miércoles, 6 de marzo de 2019

Argantonio, la difícil decisión de un rey sabio

Me dicen Argantonio y soy el rey más conocido de la historia de Tartessos, no en vano hablaron de mí los sabios griegos Heródoto y Anacreonte. Mi muerte aconteció hace ya muchos siglos, en el año 550 antes de Cristo —te hablo en tu cronología, para que me entiendas mejor—, pero mi recuerdo sigue vivo en esta esquina occidental del mundo, donde la luz, el océano y las tierras confluyen. Para unos, el territorio tartésico es el extremo de la tierra, para mí, su centro. Los sabios dicen que uno nunca muere del todo mientras alguien te recuerda. Por eso, hoy, aún puedo hablarte, aunque sea con la voz débil del recuerdo y la melancolía. Ojalá tuviera todavía la energía y la astucia que me permitió contener al empuje cartaginés que amenazaba con borrarnos del mapa. Pero no quiero adelantar acontecimientos. Ya que has convocado a mi recuerdo, me permitiré contarte algunos de los episodios de mi larga vida.

  Viví ciento veinte años, a lo largo de los cuales pude ver cómo cambiaba el mundo que conocimos. Mi infancia transcurrió feliz, entre juegos, mientras Tartessos vivía su época más dorada. La riqueza de nuestro reino se basaba en nuestras minas de plata, cobre y en el bronce que aleábamos con el estaño procedente de las Casitérides. Los fenicios instalados en la ciudad de Cádiz compraban nuestras riquezas a un precio razonable, por lo que la prosperidad en nuestro reino no hacía sino crecer y crecer, en feliz comercio con los mercaderes fenicios de Tiro.

  En el año 630 antes de Cristo, tras la muerte de mi padre, ascendí al trono de Tartessos. Mi padre murió, dulcemente, de viejo, en su cama, rodeado de sus principales y de su familia. De manera natural, se me impuso la corona que me correspondía en mi calidad de primogénito heredero, sin ningún tipo de sobresalto ni incidente. Lloramos la muerte del rey que se iba y, tras el luto, celebramos la nueva coronación. Todo parecía apuntar a que mi reinado sería próspero y tranquilo: el pueblo estaba feliz y ningún conflicto grave parecía amenazarnos. La tradición tartésica de los últimos tiempos era muy pacífica, más centrada en comerciar que en guerrear. Nuestra relación con los pueblos vecinos era cordial y enriquecedora y no albergábamos ningún ansia expansionista.

  Los primeros años de reinado fueron muy sosegados. Nuestra excesiva dependencia del comercio con los fenicios era la única sombra que se cernía sobre nosotros. ¿Qué pasaría si algún día decidieran marcharse o, por el contrario, imponer unas condiciones duras de monopolio? Algunos de mis consejeros más astutos y precavidos también me trasladaban su preocupación:

  —Señor, cada día nos llegan noticias más alarmantes de la situación política de Tiro. Los asirios ya pusieron impuestos altos a la ciudad, pero la dejaron vivir. Una nueva potencia, Babilonia, amenaza ahora con destruirla. Si cayera, nuestro comercio se interrumpiría, lo que significaría nuestra ruina.

  En efecto, había podido intuir esa inquietud en los gestos y comentarios de algunos de los embajadores y dignatarios fenicios que recibía en mi corte. La prudencia aconsejaba no depender en exclusiva de nuestros socios de Tiro… pero ¿cuál era la alternativa? ¿Cómo buscar unos nuevos socios sin ofender a nuestros tradicionales amigos fenicios?

  Creo recordar que fue por aquel entonces, a los pocos años del inicio de mi reinado, cuando un barco, después de un extraño periplo, alcanzó nuestras costas. Lo capitaneaba un tal Coleo de Samos. Era una embarcación que procedía de Focea, una ciudad griega situada en la costa del Asia Menor, al norte de la Fenicia, en lo que hoy conocéis como Turquía. Al trasladarme la noticia, ordené de inmediato:

  —Quiero que se les trate con el mayor aprecio y atención. Deseo que conozcan nuestro país y nuestras riquezas y que se lleven de regreso a su ciudad un mensaje de concordia y paz.

  —¿Desea, señor, conocerlo? ¿Lo traemos a palacio?

  Recuerdo que dudé por un instante, ya que ardía en curiosidad por conocer a aquel forastero. Pero, por otra parte, comprendí que si le otorgaba demasiada preeminencia, podría poner celosos a los fenicios, que siempre eran informados, de inmediato, de todo cuanto acontecía en mi corte.

  —No, prefiero no recibirlos. Atenderlos bien, eso sí, y que sepan que dejan aquí un pueblo amigo.

  Mi estratagema salió bien. Coleo de Samos regresó a Focea contando las maravillas de nuestra tierra y las grandes oportunidades de comercio que atesoraba. Así, cuando apenas había pasado un año, dos embarcaciones foceas llegaron hasta nuestras costas, solicitando audiencia con el rey. En esta ocasión, se la concedí.

  —Señor —fueron sus primeras palabras—, quisiéramos agradecer las atenciones con las que colmó a nuestro compatriota Coleo de Samos, cuando llegó accidentalmente a estas costas. Traemos, también, los saludos y mejores deseos de las máximas autoridades de nuestra ciudad, Focea, y le queremos entregar estos obsequios como muestra de nuestra mejor voluntad.

  En ese momento, unos sirvientes depositaron a mis pies objetos de marfil, oro y de ricas telas. Agradecí aquel gesto, sabedor de que se trataba de un espléndido inicio de la relación que deseaba mantener con los habitantes de aquella remota ciudad. Yo también les obsequié con algunos presentes de plata y oro y tras mucha ceremonia y agasajo, los dejé descansar. Bien sabía por experiencia que para este tipo de negocios no son buenas las prisas. Durante una semana, los griegos foceos pudieron recorrer con total libertad nuestro país, hablar con sus gentes y conocer nuestros mercados, cultivos y costumbres. También, y como era mi intención, pudieron advertir de primera mano la fuerte relación que manteníamos con los fenicios de Cádiz y la honda huella cultural, económica, religiosa y familiar que habían dejado entre nosotros. Antes de que pudiésemos analizar cualquier tipo de relación, resultaba del todo imprescindible que conocieran el estrecho vínculo entre fenicios y tartesios que, en ningún caso, queríamos romper.

  —Señor —me advirtió uno de mis consejeros más leales—. Supongo que con este acercamiento a Focea, lo que queremos obtener es una vía paralela y complementaria de comercio, para no depender en exclusiva de los fenicios. Me parece sumamente inteligente. Ahora, bien… ¿cómo reaccionarán los de Cádiz? ¿Se lo tomarán a mal? ¿Tomarán represalias de algún tipo?

  —He pensado mucho sobre eso —le respondí con serenidad— y creo que podremos arreglarlo. Firmaremos un primer acuerdo comercial muy reducido, para que no genere celos y sólo lo iremos incrementando paulatinamente siempre que lo consideremos rentable y prudente, procurando no dañar nuestro comercio con los de Cádiz.

  Así lo hicimos. Los foceos regresaron felices a su país con una nueva vía comercial abierta, reducida en un principio, pero que albergaba un gran potencial. Por mi parte, tuve que tranquilizar a algunos dignatarios gaditanos, inquietos ante lo que consideraron un agravio histórico, ya que, por vez primera en muchos siglos, se rompía el monopolio fenicio en el comercio con Tartessos. Tampoco elevaron en demasía el tono de sus quejas, ya que eran conscientes de lo reducido del tráfico, por una parte, y de su propia debilidad por otra. Y, para evitar roces y conflictos, les pedí a los griegos que desembarcaran y fundaran su factoría en la costa del mar interior que hoy llamáis Mediterráneo, sin que llegaran a cruzar las Columnas de Hércules.

  La relación funcionó bien y durante muchos años no tuvimos problemas, salvo algunos pequeños roces y celos. A pesar de que el comercio con los griegos se incrementó de manera notable, nunca se hizo en menoscabo del intercambio con los fenicios. Además, con el paso del tiempo, los problemas se acumularon para los fenicios, siendo nuestra relación con los griegos una cuestión pequeña en comparación con los otros males que le afligían. En efecto, hace ya un tiempo, cuando los asirios afligían a Tiro, muchos fenicios emigraron a Cartago, una de sus principales colonias. Esta ciudad, situada en el norte de África, prosperó con rapidez, convirtiéndose un poderoso emporio. Nunca me gustaron los habitantes de Cartago. Pese a su procedencia fenicia, su carácter y costumbres se habían apartado de la tradición de Tiro. Del ancestral gusto por el comercio y el intercambio pacífico, los cartagineses habían evolucionado hacia el militarismo. Ya no ambicionaban comerciar, ansiaban luchar. Y en sus astilleros no se construían buques mercantes, sino modernas embarcaciones de guerra.

  —Algún día tendremos problemas con los cartagineses —me advertían mis consejeros—. Los de Cartago ya no quieren comerciar con nosotros, simplemente quieren conquistarnos.

  —Mientras los fenicios estén de nuestra parte, no tenemos nada que temer —les respondía sin demasiada convicción—. Los cartagineses aún respetan a los de su raza.

  —Sí, pero eso no durará para siempre…

  Fue entonces cuando tomé una arriesgada decisión. Conocedor de los problemas de los fenicios y del inquietante crecimiento de los cartagineses decidí apostar con mayor fuerza por la opción griega. Aún a sabiendas del enfado que mi nueva política causaría en fenicios y, por tanto, en los cartagineses, decidí ampliar con fuerza los cupos comerciales concedidos a los griegos, teniendo buen cuidado, eso sí, de no perjudicar directamente a los de Cádiz.

  —Os otorgo licencia —proclamé ante los dignatarios foceos— para fundar una auténtica colonia griega en Mainake. Que la paz y la prosperidad sea con nuestros pueblos.

  Mainake —la actual Málaga— fue la capital griega del sur de la Península, en directa dependencia con Focea, de donde procedían sus habitantes. En el norte, los griegos habían fundado la ciudad de Ampurias, dependiente de Marsella, con la que mantenían una relación de afinidad cultural y política, pero cierta rivalidad comercial. No en vano, Mainake fue la colonia griega más lejana en el Mediterráneo occidental. Gracias a la licencia de fundación que les concedí, pudieron prosperar y crecer, al tiempo que nosotros nos beneficiábamos de la competencia que mantenían con los fenicios. Así, teníamos garantizada la salida de nuestros productos a buen precio al tiempo que se enriquecía la variedad de las mercancías que intercambiábamos. Debo reconocer que pronto me aficioné a las cerámicas y cráteras griegas, de una riqueza, belleza y perfección técnica muy superior a las que nos traían los fenicios. Entendí que lo griego era lo nuevo que nacía y que lo fenicio envejecía sin remedio. Acerté en parte y me equivoqué en otra, al minusvalorar la potencia militar que emergía con una fuerza arrolladora desde Cartago.

  Los griegos prosperaron y su bonanza palió las consecuencias que los crecientes problemas de los fenicios ocasionaban sobre nuestro comercio. Cada año, los de Cádiz adquirían menos metal y, encima, hacían todo lo posible por bajar su precio. Así que, aunque todavía cordiales, nuestras relaciones se fueron tensando progresivamente.

  Por otra parte, los cartagineses, azuzados en secreto por los fenicios gaditanos, cada día se mostraban más agresivos ante el empuje griego. De alguna manera consideraban que nuestro reino era un terreno natural suyo. En alguna ocasión llegaron, incluso a hundir algunas de las embarcaciones foceas, lo que originó una firme protesta por nuestra parte. Las hostilidades cesaron durante un tiempo, en el que la economía del reino dependió del comercio menguante fenicio y del creciente griego.

  No obstante, los griegos estaban muy inquietos. Se sabían demasiado avanzados en el occidente y temían que Cartago pudiera cortarles su tráfico con relativa facilidad. Cuando me exponían sus temores, yo trataba, en medida de lo posible, tranquilizarlos.

  —Yo os protejo —les decía con voz segura— y os protegeré. No temáis nada. Ya habéis podido comprobar cómo he logrado mantener el equilibrio comercial entre vosotros, los nuevos, y los tradicionales fenicios, que durante muchos siglos ostentaron el monopolio.

  —Señor —me respondían prudentes—. No tememos a los fenicios, son los cartagineses los que nos aterrorizan.

  —Tranquilos —les insistía sin demasiada convicción—, nada os ocurrirá.

  Los problemas parecían amontonarse sobre las cabezas de nuestros socios comerciales. Poco tiempo después, una pésima noticia puso en riesgo el comercio griego que con tanto esfuerzo habíamos logrado consolidar. Y, en esta ocasión, los agresores no eran los cartagineses.

  —Señor —me sobresaltó mi capitán de guardia— el gobernador de Mainake, acompañado de embajadores foceos, solicitan una entrevista urgente. Están en palacio, algo grave les ocurre.

  —Hazlos entrar en seguida, los recibiré de inmediato.

  Urgencia significaba problemas. Hice venir a dos de mis más sabios consejeros para que me acompañaran durante aquella visita, que adiviné trascendente.

  —Señor —me dijeron los griegos en cuanto los tuve presentes—. Estamos muy preocupados. Los persas nos amenazan y sus ejércitos ya campean cerca de Focea. Nuestra ciudad puede ser destruida. Estamos pidiendo ayuda a todos nuestros amigos y aliados porque estamos en riesgo.

  Con voz grave y semblante preocupado, me contaron pormenores del avance persa y de sus aviesas ambiciones. Aunque ya me habían advertido de la ferocidad y del poderío militar persa, nunca pensé que se atreverían a llegar tan al norte. Tras escucharlos con atención, pedí un rato de receso, pues quería consultar con mis consejos la situación.

  —Para nosotros —les dije una vez que nos quedamos solos— la situación es igual de grave. Si los griegos caen, quedaremos en manos de los fenicios, cada día más debilitados ante sus nietos cartagineses. Algo tenemos que hacer.

  —Señor —intervino el más anciano de mis consejeros—, creo que debemos involucrarnos en su ayuda. Podemos darles dinero, hombres, embarcaciones, ayuda militar.

  —Para nosotros —les respondí tras dudarlo un instante— se trata de una guerra demasiado lejana. No tenemos capacidad militar para acompañarlos. Sólo podríamos ayudarles con dinero.

  —¿Y si autorizamos que amplíen aún más su colonia, o que, incluso, creen otras nuevas? El poder griego se incrementaría en nuestras costas, y podrían compensar el empuje cartaginés. Además, si los habitantes de Focea sienten miedo ante el avance persa, quizás sean muchos los que deseen emigrar. Podríamos acogerles en nuestra tierra.

  Me pareció una buena idea. Pero nuestro consejo aún no había finalizado.

  —Señor —volvió a tomar la palabra el sabio anciano—, está bien que ayudemos a nuestros socios griegos. Pero nosotros no podemos confiar nuestro futuro ni a griegos ni a fenicios, deberíamos aprender a depender solo de nosotros.

  —¿Qué quieres decir? —me interesé de inmediato.

  —Señor, con el debido respeto, creo que los tartésicos llevamos siglos equivocándonos. Acunados por nuestro dulce clima, embebidos por las comodidades y placeres que nuestras riquezas nos conceden, nos hemos limitado a negociar con fenicios, desde siempre y con los griegos ahora, sin preocuparnos de establecer redes comerciales propias, crear colonias alejadas, dotarnos de un ejército poderoso. Nos hemos dejado llevar por la comodidad y el gusto por la vida muelle y descansada que nuestras riquezas nos aseguraban…

  —¿Qué quieres decir? —le interrumpí irritado—, ¿que he reinado mal, que no he sabido gobernar a mi pueblo…?

  —No, señor. Al contrario, creo que habéis sido el mejor, más sabio y prudente de todos sus monarcas. De hecho, vuestra ha sido la sabia decisión de mantener el equilibrio entre griegos y fenicios, un juego complejo y peligroso que ninguno de sus predecesores se atrevió a tomar…

  —Eso es así —volví a interrumpirle, deseoso de valorar mi propia obra—. Además, bajo mi reinado hemos vivido nuestra época de esplendor. Nunca gozamos de una paz y prosperidad como la de ahora…

  Callé entonces. Y en ese instante fui consciente de que, aunque era cierto lo que yo afirmaba, no existía ninguna garantía de que esa bonanza se prolongase en el tiempo…

  —Tenéis razón, señor. Pero los tiempos han cambiado y para sobrevivir tendremos nosotros también que mudar con los acontecimientos. No podemos limitarnos a esperar que alguien venga a comprar nuestras riquezas. Nuevas potencias militares, como los cartagineses o los persas, no quieren ya comerciar, sino conquistar. ¿Qué podremos hacer nosotros frente a sus ejércitos? La historia no tiene piedad con los débiles, señor, simplemente los borran para siempre del recuerdo de los hombres. Por eso, ahora que Tartessos goza de un buen rey, con autoridad y prestigio fuera y dentro de nuestras fronteras y con nuestras arcas llenas, es el momento de iniciar nuestra expansión comercial y militar. No podemos depender de los demás, tenemos que aprender a valernos por nuestras propias fuerzas.

  Debo reconocer que sus palabras me impresionaron vivamente. En el fondo, sabía que tenía razón, aunque mi soberbia me impidió reconocérsela en aquel momento. Quizás fuera el principal error de mi largo reinado, el creer que las cosas que fueron bien en el pasado tendrían que seguir por siempre igual en el futuro. Un error tan frecuente como grave, sin duda. Tuve que haberle hecho caso, y no lo hice. ¿Miedo? ¿Pereza? ¿Soberbia? No lo sé. El caso, es que me dejé llevar por nuestra inercia histórica y no quise convertirme en protagonista de la historia, luchando por cambiarla, sino que me limité al cómodo papel de espectador del juego estratégico que otras potencias desarrollaban en el Mediterráneo. Aquella pasividad significaría no muchas décadas después nuestro triste final. Pero, claro, yo eso no podía saberlo en aquel momento. Di por terminado nuestro consejo, y ordené que regresaran los griegos a la sala del trono donde nos encontrábamos.

  Cuando estuvieron frente a mí, les comenté nuestras decisiones:

  —Somos aliados en el comercio, y ahora os queremos ayudar. Por una parte, os daremos 1.500 lingotes de plata, que os servirán para reforzar vuestras murallas y armamentos. Por otra parte, os autorizamos a fundar otra colonia y a permitir que cuantos foceos deseen, puedan venir a vivir a nuestras tierras.

  Sin duda alguna, nuestro ofrecimiento superó sus propias expectativas. Con grandes agasajos agradecieron nuestra ayuda. Pocos días después zarpaban hacia Focea con sus barcos repletos de plata. Nosotros quedamos a la espera de su regreso, que suponíamos sería en compañía de cientos de colonos con los que fundar un nuevo establecimiento, aún más al oeste. Sin embargo, estos colonos nunca llegaron. Las autoridades foceas, ante el implacable avance persa, decidieron reforzar otras colonias en el mediterráneo, así como apostar decididamente por su enclave de Alalía, situado al norte de la isla de Córcega. Cuando me enteré del rechazo a nuestra hospitalidad y la elección de otra ubicación, me irrité profundamente. Al serenarme, quise averiguar la razón de aquella decisión que nos marginaba. Mi consejero anciano volvió a proporcionarme una explicación que, aunque dolorosa para mí, debía ser cercana a la realidad.

  —Señor, ya hablamos de ello. Los griegos creen que Tartessos está demasiado al occidente, y que sus rutas pueden ser cortadas con facilidad por los cartagineses. Pero, por otra parte, creo que nos ven débiles y piensan que nosotros mismos estamos inermes ante el poderío de los de Cartago. Si no nos podemos defender nosotros… ¿cómo podríamos defenderles a ellos?

  Fue mi última oportunidad para cambiar de política, abandonar nuestro tradicional pacifismo y adoptar una actitud más belicosa y expansionista. Quizás así hubiéramos conseguido cambiar el rumbo de la historia, quién sabe. El caso, es que opté por seguir como siempre, comerciando cómodamente sin alterar nuestra placentera existencia.

  Mientras todo esto ocurría, los fenicios de Cádiz también mostraban signos preocupantes de decadencia. Sus compras disminuían año a año. Sus dignatarios, que habían menguado su nivel de confianza en mi corona tras el pacto con los griegos, me trasladaron su grave preocupación por el asedio que las tropas babilónicas de Nabucodonosor II estaban sometiendo sobre Tiro, su ciudad madre.

  —¿Por qué no os ayudan los cartagineses? —les pregunté.

  —¿Los cartagineses…? Son nuestros hijos, pero desagradecidos e iracundos. No les interesa nuestro futuro, sólo piensan en su presente.

  —Estamos muy preocupados por su militarismo —les planteé—. Algunos de mis consejeros temen que algún día nos invadan a nosotros.

  —No lo harán mientras nosotros estemos aquí. De alguna manera, aún nos respetan.

  No sería por demasiado tiempo, desde luego. Con ese delicado escenario geopolítico, transcurrieron los últimos años de mi reinado en los que, pese a todo, logré mantener la paz y la prosperidad de Tartessos, que pasó a las crónicas y leyendas griegas como sinónimo de riqueza, abundancia y felicidad. Las cosas aún se complicaron cuando Tiro cayó en manos de Babilonia y el comercio fenicio sufrió un duro golpe del que los de Cádiz no lograron nunca recuperarse. La bella ciudad gaditana comenzó a languidecer, melancólica de lo que fue y ya nunca volvería a ser. Por nuestra parte, intentamos ayudarles en lo que pudimos. A pesar de mi preferencia por los griegos, quería corresponder a esos fenicios que desde la bahía de Cádiz llevaban quinientos años comerciando y relacionándose con nosotros, hasta el punto de que un significativo porcentaje de nuestro pueblo llevaba su sangre mestizada. Facilitamos aún más las transacciones, mientras encontraban destinos alternativos al de Tiro. Pero ya nunca volvieron a ser lo que fueron y el crecimiento griego no compensó lo que los fenicios dejaron de mercadear. Por otra parte, la decisión griega de apostar por Marsella y Alalía frente a Mainake me produjo un profundo desencanto. Hubiera podido ser una solución de futuro, pero los griegos la desecharon de raíz.

  Al final, tampoco hice caso a mi consejero y no adopté una política expansionista. Éramos pacíficos y nos había ido bien así. Mi error fue pensar que las cosas no cambian cuando, por simple experiencia, ya debía saber que lo único cierto es que nada permanece y que todo muda.

  Sea como fuere, mi pueblo me idolatraba y mi recuerdo pasó a la historia como el de un rey longevo, prudente, justo y sabio. Sólo hoy he reconocido mi pecado de omisión. Fui prudente, sí, pero quizás también acomodaticio. Tenía que haber puesto en valor nuestra riqueza. En el nuevo mundo que se acercaba o eras conquistador o terminabas siendo conquistado. Yo siempre rehuí de ese juego belicoso, pero el viento de la historia finalizaría barriendo Tartessos.

  Mi muerte, en el 550 antes de Cristo, fue largamente llorada por mi pueblo. Durante semanas se sucedieron los funerales y las exequias, como nunca antes se habían conocido. Mis sucesores no tuvieron tanta suerte como yo. Fueron reyes débiles, de cortos reinados turbulentos durante los cuales los cartagineses se hicieron más y más fuertes. Los griegos, tras la caída de Focea, reforzaron sus colonias de Marsella y Alalía. La terrible confrontación entre griegos y cartagineses no tardaría en producirse. Así, en el 535 antes de Cristo, una flota de 120 barcos de una coalición etrusco-cartaginesa atacó sin previo aviso a la flota griega de Alalía. Los griegos, a pesar de sus medios reducidos —tan solo disponían de sesenta embarcaciones— lograron enfrentarse con los atacantes y repelerlos, aun a costa de la pérdida de casi la totalidad de sus embarcaciones. Esta victoria pírrica significó el final de las colonias griegas, que tuvieron que ser abandonadas a partir de ese momento. Cartago consolidaba su poder en el Mediterráneo occidental y Tartessos desaparecía de la historia.

  ¿Fui, en verdad, un buen rey? ¿Pude evitar el triste final de nuestro reino o nada pude hacer frente al nacimiento del coloso cartaginés? La verdad es que no lo sé; las brumas de la tristeza y del tiempo transcurrido impiden mi habitual clarividencia. En todo caso, has conocido mi vida y obra, la del rey Argantonio, el monarca más famoso —y dicen que sabio— que jamás reinara en Tartessos.

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