viernes, 1 de marzo de 2019

La extraña historia del Doctor Perro

En una pequeña aldea montañosa de la provincia de Hunan, en la zona central de China, vivía un rico caballero que tenía solo una hija. Esta muchacha, como la hija de Kwan-yu en la historia de La gran campana, era el ojito derecho de su padre.

    El señor Min, pues este era el nombre del caballero, era famoso en la zona por su sabiduría así como por sus muchas posesiones, y por esta razón siempre había hecho todo lo posible por enseñar a Madreselva el conocimiento de los sabios y por darle todo lo que ansiara. Por supuesto, esto habría sido suficiente para malcriar a la mayoría de los jóvenes, pero Madreselva no era como los demás. Haciendo honor a la dulce flor de la que recibía su nombre, atendía todas las indicaciones de su padre y obedecía sin esperar que se lo dijera una segunda vez.

    Su padre le compraba cometas a menudo, de todo tipo y forma. Tenía peces, pájaros, mariposas, lagartos y enormes dragones, uno de los cuales tenía una cola de más de diez metros de largo. El señor Min era muy diestro volando estas cometas para la pequeña Madreselva, y hacía que sus pájaros y mariposas giraran y planearan en el aire de un modo tan natural que casi cualquier niño occidental caería en el engaño y diría: «¡Vaya, es un pájaro de verdad!». Además, anudaba un peculiar instrumento a la cuerda que emitía un sonido sibilante cuando movía la mano de lado a lado.

    —¡Es el viento quien canta, papi! —exclamaba Madreselva, aplaudiendo con alegría—. Está cantando una canción para nosotros.

    A veces, para enseñar a su querida pequeña una lección después de hacer alguna travesura, el señor Min anudaba a la cola de su cometa favorita unas tiras de papel retorcido en las que había escritas algunas palabras chinas.

    —¿Qué estás haciendo, papi? —le preguntaba Madreselva—. ¿Qué son esos papeles tan extraños?

    —En cada tira he escrito un pecado que hemos cometido.

    —¿Qué es un pecado, papá?

    —Oh, cuando Madreselva se porta mal; ¡eso es un pecado! —respondió con cariño—. Tu anciana niñera teme reñirte, y para que llegues a ser una buena mujer, papá debe enseñarte lo que está bien.

    Entonces el señor Min hacía que la cometa se elevara sobre los tejados de las casas, incluso más alto que la pagoda de la ladera. Cuando se quedaba sin cuerda, recogía dos piedras afiladas y, tras entregárselas a Madreselva, le decía:

    —Ahora, hija, corta la cuerda y el viento se llevará lejos los pecados que están escritos en las tiras de papel.

    —Pero, papá, la cometa es muy bonita. ¿No podríamos quedarnos los pecados un poco más? —preguntaba inocentemente.

    —No, niña; es peligroso retener los pecados. La virtud es la base de la felicidad —le repetía el padre con severidad para evitar que siguiera preguntando—. Date prisa y corta la cuerda.

    Y Madreselva, que siempre era obediente (al menos con su padre), cortaba la cuerda en dos con las afiladas piedras y con un grito infantil de desesperación observaba a su cometa favorita, transportada por el viento, alejándose cada vez más hasta que al final tenía que forzar los ojos para verla hundirse lentamente en algún prado lejano.

    —Ahora, ríe y sé feliz —le decía el señor Min—, porque todos tus pecados se han marchado. Pon cuidado y no cometas nuevos.

    A Madreselva le encantaban los espectáculos de títeres porque, como debéis saber, esta anticuada diversión infantil era muy apreciada por los pequeños de China unos tres mil años antes de que vuestro tatarabuelo naciera. Incluso se dice que Mu, el gran emperador, cuando vio estas pequeñas imágenes danzando por primera vez, enfureció al observar que una de ellas hacía ojitos a su esposa favorita. Ordenó que fuera ejecutada y el pobre titiritero convenció con gran dificultad a su Majestad de que las marionetas danzantes en realidad no estaban vivas, que solo eran muñecos de tela y arcilla.

    No es de extrañar entonces que a Madreselva le gustaran los polichinelas, si el propio Hijo del Cielo había sido engañado por sus peculiares payasadas y había creído que eran gente real de carne y hueso.

    Pero avancemos en nuestra historia, o algunos de nuestros lectores se preguntarán: «Pero ¿dónde está el Doctor Perro? ¿Es que no vas a presentar al protagonista de este relato?». Un día, cuando Madreselva estaba sentada en el interior de un sombrío pabellón con vistas a un pequeño estanque con peces, sufrió de repente un terrible ataque de cólico. Loca de dolor y al borde del desmayo, pidió a un criado que llamara a su padre.

    Cuando el señor Min llegó junto a su hija, esta estaba inconsciente. Después de llamar al médico de la familia, llevó a su hija a la cama. La pobre muchacha, aunque se recuperó de su desmayo, siguió sufriendo dolor hasta casi morir de agotamiento.

    Resultó que cuando el médico llegó y la miró con sus grandes lentes, no pudo descubrir la causa de su mal. Sin embargo, como algunos de nuestros doctores occidentales, no confesó su ignorancia y le prescribió una enorme dosis de agua hirviendo y un compuesto de asta de ciervo pulverizada y piel de sapo seca.

    La pobre Madreselva sufrió su agonía durante tres días; cada vez estaba más débil por la falta de sueño. Consultaron a todos los médicos importantes de la región; habían ido a verla dos doctores de Changsha, la capital de la provincia, pero no había servido de nada. Era uno de esos casos que parecía sobrepasar el conocimiento de los médicos más eruditos. Con la esperanza de recibir la gran recompensa ofrecida por el desesperado padre, aquellos hombres sabios repasaron de principio a fin la gran Enciclopedia Médica China, intentando en vano encontrar un método con el que tratar a la infeliz doncella. Incluso pensaron en llamar a cierto médico de Inglaterra, que se encontraba en una ciudad muy lejana, a pesar de los rumores que relacionaban sus milagrosas curas con un pacto con el diablo. Sin embargo, el magistrado municipal no permitió que el señor Min llamara a este extranjero, por miedo a que hubiera problemas con los aldeanos.

    El señor Min envió un mensaje en todas direcciones describiendo la enfermedad de su hija y ofreciendo una atractiva dote y su mano en matrimonio a quien consiguiera devolverle la salud y la felicidad. A continuación se sentó junto a su cama a esperar con la sensación de haber hecho todo lo que estaba en su mano. Recibió muchas respuestas a su proclama. Médicos jóvenes y viejos llegaron de todo el imperio para probar su habilidad; cuando veían a la hermosa Madreselva y el enorme montón de zapatos de plata que su padre ofrecía como regalo de boda, todos hacían lo posible por salvar su vida, algunos atraídos por su gran belleza y su excelente reputación, otros por la inmensa recompensa.

    Pero ¡pobre Madreselva! ¡Ni uno solo de aquellos hombres sabios pudo curarla! Un día, tras sentirse ligeramente mejor, llamó a su padre, le cogió la mano y le dijo:

    —Si no fuera por tu amor ya me habría rendido en esta dura lucha y me habría adentrado en el bosque oscuro, o, como dice mi anciana abuela, habría volado al Cielo de occidente. Por ti, porque soy tu única hija, y sobre todo porque no tienes hijos varones, me he aferrado a la vida, pero ahora siento que el siguiente ataque de ese temido dolor me llevará. ¡Oh, no quiero morir!

    Madreselva lloró como si su corazón fuera a quebrarse y su padre lloró con ella, porque cuanto más sufría ella más la amaba él.

    Justo entonces, su rostro empezó a palidecer.

    —¡Ya viene! ¡El dolor se acerca, padre! Pronto dejaré de existir. ¡Adiós, padre! Adiós, adiós…

    Se le rompió la voz y un enorme sollozo casi rompió el corazón de su padre. Se apartó de su cama, ya que no podía soportar verla sufrir. Salió de la habitación y se sentó en un banco; bajó la cabeza hasta su pecho y unas lágrimas saladas bajaron por su larga barba gris.

    Mientras estaba así sentado, abrumado por el dolor, un ladrido grave lo sobresaltó. Al levantar la cabeza vio, para su sorpresa, un greñudo perro de montaña más o menos del tamaño de un Terranova. La enorme bestia miró al anciano a los ojos con una expresión tan inteligente y humana, tan triste y melancólica, que el viejo se dirigió a él:

    —¿A qué has venido? ¿A curar a mi hija?

    El perro contestó con tres ladridos, agitó la cola vigorosamente y se giró hacia la puerta entreabierta que conducía a la habitación donde estaba la joven.

    El señor Min, dispuesto a probar cualquier cosa para revivir a su hija, permitió que el animal lo siguiera hasta los aposentos de Madreselva. Tras colocar sus patas sobre la cama, el perro miró atentamente a la exangüe muchacha ante él y le acercó la oreja al corazón. Después, tras una ligera tos, dejó una diminuta piedra sobre su palma con la boca. Rozó su muñeca con su pata derecha para indicarle que debía tragarse la piedra.

    —Sí, querida, obedécelo —le aconsejó su padre cuando ella lo miró inquisitivamente—, porque los dioses de la montaña, que se han enterado de tu enfermedad y desean que disfrutes de nuevo de la vida, nos han enviado al buen Doctor Perro.

    Sin más demora, la enferma, que casi ardía de fiebre, se llevó la mano a los labios y se tragó la diminuta piedrecita. ¡Milagro! Tan pronto como atravesó sus labios sucedió algo increíble. Su rostro perdió su tono rojizo, su pulso recuperó el latido normal, los dolores abandonaron su cuerpo y se levantó de la cama sonriendo.

    Rodeó el cuello de su padre con los brazos y exclamó alegremente:

    —¡Oh, me siento bien de nuevo! Estoy bien y muy contenta, gracias a la medicina del buen médico.

    El noble perro ladró tres veces, loco de contento al escuchar esas emocionadas palabras de gratitud. Inclinó la cabeza y puso el morro en la mano extendida de Madreselva.

    El señor Min, muy conmovido por la mágica recuperación de su hija, se dirigió al extraño médico:

    —Noble señor, de no ser por la forma que por alguna extraña razón has asumido, te entregaría sin dudar cuatro veces la suma de plata que había prometido por la cura de mi hija. Pero supongo que la plata no te serviría de nada, así que recuerda que, mientras vivas, todo lo nuestro es tuyo; solo tienes que pedirlo. Y te suplico que prolongues tu visita y que pases aquí los años de tu vejez… En resumen, que te quedes aquí para siempre como mi invitado… Como mi invitado no; como miembro de mi familia.

    El perro ladró tres veces, como si aceptara. Desde aquel día, padre e hija lo trataron como a un igual. Ordenaron a sus muchos sirvientes que obedecieran todos sus deseos, que le sirvieran la comida más cara del mercado, que no repararan en gastos para hacerlo el perro más feliz y mejor alimentado del mundo. Día tras día, corría junto a Madreselva mientras esta reunía flores en el jardín, se tumbaba ante su puerta mientras descansaba y protegía su palanquín cuando los criados la llevaban a la ciudad. En resumen: eran compañeros inseparables, tanto que cualquiera habría pensado que eran amigos desde la infancia.

    Un día, sin embargo, al regresar de un viaje en palanquín, el enorme animal atrapó entre sus fauces a su hermosa señora y, antes de que nadie pudiera detenerlo, se la llevó a las montañas. Cuando dieron la alarma, la oscuridad había caído sobre el valle y la noche era tan cerrada que no consiguieron encontrar ni rastro del perro y su hermosa presa.

    Una vez más, el preocupado padre hizo todo lo posible por salvar a su hija. Ofreció enormes recompensas y varios grupos de leñadores rastrearon las montañas de arriba abajo, pero no encontraron ni rastro de la joven. El desdichado padre se rindió y decidió prepararse para morir. No le quedaba nada en la vida que le importara… Solo podía pensar en su difunta hija. Madreselva se había marchado para siempre.

    —¡Pobre de mí! —exclamó, y recitó los versos de un famoso poeta que había caído en la desesperanza:

   
 

 
   
      «La soga infinita de mis cabellos encanecidos por la edad
   

   
      sería insuficiente para medir la profundidad de mi calamidad».
   
 

 
   

    Pasaron varios años; años de tristeza para el anciano hombre en los que no dejó de añorar a su hija perdida. Un hermoso día de octubre estaba sentado en el mismo pabellón en el que tantas veces se había sentado con la muchacha, con la cabeza inclinada sobre el pecho y la frente arrugada por el dolor. Un susurro de hojas atrajo su atención. Levantó la mirada. Justo delante de él estaba el Doctor Perro y, montada sobre su lomo y agarrada al enmarañado pelo del animal, estaba Madreselva, su hija perdida, junto a tres de los niños más guapos que había visto nunca.

    —¡Ah, mi hija! Mi querida hija, ¿dónde has estado todos estos años? —exclamó el entusiasmado padre mientras apretaba a la chica contra su dolorido pecho—. ¿Has sufrido muchas penalidades desde que te secuestraron? ¿Ha estado tu vida llena de dolor?

    —Solo al pensar en tu tristeza —le contestó la muchacha con cariño, acariciándole la frente con sus esbeltos dedos—. Solo al pensar en tu sufrimiento. Solo al pensar en cuánto me habría gustado verte cada día para contarte lo bueno y amable que es mi marido conmigo. Porque debes saber, querido padre, que lo que hay ante ti no es un simple animal. Este Doctor Perro, que me curó y me reclamó como esposa tal como tú habías prometido, es un gran mago. Puede transformarse en un sinfín de cosas, pero eligió venir hasta aquí con la forma de un perro de montaña para que nadie descubriera el secreto de su lejano palacio.

    —Entonces, ¿él es tu marido? —titubeó el anciano, mirando al animal con una nueva expresión en su arrugado rostro.

    —Sí; mi amable y noble esposo, padre de mis tres hijos, tus nietos, a quienes hemos traído a visitarte.

    —¿Y dónde vivís?

    —En una cueva maravillosa en el corazón de las grandes montañas; una hermosa cueva cuyas paredes y suelos están cubiertos de cristales y gemas brillantes. Las sillas y las mesas están decoradas con joyas; miles de resplandecientes diamantes iluminan las habitaciones. Oh, ¡es más hermoso que el palacio del Dios del Cielo! Nos alimentamos de la carne de los ciervos y de las cabras montesas, y de los peces de los manantiales más cristalinos. Bebemos agua fresca en copas de oro, tan pura que no hemos de hervirla primero. Respiramos el fragante aire que atraviesa los bosques de pino y cicuta. Vivimos solo para amarnos el uno al otro, y a nuestros hijos. ¡Somos tan felices! Y tú, padre, vendrás con nosotros a la montaña para vivir en nuestra compañía el resto de tus días, que quieran los dioses que sean muchos.

 Agarrada al enmarañado pelaje del animal estaba Madreselva

El anciano apretó a su hija una vez más contra su pecho y achuchó a los niños, que se colgaron de sus brazos para disfrutar de un abuelo a quien nunca antes habían visto.

    Del Doctor Perro y su hermosa Madreselva proviene, o eso se dice, la conocida casta de los Yu, que sigue habitando las regiones montañosas de las provincias de Cantón y Hunan. Sin embargo, no es esta la razón por la que hemos contado aquí esta historia, sino porque estamos seguros de que a todos los lectores les habrá gustado descubrir el secreto del perro que curó a una joven enferma y consiguió que se convirtiera en su esposa




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