viernes, 1 de marzo de 2019

La ciudad de marfil y la princesa encantada

Un día, un joven príncipe estaba practicando con su arco junto al hijo del visir cuando una de sus flechas hirió accidentalmente a la esposa de un mercader que se encontraba en la planta superior de una casa cercana. El príncipe había apuntado a un pájaro que estaba posado en el alfeizar de la ventana de aquella habitación e ignoraba que hubiera alguien cerca, ya que de otro modo no habría disparado. Por tanto, el hijo del visir y él se marcharon entre risas y burlas sin saber lo que había ocurrido.

    El mercader fue a preguntar algo a su esposa y la encontró en el centro de la habitación, aparentemente muerta, con una flecha clavada en el suelo a medio metro de su cabeza. Suponiendo que había sido asesinada, corrió a la ventana y gritó:

    —¡Ladrones, ladrones! ¡Han matado a mi esposa!

    Los vecinos se reunieron rápidamente y los criados subieron corriendo para ver qué ocurría. Resultó que la mujer se había desmayado y que solo tenía una pequeña herida en el pecho, donde la flecha la había rozado.

    Tan pronto como la mujer recuperó el sentido, les contó que dos jóvenes habían pasado por allí con sus arcos y flechas y que uno de ellos le había disparado deliberadamente mientras se encontraba junto a la ventana.

    Al oír esto, el mercader se presentó ante el rey y le contó lo ocurrido. Su Majestad se enfadó mucho ante aquel acto malvado y juró que el criminal se enfrentaría a un terrible castigo cuando lo encontraran. Ordenó al mercader que volviera y se asegurara de si su esposa reconocería al joven al verlo de nuevo.

    —Oh, sí —respondió la mujer—. Lo reconocería entre toda la gente de la ciudad.

    —Entonces —dijo el rey cuando el mercader volvió con la respuesta—, mañana ordenaré que todos los hombres de esta ciudad pasen ante tu casa; tu esposa estará ante la ventana y buscará entre ellos al malhechor.

    Para ello se emitió un edicto real. Al día siguiente, todos los hombres y muchachos de la ciudad con más de diez años se reunieron y pasaron ante la casa del mercader. Por casualidad (ya que ambos habían sido excusados y no tenían que obedecer esta orden), el hijo del rey y el hijo del visir estaban entre ellos. Habían acudido atraídos por el alboroto.

    Tan pronto como aparecieron ante la ventana del mercader, la esposa los reconoció e informó al rey.

    —¡Mi propio hijo y el hijo de mi visir! —exclamó el rey, que había estado presente desde el principio— ¡Menudo ejemplo para el pueblo! Que ambos sean ejecutados.

    —No lo haga, su Majestad —dijo el visir—. Se lo suplico. Investiguemos primero los hechos. ¿Qué ocurrió? —preguntó a los dos jóvenes— ¿Por qué hicisteis algo tan cruel?

    —Yo disparé una flecha a un pájaro que estaba posado en el alfeizar de una ventana abierta en aquella casa, pero fallé —contestó el príncipe—. Supongo que la flecha hirió a la mujer del mercader. Si hubiera sabido que ella o cualquier otra persona estaba cerca, no habría disparado en esa dirección.

    —Hablaremos de esto más tarde —dijo el rey al oír esta respuesta—. Dispersad a la gente. Su presencia ya no nos es necesaria.

    Aquella noche, su Majestad y el visir charlaron larga y sinceramente sobre sus hijos. El rey quería que ambos fueran ejecutados, pero el visir sugirió que el príncipe fuera expulsado del reino. Y esto acordaron finalmente. Por tanto, a la mañana siguiente, un pequeño grupo de soldados escoltó al príncipe hasta las puertas de la ciudad. Cuando llegaron al último puesto de vigilancia, el hijo del visir los alcanzó. Había ido corriendo y llevaba con él cuatro bolsas de dinero en cuatro caballos.

    —He venido —dijo, rodeando con los brazos el cuello del príncipe— porque no puedo dejarte solo. Hemos vivido juntos, seremos exiliados juntos y moriremos juntos. Si me aprecias, no me rechaces.

    —Piensa bien lo que vas a hacer —le respondió el príncipe—. Me esperan todo tipo de penalidades. ¿Por qué quieres abandonar tu hogar y tu país para estar conmigo?

    —Porque te quiero y nunca seré feliz sin ti.

    Así que los dos amigos se marcharon de la mano y salieron del país tan rápido como pudieron. Tras ellos marchaban los soldados y los caballos con sus bienes. Al llegar a la frontera de los dominios del rey, el príncipe entregó a los soldados unas monedas de oro y les ordenó que regresaran. Los soldados tomaron el dinero y se marcharon; sin embargo, no fueron muy lejos. Se escondieron tras unas rocas y esperaron hasta estar seguros de que el príncipe no pretendía volver.

    Los exiliados continuaron caminando hasta llegar a una aldea donde decidieron pasar la noche bajo uno de los grandes árboles del lugar. El príncipe preparó una hoguera y sacó los pocos artículos para dormir que llevaban con ellos, mientras el hijo del visir buscaba a un vendedor de especias, a un panadero y a un carnicero para conseguir algo para cenar. Por alguna razón se retrasó; quizá el pan no estaba listo o el vendedor no tenía todas las especias preparadas. Después de esperar media hora, el príncipe se impacientó y fue a buscarlo.

    No muy lejos del lugar que habían elegido para descansar corría un bonito y claro riachuelo. El sonido de su fuente no parecía estar muy lejos, así que la buscó. El origen era un hermoso lago, que en aquel momento estaba cubierto de preciosas flores de loto y otras plantas acuáticas. El príncipe se sentó en la orilla y, como tenía sed, tomó un poco de agua en su mano. Por suerte, miró en su mano antes de beber y allí, para su sorpresa, vio reflejada claramente la imagen de una bonita hada. Miró a su alrededor, esperando ver el origen del reflejo, pero no había ninguna persona, así que se bebió el agua y metió la mano para coger un poco más. Una vez más vio a la joven en el reflejo del agua que tenía en su palma. Miró a su alrededor, como antes, y esta vez descubrió a un hada sentada en la orilla opuesta del lago. Al verla se enamoró tan perdidamente de ella que se desmayó.

    Cuando el hijo del visir regresó y encontró el fuego encendido, los caballos atados y las bolsas de dinero en un montón, pero ni rastro del príncipe, no supo qué pensar. Esperó un poco y después gritó su nombre, pero al no recibir ninguna respuesta se acercó al riachuelo. Allí se encontró con las huellas de su amigo. Al verlas, regresó de inmediato a por el dinero y los caballos y rastreó al príncipe hasta el lago, donde lo encontró. Parecía muerto.

    —¡Ay de mí, ay de mí! —gritó, y levantó al príncipe para verter un poco de agua sobre su cabeza y su rostro— ¡Ay de mí! Hermano, ¿qué te ha pasado? ¡No te mueras, no me dejes! ¡Habla, di algo! ¡No puedo soportar esto!

    Un par de minutos después, el príncipe, reanimado por el agua, abrió los ojos y buscó frenéticamente a su alrededor.

    —Gracias a dios —exclamó el hijo del visir—. ¿Qué te ha pasado hermano?

    —Vete —contestó el príncipe—. No quiero hablar contigo ni verte. Vete.

    —Venga, vayámonos de este lugar. Mira, te he traído comida, y los caballos, y todo lo demás. Comeremos y nos marcharemos.

    —Vete tú solo —contestó el príncipe.

    —Jamás —insistió el hijo del visir—. ¿Qué ha ocurrido para que de repente quieras alejarte de mí? Hace un instante éramos hermanos, pero ahora no soportas verme.

    —He visto un hada —dijo el príncipe—. Vi su rostro solo un instante, porque cuando descubrió que estaba mirándola cubrió su rostro con pétalos de loto. ¡Oh, qué hermosa era! Y mientras miraba sacó de entre sus senos una caja de marfil y me la ofreció. Entonces me desmayé. ¡Oh! Si consiguieras que esa hada se convirtiera en mi esposa, iría contigo a cualquier parte.

    —Vaya, hermano —dijo el hijo del visir—. Parece que, efectivamente, has visto a un hada. Es nada menos que Gulizar, de la Ciudad de Marfil. Lo sé por las señales que te ha dado. Sé su nombre porque se cubrió el rostro con pétalos de loto, y sé dónde vive porque te mostró la caja de marfil. Ten paciencia; te aseguro que conseguiré que te cases con ella.

    Cuando el príncipe oyó estas palabras de ánimo se sintió muy consolado. Se levantó, comió y se marchó satisfecho con su amigo.

    Por el camino se encontraron a dos hombres que pertenecían a una casta de ladrones. Eran once hermanos en total. La hermana mayor se quedaba en casa para cocinar y los otros diez (todos varones) salían, de dos en dos, y caminaban por los cuatro senderos que atravesaban aquella parte de la región robando a los viajeros que no se les resistían e invitando a los que eran demasiado fuertes a descansar en su casa, donde la familia los asaltaba en grupo para robar sus bienes. Estos ladrones vivían en una especie de torre que tenía varias cámaras acorazadas y estaba rodeada por un gran foso, a donde lanzaban los cadáveres de los pobres desgraciados a los que el azar dejaba en sus garras.

    Los dos hombres se acercaron y, educadamente, les ofrecieron hospedarse en su casa aquella noche.

    —Es tarde —les dijeron—, y no hay otra aldea hasta dentro de varios kilómetros.

    —¿Aceptamos la invitación de este buen hombre, hermano? —preguntó el príncipe.

    El hijo del visir frunció el ceño ligeramente en señal de desaprobación, pero el príncipe estaba cansado y, pensando que aquellos recelos no eran más que un capricho de su amigo, dijo a los hombres:

    —Muy bien. Sois muy amables por ofrecernos vuestro hogar.

    De modo que los cuatro fueron a la torre de los ladrones.

    Cuando los encerraron en una habitación, los dos viajeros se lamentaron de su mala suerte.

    —No sirve de nada quejarse —dijo el hijo del visir—. Treparé a la ventana y veré si hay algún modo de escapar. ¡Sí! ¡Sí! —susurró cuando lo hizo—. Ahí abajo hay una acequia rodeada por un alto muro. Saltaré y exploraré la zona. Quédate aquí y espera mi regreso.

    Cuando volvió, contó al príncipe que había visto a una mujer muy fea que suponía que era el ama de los ladrones. La mujer había accedido a liberarlos a cambio de la promesa de que el príncipe se casaría con ella.

    Así que la mujer los ayudó a escapar de su encierro a través de una puerta secreta.

    —Pero ¿dónde están los caballos y nuestras cosas? —preguntó el hijo del visir.

    —No podéis llevároslos —dijo la mujer—. Si utilizáramos otra salida, os expondríais a una muerte segura.

    —No importa; ellos también saldrán por esta puerta. Conozco un hechizo con el que puedo agrandar o empequeñecer su tamaño.

    Así que el hijo del visir se acercó a los caballos sin que nadie se diera cuenta y, gracias al hechizo, los hizo pasar a través de la estrecha puerta como si fueran trozos de tela, y cuando todos estuvieron fuera los devolvió a su estado original. De inmediato montó en su caballo, agarró el ronzal de uno de los otros y, tras pedir al príncipe que hiciera lo mismo, se alejó. El príncipe vio su oportunidad y un segundo después cabalgaba tras él, con la mujer en su grupa.

    Los ladrones oyeron el galope de los caballos, salieron y dispararon sus flechas al príncipe y sus compañeros. Y una de las flechas mató a la mujer, así que tuvieron que dejarla atrás.

    Cabalgaron hasta que llegaron a una aldea donde se quedaron a pasar la noche. A la mañana siguiente partieron de nuevo y preguntaron por la Ciudad de Marfil a todos los transeúntes. Al final llegaron a aquella famosa ciudad y se hospedaron en una pequeña choza que pertenecía a una anciana a la que no temían y con la que, por tanto, podrían descansar. Al principio, a la mujer no le gustaba la idea de que estos viajeros se quedaran en su casa, pero al ver la moneda que el príncipe dejó caer en el fondo del vaso en el que ella le había dado agua, y después de que el hijo del visir le entregara una moneda más, rápidamente cambió de idea. Aceptó que se quedaran allí un par de días.

    Tan pronto como terminó su trabajo, la mujer se sentó con sus huéspedes. El hijo del visir fingió ignorarlo todo sobre el lugar y sus habitantes.

    —¿Tiene nombre esta ciudad? —preguntó a la anciana.

    —Por supuesto que sí, estúpido. Hasta las pequeñas aldeas tienen nombre, cuanto más una ciudad como esta.

    —¿Y cuál es?

    —Ciudad de Marfil. ¿No lo sabías? Pensé que el nombre era famoso en todo el mundo.

    Al mencionar el nombre de la ciudad, el príncipe suspiró profundamente. El hijo del visir lo miró como diciendo: «Calla, o desvelarás nuestro secreto».

    —¿Tiene rey esta región? —continuó el hijo del visir.

    —Por supuesto que sí, y una reina, y una princesa.

    —¿Cómo se llaman?

    —La princesa se llama Gulizar y la reina…

    El hijo del visir interrumpió a la anciana observando de nuevo al príncipe, que estaba mirándola como un loco.

    —Sí —le dijo más tarde—. Estamos en el sitio correcto. Veremos a la hermosa princesa.

    Al día siguiente, los dos viajeros se dieron cuenta de que la anciana ponía un gran cuidado en arreglarse: se esmeraba al cepillar su cabello y al recogerlo y adornarlo.

    —¿Quién viene? —le preguntó el hijo del visir.

    —Nadie —le contestó la anciana.

    —Entonces, ¿a dónde vas?

    —Voy a ver a mi hija, que es una de las doncellas de la princesa Gulizar. Voy a visitarla cada día. Lo habría hecho ayer si vosotros no hubierais estado aquí, haciéndome perder el tiempo.

    —¡Ah! Procura no decir nada sobre nosotros delante de la princesa.

    El hijo del visir le pidió que no hablara de ellos en palacio, esperando que, como le había dicho que no lo hiciera, ella mencionara su llegada.

    Al ver a su madre, la doncella se fingió muy enfadada.

    —¿Por qué no has venido en dos días? —le preguntó.

    —Porque dos jóvenes viajeros, un príncipe y el hijo de un gran visir, están hospedándose en mi casa y demandan toda mi atención —respondió la anciana—. Me paso todo el día cocinando y limpiando, limpiando y cocinando. No entiendo a los hombres: uno de ellos parece bastante estúpido. Me preguntó el nombre de esta región y el de su rey. ¿De dónde vendrán esos hombres, para no saber algo así? Sin embargo, parecen muy importantes y ricos. Me dan una moneda cada mañana y cada noche.

    Después de esto, la anciana repitió casi las mismas palabras a la princesa, que al oírlas ordenó que la golpearan y la amenazó con un castigo más severo si alguna vez volvía a hablar de los forasteros ante ella.

    Por la noche, cuando la anciana regresó a su choza, contó al hijo del visir cuánto sentía no haber podido mantener su promesa, ya que la princesa había hecho que la golpearan por mencionarlos.

    —¡Ay de mí! ¡Qué desgraciado soy! —exclamó el príncipe, que había escuchado atentamente la conversación— ¿Cuánto se enfadará entonces al verme en persona?

    —¿Enfadarse? —preguntó el hijo del visir, sorprendido— Se alegrará mucho de verte. Lo sé. Creo que ha tratado así a la anciana para que vayas a verla la próxima noche sin luna.

    —¡Alabado sea el cielo! —exclamó el príncipe.

    La siguiente vez que la anciana fue al palacio, Gulizar llamó a una de sus sirvientes y le ordenó que entrara en la habitación mientras ella hablaba con la anciana; si la anciana preguntaba qué ocurría, tenía que decirle que los elefantes del rey se habían vuelto locos y que estaban sueltos por la ciudad y el bazar destrozándolo todo a su paso.

    La criada obedeció y la anciana, temiendo que los elefantes echaran abajo su choza y mataran al príncipe y su amigo, suplicó a la princesa que la dejara marchar. Gulizar tenía un columpio encantado que llevaba a cualquiera que se sentara en él al lugar donde deseara estar.

    —Trae el columpio —dijo a una de las doncellas. A continuación pidió a la anciana que se sentara en él y deseara estar en casa.

    La anciana lo hizo, y de inmediato se vio transportada por el aire hasta su choza, donde encontró a sus dos huéspedes sanos y salvos.

    —¡Oh! Pensaba que a estas alturas ambos estaríais ya muertos. Los elefantes reales se han escapado. Cuando me enteré, me preocupé mucho por vosotros, así que la princesa me entregó este columpio encantado para regresar. Vamos, salgamos antes de que lleguen los elefantes y echen abajo la choza.

    —No lo creo —dijo el hijo del visir—. Esto no es más que una argucia. Te han tomado el pelo. Pronto tendrás lo que tu corazón desea —susurró al príncipe—. Estas son señales.

    Dos días después de la luna nueva, el príncipe y el hijo del visir se sentaron en el columpio y desearon estar en los jardines de palacio. En un momento estuvieron allí, y allí estaba también el objeto de su búsqueda, junto a una de las puertas de palacio, deseando tanto ver al príncipe como él deseaba verla a ella.

    ¡Oh, que encuentro tan dichoso!

    —Por fin he visto a mi amado, mi esposo —dijo Gulizar.

    —Mil gracias he de dar al cielo por llevarme hasta ti —dijo el príncipe.

    Entonces el príncipe y Gulizar se prometieron; más tarde, uno se marchó a la choza y otra a palacio, ambos tan felices como nunca habían sido antes.

    En adelante, el príncipe visitaba a Gulizar todos los días y regresaba a la choza todas las noches. Una mañana, Gulizar le pidió que se quedara con ella siempre. Temía que algo malo le ocurriera: que lo mataran unos ladrones, que se pusiera enfermo…, pues ella se vería privada de él, y no podía vivir sin verlo. El príncipe le explicó que no tenía nada que temer y que por las noches debía regresar con su amigo, porque este había abandonado su casa, su país y había arriesgado su vida por él, y además, de no haber sido por la ayuda de su amigo, jamás la habría encontrado.

    Gulizar se conformó por el momento, pero en su corazón decidió librarse del hijo del visir tan pronto como fuera posible. Un par de días después de esta conversación, ordeno a una de sus doncellas que preparara arroz. Dio instrucciones especiales para que mezclaran cierto veneno al cocinar, y tan pronto como estuviera terminado la olla debía taparse para que el vapor venenoso no escapara. Cuando el arroz estuvo listo se lo envió al hijo del visir con un criado y este mensaje: «Gulizar, la princesa, te envía una ofrenda en honor de su tío fallecido».

    Al recibir el regalo, el hijo del visir pensó que el príncipe debía haber hablado bien de él a la princesa y que por eso se había acordado ella de él. Por tanto, pidió al criado que le diera las gracias.

    Al llegar la hora de la cena, cogió la olla de arroz y se sentó a comer junto al río. Levantó la tapa, la dejó sobre la hierba y se lavó las manos. Durante el poco tiempo que estuvo realizando estas abluciones, la hierba verde bajo la tapa de la olla se volvió amarilla. El hijo del visir, perplejo, y sospechando que el arroz estaba envenenado, cogió un puñado y se lo lanzó a algunos cuervos que había por allí. En cuanto lo comieron, cayeron muertos.

    —¡Alabado sea el cielo, que me ha librado de la muerte! —exclamó el hijo del visir.

    Cuando el príncipe regresó aquella noche, el hijo del visir estaba muy callado y deprimido. El príncipe lo notó y le preguntó cuál era la razón.

    —¿Es porque paso demasiado tiempo en palacio?

    El hijo del visir sabía que el príncipe no tenía nada que ver con el envío del arroz y por tanto se lo contó todo.

    —Mira, en este pañuelo hay un poco del arroz que la princesa me envió esta mañana en honor de su tío fallecido. Está lleno de veneno. ¡Gracias al cielo lo he descubierto a tiempo!

    —Hermano, ¿quién puede haber hecho algo así? ¿Qué enemigo tienes?

    —La princesa Gulizar. Escucha, la próxima vez que la veas, lleva un poco de nieve contigo y justo antes de verla ponte un poco en los ojos. Esto te provocará lágrimas y Gulizar te preguntará por qué lloras. Dile que lloras por la muerte de tu amigo que falleció de repente esta mañana. Lleva también este vino y esta pala, y cuando hayas fingido un intenso dolor por la muerte de tu amigo, pide a la princesa que beba un poco de vino. Es fuerte, y de inmediato se quedará dormida. Entonces, mientras está dormida, calienta la pala y márcale la espalda con ella. No olvides traer la pala de vuelta, y quítale también su collar de perlas. Cuando lo hayas hecho, regresa. No temas cumplir estas instrucciones, porque de ello depende tu futuro y tu felicidad. Yo me ocuparé de que tu matrimonio con la princesa sea aceptado por el rey y toda la corte.

    El príncipe le prometió que haría todo lo que el hijo del visir le había aconsejado y mantuvo su promesa.

    La noche siguiente, cuando el príncipe regresó de su visita a Gulizar, el hijo del visir y él tomaron los caballos y las bolsas de monedas y fueron a un cementerio a un kilómetro de distancia. Acordaron que el hijo del visir se haría pasar por un faquir, y el príncipe por el discípulo y sirviente del faquir.

    Por la mañana, cuando Gulizar recuperó el sentido, notó un gran dolor en la espalda y se dio cuenta de que su collar de perlas había desaparecido. Informó al rey de inmediato sobre la desaparición del collar, pero no le dijo nada sobre el dolor de su espalda.

    Este robo enfadó mucho al rey, que ordenó que se investigara el hecho.

    —Muy bien —dijo el hijo del visir cuando se enteró—. No temas, hermano; coge el collar e intenta venderlo en el bazar.

    El príncipe se lo llevó a un orfebre y le pidió que se lo comprara.

    —¿Cuánto quieres por él?

    —Cincuenta mil rupias —respondió el príncipe.

    —Muy bien, espera aquí mientras voy a por el dinero.

    El príncipe esperó y esperó hasta que por fin regresó el orfebre. Con él iba el kotwal17, que detuvo al príncipe acusado de robar el collar de la princesa.

    —¿Cómo conseguiste el collar? —le preguntó el kotwal.

    —El faquir a quien sirvo me lo dio para que lo vendiera en el bazar. Si me lo permites, te llevaré a donde está.

    El príncipe condujo al kotwal al lugar donde había dejado al hijo del visir y allí encontraron al faquir rezando con los ojos cerrados. Cuando terminó sus oraciones, el kotwal le pidió que le explicara cómo había conseguido el collar de la princesa.

    —Llama al rey —contestó—, pues solo se lo contaré a él.

    Entonces algunos hombres se presentaron ante al rey y le repitieron las palabras del faquir. Su Majestad acudió, y al ver al faquir rezando tan solemne y serio, temió enfadarlo y que las calamidades del cielo cayeran sobre él. De modo que unió las manos en una súplica y preguntó:

    —¿Cómo conseguiste el collar de mi hija?

    —Anoche —contestó el faquir—, estábamos sentados frente a esta tumba rezando a Khuda, cuando un demonio vestido de princesa vino y exhumó un cadáver que había sido enterrado hace un par de días y empezó a comérselo. Al verlo me enfadé mucho y le golpeé la espalda con una pala que había estado en el fuego. Al huir de mí, el collar se le cayó. Es posible que estas palabras te sorprendan, pero no son difíciles de demostrar. Examina a tu hija y encontrarás la quemadura en su espalda. Vete, y si tengo razón, envíame a la princesa y yo la castigaré.

    El rey volvió a palacio y ordenó que examinaran la espalda de la princesa.

    —Efectivamente, hay una quemadura —dijo la doncella.

    —Entonces mi hija debe ser asesinada inmediatamente —exclamó el rey.

    —No, no, su Majestad —contestaron—. Enviémosla al faquir que lo descubrió y que él haga con ella lo que desee.

    El rey accedió y llevaron a la princesa al cementerio.

    —Encerradla en una jaula cerca de la tumba de la que sacó el cadáver —dijo el faquir.

    Lo hicieron y, poco después, el faquir, su discípulo y la princesa se quedaron solos en el cementerio. Hacía poco que la noche había extendido su oscuro manto sobre el lujar cuando el faquir y su discípulo se quitaron el disfraz y aparecieron ante la jaula con sus caballos y pertenencias. Liberaron a la princesa, le frotaron un ungüento en las cicatrices de la espalda y la sentaron a la grupa del caballo del príncipe. Se alejaron cabalgando rápidamente y por la mañana se detuvieron a descansar y hablar sobre sus planes. El hijo del visir enseñó a la princesa parte del arroz envenenado que le había enviado y le preguntó si se arrepentía de su ingratitud. La princesa lloró y reconoció que el hijo del visir había sido un gran apoyo y amigo.

    Enviaron una carta al visir contándole todo lo que había ocurrido desde que el príncipe y su hijo abandonaron su reino. Cuando el visir leyó la carta, informó al rey, que envió una respuesta a los dos exiliados en la que les ordenaba no que regresaran, si no que enviaran una carta al padre de Gulizar informándole de todo. El príncipe escribió la carta que le dictó el hijo del visir.

    Al leer la carta, el padre de Gulizar se enfadó mucho con sus visires y cortesanos por no descubrir la presencia de tan importantes visitantes, ya que tenía un interés especial por conseguir el favor de estos. Ordenó la ejecución de alguno de sus visires.

    «Venid —escribió al hijo del visir en respuesta—, y hospedaos en palacio. Si el príncipe lo desea, prepararé su matrimonio con Gulizar tan pronto como sea posible».

    El príncipe y el hijo del visir aceptaron la invitación de buena gana y fueron muy bien recibidos por el rey. El matrimonio se celebró pronto y, después de un par de semanas, el rey les regaló caballos, elefantes, joyas y elegantes ropas y les pidió que se marcharan a su reino, porque estaba seguro de que el rey los recibiría. La noche de antes de su partida, los visires, a los que el rey pretendía ejecutar tan pronto como sus visitantes se marcharan, suplicaron al hijo del visir que intercediera por ellos y le prometieron que cada uno de ellos le entregaría una hija en matrimonio. El hijo del visir aceptó y les consiguió el perdón del rey.

    Entonces, el príncipe, con su hermosa esposa Gulizar y el hijo del visir, además de un grupo de soldados y gran número de camellos y caballos cargados de tesoros, se marcharon camino de su país natal. A mitad de camino pasaron junto a la torre de los ladrones y con la ayuda de los soldados la destruyeron, mataron a todos sus moradores y se apropiaron del botín que habían reunido a lo largo de los años.

    Al final llegaron a su país y, cuando el rey vio a la hermosa esposa de su hijo y a su opulento séquito, se reconciliaron de inmediato y le ordenó que entrara en la ciudad y se quedara a vivir allí.

    A partir de entonces, en el futuro del príncipe solo hubo alegrías. Se convirtió en el favorito del rey y cuando llegó el momento lo sucedió en el trono y gobernó durante muchos, muchos años en paz y felicidad.

17 Guardia (N. de la T.

No hay comentarios:

Publicar un comentario