitarle el polvo.
—¡Hombre! —dijo la mujer—. ¡Vaya una porquería que ha traído a casa! Lo
quemaré antes de que se despierte.
Inmediatamente metió el traje en el ardiente horno y muy pronto se convirtió en
un montón de grises cenizas.
Al levantarse Otoko San, su primer pensamiento fue para el traje. No se veía por
parte alguna. Cuando al fin su madre le confesó que lo había quemado, se encolerizó
muchísimo e inmediatamente se puso a recoger cuidadosamente toda la ceniza en un
enorme saco, creyendo que podría haber quedado todavía algo de su mágico poder.
Se fue a un rincón del huerto, se quitó todas las ropas y cuidadosamente se restregó
de la cabeza a los pies con la ceniza. Hasta este travieso individuo se sintió un poco
extraño al verse desaparecer ante sus propios ojos; porque no obstante lo milagroso
que pueda sonar, eso es lo que pasó, y en un corto espacio de tiempo no quedaba
expuesto a la vista ni un solo pelo.
Con gran alegría por el resultado de su estratagema se marchó bailando hacia la
aldea para mezclarse entre los grupos de gente de la noche. Las tabernas donde se
bebía el sake[5] empezaban a llenarse y la deliciosa fragancia del vino atrajo en
seguida a Otoko San hacia una de ellas. Una vez dentro se sentó en el suelo, junto a
un enorme barril de licor. Y aprovechando un momento en el que los parroquianos
habían llenado otra vez sus vasos, se arrodilló delante del barril, se amorró a la espita
y empezó a beber avariciosamente.
Al oír el extraño ruido de los sorbidos, todos los que estaban en la taberna se
volvieron sorprendidos, pero no se veía nada. Sin embargo el sonido continuaba y
ahora parecía ir acompañado de un sonoro hipo. El tabernero, al ver que su pequeño
perro estaba aparentemente lamiendo la canilla del sake, fue corriendo para detenerle
y casi el detenido sin remedio fue él, porque justo en la punta del caño había lo que
para todo el mundo parecía una roja y húmeda boca. ¡Y más aún, esa boca estaba
indudablemente bebiéndose el sake! Las gotas del licor resbalaban por algo que
empezaba a asemejarse a una barbilla y que eran el líquido que estaba lamiendo el
perrito.
La compañía reunida se quedó estupefacta al comprobar que un área de piel
palpablemente humana empezaba a mostrarse alrededor de los labios, y pronto una
nariz y un par de penetrantes ojos se hicieron visibles. En el charco de sake que
estaba cayendo de la espita al suelo empezaron a tomar forma un par de manos, y
luego, un poco más atrás, un trozo redondo de algo hinchado y regordete…
Volviendo en sí de su asombro, el tabernero pegó un alarido, lo que hizo que el
rostro espectral levantara la vista y lanzara una confundida mirada a la expectante
compañía. Soltando un grito, la cara se levantó en el aire y salió echando chispas de
la taberna, acompañada de un alocado movimiento de las manos. ¡Había ocurrido lo
peor! La ceniza hacia su trabajo mientras estaba seca, pero una vez mojada perdía
todo su poder de invisibilidad y ahora Otoko San se encontraba verdaderamente en un
lamentable estado. La multitud apretó a correr detrás de él, gritando al mismo tiempo:
—¡Venga hombre! ¡Muéstrate como es debido! ¿Dónde has metido todo el sake
que te has bebido? ¡Ladrón! ¡Demonio! ¡Espera que te cojamos!
En aquel momento Otoko San se puso a transpirar copiosamente, y al mezclarse
la ceniza con el sudor de su piel, ésta empezó a aparecer en trozos y parches como si
fuese un dibujo a medio terminar. Jadeante y realmente asustado llegó corriendo al
puente sobre el río y se tiró a éste de cabeza. Frenéticamente empezó a lavarse todo
vestigio-de la ceniza de su cuerpo y pelo, y al fin, ante los asombrados ojos de sus
perseguidores, salió arrastrándose miserablemente y temblando del agua. Uno de los
espectadores, más avispado que los demás, le arrojó un quimono y todos te rodearon
con gran curiosidad.
—¡Vaya! ¡Creíamos que eras un demonio, Otoko San! —dijo el jefe de la aldea
—. ¿Cómo has podido llegar a este estado?
Otoko San agachó la cabeza avergonzado y tartamudeando relató la historia de su
trato con el tengu. Al oír esto la multitud que se había congregado se desternilló de
risa.
—¡Qué! ¿Tratando de engañar a un tengu? —exclamaron—. ¡Estás loco, Otoko
San! Ni siquiera sin meter las narices en los negocios de los tengus puede decirse que
estés a salvo.
La multitud estalló en carcajadas y se golpearon significativamente los muslos
ante la necedad de Otoko San. Y hasta donde yo sé, también el pequeño tengu se está
riendo todavía.

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