miércoles, 6 de marzo de 2019

El viaje de Nórax

Gerión, antes de morir a manos de Hércules, tuvo varios hijos, entre los que destacó la hermosa Eriteia, la preferida de su padre. Al nacer le pusieron el nombre de una de las ninfas Hespérides, como signo de distinción. A Eriteia le gustaba observar al atardecer cómo el sol se perdía en el horizonte y se desangraba en el crepúsculo. Sus mayores le contaban historias de feroces monstruos marinos, de mares sin límite que se precipitaban al abismo tras la línea del horizonte y de dioses locos y arbitrarios que gobernaban los reinos celestiales. En muchas ocasiones, mientras meditaba a la caída del sol, se preguntaba si sería posible hablar con esos dioses sobrenaturales y a los que a veces llamaba a voz en grito acompasada por el estruendo de las olas.

  Tanto insistió, que sus voces llegaron hasta el mismísimo Olimpo. El dios Hermes quiso conocer el origen de esa insistente llamada. Al ver a Eriteia bañada por la luz rojiza de la puesta del sol, quedó cautivado por su belleza y no dudó en bajar hasta Tartessos para tratar de seducirla. Eriteia, no tardó en caer rendida entre sus apuestos brazos, y en varias ocasiones gozaron en la playa en esa hora mágica del crepúsculo tartésico. Una tarde, Hermes ya no regresó a la playa, pero dejó un hijo formándose en el vientre de la hermosa princesa.

  Gerión, conocedor de la naturaleza divina del padre, ordenó cuidar primorosamente a Eriteia durante los largos meses de su gestación, en su esfuerzo por no ofender a los irascibles dioses del Olimpo. Transcurridos nueve meses, Eiteia dio a luz a un niño grande y hermoso al que pusieron por nombre Nórax. Incluso el mismísimo Gerión lo alzó entre sus fuertes brazos como un gesto de distinción entre sus otros nietos. Muchos cortesanos pensaron que, con ese gesto, el rey estaba señalando quién debía ser su heredero en el trono.

  Nórax creció sano y vigoroso, pero pronto comenzó a mostrar un carácter aventurero y rebelde. Incapaz de permanecer tranquilo como el resto de sus primos, Nórax siempre trataba de escaparse y fueron muchas las ocasiones en las que su angustiada madre tuvo que movilizar a los criados en su búsqueda, pues se extraviaba continuamente. Ese carácter independiente y osado se agudizó con el paso del tiempo y, cuando llegó a la adolescencia, su afán de rebeldía se volcó contra todo lo que le rodeaba. Su familia, preocupada, no sabía cómo calmar esa desbordante energía que le consumía, que le hacía disconforme con cualquier decisión que le afectara. La equitación, el ejercicio militar y la caza lograron serenar algo la ansiedad que le consumía. Sólo entonces parecía tranquilizarse y encontrar la paz. Pero en cuanto permanecía varios días ocioso retornaba su desasosiego, hasta el punto de volverlo irascible. En no pocas ocasiones tuvieron que separarlo de varios rivales, a los que se enfrentaba con violencia.

  Gerión, preocupado por el carácter de su nieto, comenzó a enviarlo a misiones militares al interior de Tartessos, a las zonas alta del gran río, con el doble fin de que aprendiera las artes de la guerra y las geografías de su tierra. También, pero esto no lo decía, para que lograra desfogar el fuego interno que lo consumía. Durante dos años, Nórax pasó casi todo el tiempo en las fronteras de Tartessos, en diversas misiones que desarrolló a la perfección. Era adorado por sus hombres por su valentía, generosidad y equidad. Además, no era violento, sólo daba orden de ataque si era estrictamente necesario, respetaba a los prisioneros y a los habitantes de las ciudades que combatía.

  Regresó a Tartessos con gran fama y reconocimiento. Gerión, orgulloso de su nieto, comenzó a pensar que podría ser el heredero para el reino. Pero antes, debía demostrar que tenía tanto talento para la política como para la guerra. Más sereno y maduro, Nórax se comportó mejor durante su estancia en palacio, aunque pasadas unas semanas, pidió una audiencia personal con su abuelo el rey.

  —Señor —le saludó cortésmente cuando estuvo ente él—. Mi sitio no está en la Corte, soy hombre de acción; prefiero dormir al raso, bajo las estrellas, en un lejano campamento, a las comodidades de palacio. Creo que soy más útil al reino en la acción que en el reposo.

  Gerión guardó un prolongado silencio antes de tomar la palabra. Conocía demasiado bien a su nieto como para saber cuál sería su planteamiento. Ya llevaba preparada una propuesta.

  —Nórax, el mar es el verdadero camino de intercambio, de comercio y… de conquista. Cada día es más frecuente encontrar navíos que vienen desde lugares muy remotos para conocer nuestras costas y desvelar nuestras riquezas. Por eso, debemos aprender a defendernos frente a ellos. He ordenado construir trirremes y otras naves militares para proteger nuestras costas. Me gustaría que te formases en el mar y que dirigieras nuestra flota.

  Noráx, amante de las largas cabalgadas y del resplandor de la hoguera en las frías noches de campaña, aceptó resignado el encargo de su abuelo Gerión. Comenzó a embarcarse en los navíos del reino y a navegar por sus costas en misiones de vigilancia, hasta que el veneno del mar se apoderó de su voluntad. Pronto capitaneó el navío más veloz, haciendo singladuras más y más arriesgadas, adentrándose a distancias nunca antes surcadas por marinero tartesio alguno.

  Muchas noches de luna, mirando al oeste, se preguntó qué es lo que se encontraría al otro lado del océano. ¿Caería al abismo de los infiernos, como decían los sacerdotes? ¿Sería infinito, como cantaban los poetas? ¿Habría unas tierras ricas y felices, como soñaban los comerciantes? Quizás, él, Norax, príncipe de Tartessos, fuera el llamado a la proeza de desvelar el mayor de los misterios…

  Un emisario real lo esperaba en el puerto cuando su nave arribó, después de varios días de navegación. Su abuelo quería verlo de inmediato.

  —Nórax —habló el rey cuando lo tuvo delante—, estoy muy satisfecho de tus avances. Todo el mundo habla de tu destreza marinera. Es bueno que tengamos el mejor almirante. Nuestro futuro se escribirá en el mar. Ya sabes de los avistamientos de embarcaciones desconocidas, ¿no?

  —Sí. Nosotros mismos hemos podido localizar algunas de esas naves que se acercan a nuestras costas. Las hemos perseguido pero no pudimos alcanzarlas, eran más rápidas que las nuestras. Estamos mejorando las embarcaciones, tenemos que conseguirlas aún más veloces y seguras.

  —Estoy muy preocupado. Nadie sabe todavía quiénes son. Parece que provienen del extremo este del mar, pero nunca, hasta ahora, vimos sus naves por aquí. No sabemos si vienen a comerciar o a conquistar, debemos estar prevenidos. Ordenaré destinar nuestro tesoro a reforzar la flota. Encárgate de todo, por favor, debemos protegernos del mal que acecha fuera. No sé, algo me dice que alguno de esos forasteros terminará tocando tierra y nos harán daño, mucho daño…

  —Yo protegeré el reino… Nadie logrará vencernos en el mar…

  Nórax dirigió personalmente la construcción de los nuevos navíos. Contrató carpinteros, herreros, tejedores. Ordenó traer la mejor madera de los montes tartésicos y el puerto pronto rebosó de actividad. Un sinfín de trabajadores y artesanos se aplicaban en sus respectivos oficios. Poco a poco, los esqueletos de las futuras embarcaciones se fueron levantando para curiosidad de los habitantes de la ciudad, que nunca habían visto tantos ni tan grandes navíos en su puerto.

  Alguna vez, el propio rey Gerión bajaba hasta las atarazanas para comprobar, satisfecho, cómo su gran flota tomaba cuerpo. Pero con tanto gasto, el tesoro real comenzó a resentirse…

  —No podremos gastar mucho más, señor —le insistía su tesorero—, pronto no nos quedará nada…

  —Lo más importante es la seguridad del reino. ¿De qué sirve custodiar un rico tesoro si llegan unos invasores y nos lo roban? Más vale prevenir…

  Algunos nobles cercanos al rey comenzaron a preocuparse por el asunto y no tardaron en manifestar su desacuerdo entre susurros.

  —Esta desmesura nos arruinará.

  —Sí, Gerión y Nórax parecen haber enloquecido.

  —Algo tenemos que hacer…

  —Sí, ¿pero qué?

  El rey, ajeno por completo a ese ambiente de conjura, se refugiaba de las intrigas palaciegas con su tesoro más querido: su gran manada de vacas, bueyes y toros que pastaban en las marismas cercanas a la ciudad y cuya fama había trascendido de las fronteras de Tartessos.

  Los meses pasaron serenos, sin gran novedad, y las embarcaciones fueron, por fin, ultimadas. Cuando estuvieron completamente equipadas con sus velámenes, remos, sogas y cuerdas, breas para calafatear, barriles para almacenar el agua, anclas y demás avíos de navegación, Nórax preparó un gran acto para que el rey botara oficialmente las orgullosas embarcaciones. Todas los principales de Tartessos —incluidos los que abierta o veladamente se habían opuesto a lo que consideraban un gran despilfarro— se aprestaron a situarse en algún lugar privilegiado del muelle para asistir de cerca al momento histórico en el que Tartessos se convertiría en una gran potencia marítima. Incluso los capitanes de las guarniciones de vigía de la costa no se quisieron perder la magna ocasión. Todos estuvieron allí aquel día, sin ser conscientes, cegados por el ambiente festivo y la algarabía, de que dejaban las costas desguarnecidas… Pero, al fin y al cabo, ¿qué enemigo podían temer? Se trataba tan solo de un día, no pasaría nada si el reino entero se concentraba junto a su monarca en el nacimiento del nuevo reino…

  Tras la botadura oficial, se sirvió una opípara comida tanto para los nobles como para el pueblo, que aclamaba sin cesar a su poderoso monarca. Justo cuando Gerión brindaba con su nieto, un sombrío emisario se acercó para susurrar algo al oído del monarca, que cambió bruscamente de gesto en cuanto escuchó las primeras palabras. Lo que antes era satisfacción y alegría se mutó como por arte de magia en angustia, zozobra y miedo.

  —Señor, ¿qué pasa? —le preguntó, inquieto, Nórax.

  —Aún no lo sé bien. Al parecer, alguien ha matado a mi pastor Euritión y a su terrible perro Ortro para robarme mis bueyes. Debo salir de inmediato para impedirlo y para castigar al cuatrero.

  —Voy contigo.

  —No, tú quédate aquí, en la celebración. No quiero preocupar al pueblo, sería signo de debilidad. Resolveré yo solo el asunto, con alguno de mis mejores hombres. Disfruta tú, que yo no tardaré mucho en castigar al osado.

  Norax, obediente, permaneció en aquella fiesta sin sentido. No dijo nada a nadie, pero se quedó profundamente preocupado. Algo le decía que el asunto era más grave de lo que parecía. Nadie del reino se hubiera atrevido a robar el ganado del rey. Debía tratarse de un invasor… pero ¿de quién? ¿Cómo podría alguien haber llegado hasta el mismo corazón del reino sin que nadie lo hubiera detectado?… Fue entonces cuando cayó en la cuenta de la grave irresponsabilidad en la que todos habían incurrido al desmantelar la vigilancia. Una negra nube de pesadumbre inquietó su ánimo. Intentó serenarse; con toda seguridad Gerión aplastaría al loco que había osado atacar a sus rebaños.

  La fiesta se prolongó, y muchos fueron los excesos tanto en el yantar como en el beber. Los marineros, borrachos, cantaban canciones absurdas mientras se tambaleaban con riesgo cierto de caer al mar. Pero, más tarde, una terrible noticia, comenzó a correr de boca en boca. La tragedia se había consumado y Gerión había resultado asesinado por el ladrón de sus rebaños. Tartessos estaba sin rey. La sombría noticia turbó los ánimos de la muchedumbre, que comenzó a clamar con gritos desgarrados, lamentándose por la muerte de su rey y pidiendo venganza y justicia divina contra los invasores y asesinos de su monarca. Ese malestar fue rápidamente canalizado por algunos de los nobles que se habían enfrentado al proyecto de la construcción de la flota.

  —¡La culpa de todo la tiene Nórax! —comenzaron a gritar—. ¡Convenció a su abuelo para construir una absurda flota para halago de su vanidad!

  —¡Sí —gritaban a coro otros cómplices—. Nórax arruinó nuestro Tesoro!

  —¡Y es el responsable de que las guarniciones de la costa abandonaran sus funciones de vigía!

  —¡Hay que apresar al responsable!

  Norax, advertido del rumbo que estaban tomando los acontecimientos, aceleró el paso hacia sus naves.

  —Reúne a nuestros hombres más fieles —ordenó a su lugarteniente— y que preparen las embarcaciones para zarpar. No me gusta lo que veo. ¡Nuestra cabeza corre peligro!

  Mientras los cortesanos juramentados jaleaban los bajos instintos de la plebe, los hombres más cercanos a Nórax se apresuraban a embarcar. Algunos, embriagados, tuvieron que ser llevados a rastras.

  —¡Ya tenemos cinco embarcaciones preparadas!

  —¡Tenemos que llenar alguna más! ¡Sólo así tendremos fuerza para regresar con suficiente poder!

  Pero mientras Norax apremiaba a sus marinos, una muchedumbre armada con palos y antorchas llegaba hasta los muelles.

  —¡Muerte a Nórax, responsable de nuestros males! —gritaban desaforados.

  —¡Destruyamos esa maldita flota que trajo la desgracia a nuestro reino!

  Nórax apenas si pudo dar crédito a la violencia de aquella masa que le había adorado hasta esa misma mañana. Pero no era momento de cavilaciones si quería mantener la cabeza sobre sus hombros.

  —¡Zarpamos con urgencia! ¡Remeros, a sus puestos! —ordenó con decisión—. ¡Levad anclas!

  Con exasperante lentitud, las naves comenzaron a moverse, muy despacio al principio, mientras que la muchedumbre ya había alcanzado el muelle. Las primeras embarcaciones no tardaron en comenzar a arder, con llamas de espanto que iluminaron aquella tarde maldita. La venganza de la plebe fue terrible. De las más de veinte embarcaciones que componían la flota real, sólo las cinco pilotadas por los hombres de Nórax lograron salvarse. El resto, pereció absurdamente bajo un estúpido fuego justiciero.

  Cuando sus naves lograron adentrarse lo suficiente en el mar como para sentirse a salvo, Norax observó con rabia e impotencia la enorme hoguera en la que se había convertido el principal puerto de Tartessos. Los dioses eran crueles y caprichosos. Lo que tenía que haber sido el festejo más feliz del reino se había transmutado en un trágico aquelarre. El rey, muerto, la flota incendiada y él, a punto de morir estúpidamente en manos de una multitud exasperada. Pensó con gran dolor en su abuelo. Pese a su carácter despótico, había sido un gran monarca para su pueblo. Y él lo quería.

  —¿Qué hacemos ahora, Nórax? —le preguntó el segundo de a bordo.

  —Navegaremos hacia el este. ¡Quizás logremos atrapar al bandido que robó los bueyes a mi abuelo!

  —Se los habrá llevado por tierra.

  —Es lo más seguro. Pero de todas formas lo intentaremos. Tampoco tenemos otra opción, no podremos regresar a Tartessos en mucho tiempo…

  —Nos acusarán de traidores, de desertores.

  —No preocuparos, ya demostraremos nuestra inocencia. Ahora, debemos salvar nuestras vidas y vengar, si es posible, la muerte de Gerión.

  Tras varios días de navegación, costeando la extensa península, decidieron recalar en tierra firme. Lograron encontrar un fondeadero, entre montañas áridas y descarnadas. Instalaron un somero campamento, donde encendieron hogueras mientras los hombres se dispersaban en busca de agua y comida. Tuvieron suerte. Un arroyo de aguas límpidas logró saciar su sed y frutas y varios conejos aplacar su hambre. Cansados de su periplo, se sintieron seguros, y decidieron permanecer allí unos días. Algunos de los hombres que se habían adentrado tierra adentro en busca de más comida, no tardaron en regresar con valiosa información.

  —Este territorio está despoblado, pero al norte habitan tribus de guerreros feroces que no dudarán en atacarnos. Tienen embarcaciones más modestas que las nuestras, pero son muy numerosas.

  —No debemos entonces tentar a la suerte —comentó Nórax—. Podremos quedarnos aquí unas cuantas semanas más hasta ver qué decisión tomamos.

  —Me temo que no podrá ser, Nórax —respondió el expedicionario—. Al parecer, ya se dirige hacia aquí un ejército del reino del norte, alertado de nuestra presencia.

  —Tendremos entonces que zarpar de nuevo de inmediato. Pero ¿adónde ir? Si al norte no podemos, y al sur tampoco… ¿hacia dónde dirigimos nuestras proas?

  Todos guardaron un apesadumbrado silencio. Se sabían apátridas, exiliados, sin hogar ni familia. Y todas sus miradas confluyeron en Nórax, su líder. A pesar de su juventud, había logrado ganarse el respeto y la admiración de todos. A él le tocaba decidir el rumbo que habrían de tomar sus vidas.

  —Nórax —terció de nuevo el expedicionario—, los pastores me hablaron de unas islas casi deshabitadas que se encuentran justo al frente de estas costas, a tan sólo un día de navegación.

  —¡Hacia allá iremos! ¡Embarcad el agua y la comida, que zarpamos de inmediato!

  —Pero… se nos hará de noche en alta mar…

  —Las estrellas y el designio de los dioses nos guiarán hasta las islas de nuestro destino.

  Zarparon de nuevo sin volver la vista atrás. El mar estaba calmo y con la fuerza de los remos y la ayuda de la ligera brisa sobre la vela avanzaron con rapidez hacia lo que en el futuro se conocerían como Islas Baleares. Navegaron toda la noche con rumbo este, turnándose en el esfuerzo. Cuando el sol estuvo alto descubrieron una línea de tierra en el horizonte. Felices, hacia ella se dirigieron. Declinaba la tarde cuando lograron alcanzar la isla, que mucho, mucho tiempo después, recibiría el nombre de Menorca. La costa era rocosa y de rala vegetación.

  —Fondearemos aquí, no es prudente que intentemos desembarcar ahora. Mañana, buscaremos un lugar protegido y seguro para tomar tierra.

  La tripulación estaba de buen humor. La travesía había sido cómoda y rápida y se sentían a salvo de las belicosas huestes levantinas. Al anochecer, cuando se disponían a cenar, vieron el resplandor de varias hogueras encendidas desde la isla.

  —Están habitadas. Mañana comprobaremos si de verdad sus habitantes son tan pacíficos como afirmó el pastor.

  Al amanecer, acercaron las naves hasta una cala adecuada para el desembarco y unos diez hombres, bien pertrechados y armados, llegaron hasta la orilla con intención de adentrarse en aquellos parajes desconocidos. Nórax permaneció en la costa, donde levantaron un efímero campamento, que podría desmantelarse a la menor señal de peligro. Se dispuso de un sistema de vigías permanentes para prevenir los posibles ataques desde tierra o —y esto sería aún más peligroso— desde el mar. El príncipe tartésico temía que los guerreros levantinos hubieran botado una flotilla para darles caza.

  A última hora de la tarde los expedicionarios regresaron exultantes. La isla, aunque árida, tenía suficiente agua y comida para abastecerlos. Y, lo que era mejor, sus habitantes eran pacíficos y hospitalarios. Una reducida delegación de nativos se acercó hasta Nórax para darle formalmente la bienvenida e invitarlos a un almuerzo ceremonial. Nórax, confiado en la bondad de sus intenciones, aceptó la invitación.

  A la mañana siguiente, acompañado por sus diez hombres de mayor rango y veinte soldados de escolta, Nórax se encaminó hacia el lugar en el que sería agasajado. Cuando el sol alcanzaba su cénit, la delegación llegó hasta unas asombrosas construcciones de piedra que los lugareños llamaban talayots y que tenían funciones ceremoniales. Allí los esperaba el príncipe de la isla, adornado con sus mejores ajuares. El recibimiento fue caluroso y sincero. Nórax contó su periplo y el príncipe del lugar le dijo que, hasta hacía unos años, habían tenido una existencia pacífica y feliz, pero que las cada vez más frecuentes incursiones de los belicosos levantinos habían empobrecido al reino.

  Comieron hasta saciarse, descansaron un buen rato y al atardecer un sacerdote los llevó hasta el interior de un extraño templo, en cuyo centro se levantaba una curiosa construcción megalítica que los nativos llamaban taula y que era una especie de menhir coronado por una gran piedra plana, como si de una gigantesca mesa de una sola pata se tratara. Asistieron a la celebración del rito del crepúsculo y cuando se disponían a regresar para la cena con los nobles del lugar, la alarma les llegó desde la costa. Los vigías habían avistado una multitud de pequeñas embarcaciones que se acercaban a la isla, con ánimos evidentes de invadirla. La flotilla de los levantinos había logrado darles alcance.

  Cancelada la cena, los máximos responsables de los nativos y de los visitantes se reunieron con la urgencia del peligro que se cernía sobre ellos.

  —¿Podréis destruirlos con vuestros barcos? —preguntó el principal de los indígenas a Nórax.

  —Nuestras embarcaciones son mayores y más potentes que sus humildes barcas, pero son tantas las suyas que me temo que terminarían hundiéndonos.

  Tras una larga deliberación, Nórax les propuso un plan:

  —Dejaré a cincuenta de mis mejores hombres en tierra firme y yo partiré con mis naves antes del amanecer. Los levantinos pensarán que huimos de nuevo y sabedores de nuestra velocidad, no intentarán perseguirnos. Se dispondrán entonces a invadir la isla. Debéis dejar que se internen tierra adentro, donde les tenderéis una emboscada. No esperan a mis hombres, con más experiencia en combate y mejor armados. Mientras vosotros lucháis, yo regresaré con mis naves y atacaré desde la retaguardia a sus naves. No me será difícil destruirlas, estando desguarnecidas.

  Así lo decidieron y se dispusieron de inmediato a ejecutar el plan de Nórax. Los levantinos, con las primeras luces del día, vieron cómo aquellas grandes embarcaciones tartésicas zarpaban para adentrarse en el mar. Los guerreros decidieron entonces invadir la isla, para obtener esclavos y un buen botín, tal y como ya habían hecho en ocasiones anteriores. Dejaron sus embarcaciones fondeadas cerca de la costa, escasamente vigiladas, y se dispusieron a adentrarse en aquella isla de débiles lugareños.

  El éxito de la estrategia de Nórax fue total. Los invasores sufrieron muchas bajas en la emboscada que no esperaban y los pocos supervivientes, se encontraron con sus naves destruidas e incendiadas al tratar de huir. Prácticamente todos los invasores levantinos fueron masacrados tras la batalla. El júbilo se apoderó de las pacíficas gentes de la isla, que agasajaron sin límite a aquellos valientes tartésicos que habían destruido a sus seculares enemigos.

  Tras varios días de festejos y descanso, Nórax se despidió del príncipe anfitrión. Habían decidido embarcarse de nuevo para buscar una isla mayor, que les permitiera asentarse con mayor holgura, ya que, en la que se encontraban, aunque hermosa, no era rica en riquezas naturales y los ralos pastos apenas si proporcionaban alimentos suficientes para los pequeños rebaños de cabras y ovejas. La despedida fue solemne y sentida. Al final de la cena, el príncipe local tomó la palabra y, para sorpresa de todos, trasladó su sorpresiva decisión.

  —Gracias a ti, Nórax, nuestro pueblo podrá disfrutar de años de paz. Nunca olvidaremos tu proeza, y como muestra de agradecimiento, a partir de hoy esta isla se llamará Nura, en honor del héroe que la salvó.

  Dos días después, cuando ya tenían sus naves preparadas para embarcar, una pequeña embarcación ligera llegó hasta el puerto. Al parecer provenía de Tartessos y traía un mensaje urgente para Norax.

  —Señor, la Junta de nobles de Tartessos os requiere para coronaros como nuevo rey.

  —¿A mí —respondió con sorna— que tuve que huir con algunos fieles para salvar mi cabeza? ¿Cómo ahora me aman los que juraron odiarme de por vida?

  —Tenéis grandes defensores y sois el único príncipe que conseguís aunar a su alrededor a una mayoría de nobles.

  Nórax se retiró a pensar por un buen rato. Sentado sobre una roca, miraba al mar azul mientras jugueteaba con unos guijarros. Cuando, por fin, salió de su ensimismamiento, convocó a su alrededor a todos sus hombres.

  —Ya sabéis las nuevas. Me quieren coronar como rey de Tartessos. Y no parece que se trate de una trampa, aunque nunca se sabe, claro está.

  Un murmuro de afirmación y orgullo confirmó que la noticia ya se había extendido entre todos ellos.

  —¿Qué vas a hacer, señor?

  —No regresaré. Lo he pensado con detalle, y creo que mi sitio está aquí, en la mar, descubriendo nuevas islas. Volver a nuestra patria sería un error, viviríamos de por vida envueltos en luchas civiles, teniendo que matar a los enemigos y temiendo ser asesinados por estos. Yo no sirvo para intrigas cortesanas. Nací para guerrear y navegar, y en alta mar está el palacio de mis deseos.

  Los marinos no se inmutaron con las palabras de Nórax, ni sus rostros reflejaron emoción alguna. Simplemente querían saber lo que les propondría, finamente, su príncipe.

  —Así que ya sabéis. Yo seguiré en el mar. Si alguno de vosotros desea regresar a casa, no tiene nada más que decirlo, y así lo dispondremos. Pensadlo antes de responder.

  —Yo no tengo nada que pensar —respondió uno de los más aguerridos—. ¡Yo sigo con Nórax!

  —¡Y yo!

  —¡Y yo!

  Aquellos hombres, endurecidos por la batalla y el destierro, no pudieron contener la emoción cuando comprobaron que todos preferían seguir su periplo marino, renunciando a un regreso dulce a la tierra patria. El riesgo, la aventura, la fidelidad a su jefe fueron reclamos más poderosos que el asentarse de nuevo en su propia tierra.

  —¡Muchas gracias! —continuó Nórax—. ¡Mañana zarparemos hacia las grandes islas, al nordeste! ¡Allí correremos menos peligros que en nuestra tierra, donde algunos nos quieren mal!

  Y así fue como Nórax, renunciando a la corona de Tartessos, zarpó de aquella isla nombrada en su honor Nura, y que con los años llegaría a conocerse como Menorca. Tras algunas aventuras, Nórax y sus hombres se asentaron finalmente en el sur de la isla de Cerdeña, que por aquel entonces se encontraba casi despoblada. Fundaron una ciudad, que llamaron Nora, y desde donde propagaron muchos usos y costumbres tartésicos. Una antiquísima inscripción, la llamada Piedra de Nora, da fe de esta presencia del príncipe de Tartessos en aquella lejana isla del Mediterráneo, así como algunas espadas tartésicas localizadas en santuarios cercanos a la ciudad de Nora.

  Y en Nora, nuestro príncipe tartésico se convirtió en un rey justo y feliz. Nunca regresó a Tartessos, aunque lo siguió amando en su corazón.

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