viernes, 1 de marzo de 2019

El pez parlante

Hace mucho, mucho tiempo, antes de que vuestro tatarabuelo naciera, vivían en la aldea de la Felicidad Eterna dos hombres llamados Li y Sing. Resulta que estos dos hombres eran muy amigos y vivían juntos en la misma casa. Antes de asentarse en la aldea de la Felicidad Eterna habían sido altos oficiales durante más de veinte años. A menudo habían tratado a la gente con rudeza, de modo que todo el mundo, viejos y jóvenes, los odiaban. Y aun así, robando a los ricos mercaderes y engañando a los pobres, estos dos malvados compañeros se habían hecho ricos y se mudaron a Felicidad Eterna para gastar sus mal obtenidas riquezas en ociosos entretenimientos.

    —Seguramente encontraremos aquí la alegría que se nos ha negado en el resto de sitios —dijeron—. Dejaremos de ser despreciados por los hombres e injuriados por las mujeres.

    Por tanto, estos dos hombres se compraron la mejor casa de la aldea, la amueblaron elegantemente y decoraron sus paredes con sabios proverbios en pergaminos y con pinturas de artistas famosos. Tenían un hermoso jardín lleno de flores y pájaros y también muchos árboles de retorcidas ramas que crecían con forma de tigres y otros animales salvajes.

    Siempre que se sentían solos, Li y Sing invitaban a la gente rica del vecindario a comer con ellos, y después del almuerzo paseaban hasta el pequeño lago que había en la propiedad para remar en una peculiar barca de fondo plano que el carpintero de la aldea les había construido.

    Un día, en una ocasión así, mientras el sol golpeaba con fuerza las afeitadas cabezas de los ocupantes de la pequeña barca (porque debéis saber que esto ocurrió mucho antes de que la gente llevara sombreros, al menos en la aldea de la Felicidad Eterna), el señor Li se sintió embargado de repente por una sensación de mareo que rápidamente derivó en unas altas fiebres.

    —Debe tomar sangre de serpiente mezclada con cuerno de ciervo en polvo —dijo el erudito doctor al que llamaron, mirando a Li atentamente a través de sus enormes gafas—. Pero sobre, todo, aseguraos de que no se queda solo —continuó, dirigiéndose al asistente personal de Li mientras chasqueaba las largas uñas de sus dedos nerviosamente—, porque existe el riesgo de que pierda la razón en cualquier momento y no sé qué podría hacer. Un hombre en su estado no tiene más sentido común que un bebé.

    Aunque las palabras del médico enfadaron mucho al señor Li, estaba demasiado enfermo para contestar y se sumió en un sueño febril. Tan pronto como cerró los ojos, su leal criado, medio muerto de hambre, salió corriendo de la habitación para unirse a sus compañeros en el almuerzo.

    Li se despertó sobresaltado. Apenas había dormido diez minutos.

    —¡Agua, agua! —gimió—. Mojadme la cabeza con agua fría. ¡Este calor me está matando!

    Pero no recibió respuesta, porque el criado estaba comiendo con sus compañeros.

    —Aire, necesito aire fresco —gruñó el señor Li, tirándose del cuello de la camisa de seda—. Me muero de sed. No puedo respirar. Este calor abrasador va a matarme. Ni el mismo Dios del Fuego podría haberlo hecho más caliente. ¡Wang! ¡Wang! —llamó febrilmente a su sirviente, dando palmadas—. ¡Aire y agua, aire y agua!

    Pero aún no había ni rastro de Wang.

    Al final, con la fuerza que dicen que proporciona la desesperación, el señor Li se levantó de la cama y se tambaleó hacia la puerta. Salió al patio y, tras un único instante de duda, se dirigió a la estrecha entrada que conducía al jardín del lago.

    —¿Nadie se preocupa de un hombre enfermo? —murmuró—. Mi buen amigo Sing seguramente estará disfrutando de su siesta de la tarde mientras un criado lo abanica junto a un bloque de hielo para enfriar el aire. ¿Qué le importa si me muero de estas intensas fiebres? Sin duda espera heredar todo mi dinero. ¿Y mis criados? ¡Ese granuja de Wang lleva diez años conmigo, viviendo a mi costa y volviéndose más perezoso con cada estación! ¿Qué le importa si me muero? Debe creer que sirviendo a Sing trabajará incluso menos que ahora. ¡Agua, agua! ¡Me moriré si no encuentro pronto un lugar donde mojarme!

    Dicho esto, llegó a la orilla de un pequeño arroyo que entraba en el jardín para unirse al lago. Se lanzó a la orilla y se mojó las manos y las muñecas en el agua fría. ¡Qué deliciosa! ¡Si fuera lo suficientemente profunda para cubrir todo su cuerpo, de buena gana se sumergiría y disfrutaría del placer de su refrescante abrazo!

    Se quedó tumbado en el suelo mucho tiempo, disfrutando de su escapada lejos de las garras del médico. Después, cuando la fiebre empezó a subirle de nuevo, se incorporó con un grito decidido.

    —¿A qué estoy esperando? Lo haré. No hay nadie que pueda evitarlo y me hará un gran bien. Me lanzaré de cabeza al lago. Si me quedo junto a la orilla no me ahogaré aunque esté demasiado débil para nadar, y estoy seguro de que eso me devolverá la fuerza y la salud.

    Siguió el pequeño arroyo para llegar a las aguas más profundas del lago, tan ansioso que casi corría. Era como si un pequeño Tom Brown hubiera escapado del ojo vigilante de su señor y hubiera salido a jugar a un lugar prohibido.

    ¡Oye! ¿Había oído la llamada de un criado? ¿Habría descubierto Wang la ausencia de su señor? ¿Daría la alarma y el lugar se llenaría pronto de hombres buscando al febril paciente?

    Tras un último suspiro de satisfacción, Li se lanzó, con ropa y todo, a las tranquilas aguas del estanque. Resulta que Li se había criado en la provincia de Fukien, junto a la costa, y era un buen nadador. Se zambulló y después, satisfecho, se quedó flotando en la superficie.

    —Esto me hace recordar mi infancia —suspiró—. ¿Por qué no estará de moda nadar? Me encantaría disfrutar del agua todo el tiempo, pero algunos de mis compatriotas temen mojarse los pies más que un gato. Yo, por mi parte, daría cualquier cosa por quedarme aquí para siempre.

    —¿En serio? —se rio una voz ronca justo debajo de él, y a continuación se escuchó una especie de silbido seguido de una sonora carcajada. El señor Li saltó como si lo hubiera golpeado una flecha, pero cuando descubrió al gordo y feo monstruo que había debajo, su miedo se convirtió en furia.

    —Oye, ¿qué pretendes asustándome así? ¿No sabes lo que dicen los clásicos sobre un comportamiento tan grosero?

    El pez gigante se rio todavía más fuerte.

    —¿Crees que tengo tiempo para los clásicos? ¡Me matas de risa!

    —Responde a mi pregunta —le ordenó el señor Li, cada vez más exigente y olvidando que no estaba juzgando al pobre culpable de un insignificante crimen—. ¿Por qué te ríes? ¡Habla de inmediato!

    —Bueno, como eres tan impertinente —bramó el otro—, te lo diré. Me reía porque vosotras, criaturas extrañas que os hacéis llamar hombres, los seres más civilizados del mundo, siempre creéis que entendéis algo totalmente cuando apenas habéis empezado a hacerlo.

    —Estás hablando de los isleños enanos, los japoneses —lo interrumpió el señor Li—. Nosotros los chinos rara vez alardeamos.

    —¡Lo que hay que oír! —se rio el pez—. Ahora, imagina que se cumple tu deseo de quedarte en el agua para siempre. ¿Qué sabes sobre el agua? Ni siquiera cuentas con el equipo adecuado para nadar. ¿Qué harías si realmente vivieras aquí para siempre?

    —Lo que estoy haciendo ahora mismo —farfulló el señor Li, tan enfadado que se tragó una bocanada de agua sin darse cuenta.

    —Flotar —replicó el otro.

    —¿No ves que estoy nadando? ¿Es que esos enormes ojos tuyos son de cristal?

    —Sí, te veo perfectamente —contestó el pez, riéndose a carcajadas—. ¡Ese es el problema! Te veo demasiado bien. ¡Veo que das tumbos tan torpemente como un búfalo acuático revolcándose en un charco de lodo!

    El señor Li, que siempre se había considerado experto en deportes acuáticos, se quedó en aquel momento mudo por la rabia, y lo único que pudo hacer fue nadar como un perrito, dando vueltas con brazadas que eran apenas suficientes para evitar hundirse.

    —Además —continuó el pez, más tranquilo cuanto más perdía el otro los nervios—, estás muy mal preparado para respirar. Si no me equivoco, tú lo pasarías peor en el fondo de este estanque que yo sobre una palmera. ¿Qué harías para no morirte de hambre? ¿Crees que sería práctico tener que dar coletazos sobre la tierra cada vez que quieras algo de comer? Y aun así, como eres un hombre, dudo seriamente que te contentaras con la comida que toman los peces. No hay un solo rasgo en ti que me haga pensar que te sentirías satisfecho si formaras parte de un cardumen. Mira tu ropa, también, empapada y pesada. ¿Te parece adecuada para protegerte del frío y la enfermedad? La naturaleza se olvidó de proporcionarte escamas. Voy a contarte un chiste, te vas a reír seguro. Le dice un pez a otro: «Tu padre, ¿qué hace?». Y el otro le responde: «Nada». Pero tú no nadas, ¿verdad? ¿Entiendes a dónde quiero llegar? La naturaleza te dio piel y se olvidó de proporcionarte una capa de protección externa, excepto, quizá en los extremos de tus dedos. Supongo que ya has entendido por qué tu idea me parece ridícula.

    A pesar de su reciente ataque de fiebre, el señor Li ya se había enfriado por completo. Nunca antes había entendido las grandes desventajas que conllevaba ser un hombre. ¿Por qué no aprovechar aquel encuentro azaroso para descubrir cómo librarse de aquella miserable propiedad llamada humanidad y obtener las delicias que solo un pez puede disfrutar?

    —Entonces, ¿tú estás contento con lo que te ha tocado? —le preguntó—. ¿No hay momentos en los que preferirías ser un hombre?

    —¿Yo? ¿Un hombre? —bramó el otro, golpeando el agua con la cola—. ¿Cómo te atreves a sugerir un cambio tan ignominioso? ¿Es posible que no sepas quién soy? ¡Amigo, estás contemplando al sobrino favorito del rey!

    —Entonces, señor —le dijo Li, zalamero—, te estaría tremendamente agradecido si hablaras al rey en mi favor. ¿Crees que sería posible que me transformara en pez de algún modo y me aceptara como súbdito?

    —¡Por supuesto! —contestó el otro—. Para el rey todo es posible. ¿Es que no sabes que mi soberano es un leal descendiente del Gran Dragón de Agua y que, como tal, jamás morirá, sino que seguirá viviendo para siempre jamás, al igual que la estirpe que gobierna Japón?

    —¡Oh, vaya! —jadeó el señor Li—. Ni siquiera el Hijo del Cielo, nuestro excelentísimo emperador, puede presumir de vivir tantos años. Sí, cedería toda mi fortuna para ser un súbdito de tu señor imperial.

    —Entonces, sígueme —se rio el otro, alejándose a una velocidad que hizo que el agua siseara y burbujeara unos metros a su alrededor.

    El señor Li se esforzó en vano por seguirlo. Aunque se consideraba un buen nadador, en aquel momento se dio cuenta de su error y lo que le quedaba de orgullo quedó hecho jirones.

    —¡Espera un momento, por favor! —exclamó educadamente—. ¡Recuerda que solo soy un hombre!

    —Perdona —le contestó el otro—. No sé cómo lo he olvidado, ¡si acabamos de hablar de ello!

    Pronto llegaron a una entrada resguardada en el extremo más alejado del lago. Allí, el señor Li vio una carpa gigante flotando perezosamente en las aguas poco profundas, agitando ociosamente su enorme cola y meneando con orgullo sus aletas. Sus cortesanos corrían de un lado a otro, listos para cumplir las peticiones de su señor. Uno de ellos, maravillosamente vestido de escarlata, anunció con un giro de cabeza que el sobrino del rey y el señor Li pretendían una audiencia con su Majestad.

    —¿Quién viene contigo, muchacho? —preguntó el gobernante a su sobrino mientras este buscaba las palabras adecuadas para hacer su extraña petición, moviendo las aletas nerviosamente hacia delante y hacia atrás—. Me parece que últimamente frecuentas compañías muy peculiares.

    —No es más que un pobre hombre, Majestad —contestó el otro—, que pide que le concedas el favor imperial.

    —Cuando un hombre pide un favor a un pez, / es difícil descubrir lo que desea… / A menudo busca un ilustre bocado / para servir en su mesa —recitó el rey, sonriendo—. Y, aun así, sobrino, ¿crees que este hombre viene en son de paz y que no es un espía?

    Antes de que su amigo pudiera contestar, el señor Li se puso de rodillas en el agua ante la noble carpa e hizo tres reverencias hundiendo la cara en el fango del fondo del estanque.

    —Efectivamente, su Majestad, no soy más que un pobre mortal que busca su bondadosa gracia. Si me aceptara en su banco, sería para siempre su más ferviente admirador y leal esclavo.

    —En verdad este hombre parece sincero —declaró el rey después de un momento de reflexión—, y aunque es posible que la petición sea la más extraña que he oído nunca, no veo ninguna razón por la que deba rechazarla. Pero primero ten la bondad de dejar de hacer reverencias. Estás removiendo fango suficiente para enlucir el palacio real de un tiburón.

    El pobre Li se sonrojó al oír el reproche del monarca y esperó pacientemente la respuesta a su petición.

    —Muy bien, que así sea —exclamó el monarca, impulsivamente—. Te concedo tu deseo. Señor Trucha —continuó, dirigiéndose a uno de sus cortesanos—, trae una piel de pescado del tamaño adecuado para este ambicioso compañero.

    Dicho y hecho. Colocaron la piel de pescado sobre la cabeza del señor Li y todo su cuerpo quedó cubierto por la escamosa capa; solo sus brazos permanecían descubiertos. Un instante después, Li notó que un agudo dolor atravesaba su cuerpo. Sus brazos empezaron a encogerse y sus manos cambiaron poco a poco hasta convertirse en un excelente par de aletas, tan buenas como las del propio rey. En cuanto a sus piernas y pies, comenzaron a unirse y, por mucho que lo intentó, no consiguió separarlos.

    «¡Ajá! —pensó Li—. Mis días de dar patadas han terminado, porque los dedos de mis pies se han convertido en una cola de primera».

    —No tan rápido —dijo el rey, riéndose, mientras Li, después de darle las gracias, intentaba probar sus nuevas aletas—. No tan rápido, amigo mío. Antes de marcharte será mejor que te dé algunos consejos, no sea que caigas en el anzuelo de un pescador afortunado y termines servido a su mesa.

    —De buena gana escucharé su noble consejo, porque las palabras de su Excelencia hacia este mísero esclavo son como perlas ante una babosa marina. Sin embargo, como en el pasado fui un hombre, creo que comprendo los sencillos trucos que usan para atrapar peces, y por tanto estoy preparado para evitar los problemas.

    —No estés tan seguro. «Cuando la carpa tiene hambre no ve el peligro», como uno de nuestros sabios dijo tan inteligentemente. Hay dos advertencias que no debes olvidar. Una es que nunca, nunca, debes comerte un gusano colgante, por muy tentador que parezca: siempre hay un horrible anzuelo en su interior. La segunda es que si ves una red debes nadar como el rayo, pero en la dirección contraria. Bien, ahora pediré que traigan de la despensa real tu primera comida, pero después de eso deberás cazar por ti mismo, como cualquier otro ciudadano respetable del mundo acuático.

    Después de comer varias babosas y un jugoso gusano de postre, y después de dar las gracias de nuevo al sobrino del rey y al propio rey por su amabilidad, Li se marchó para probar su cola y aletas. Al principio no fue fácil moverlas adecuadamente. Un único movimiento de la cola, no más vigoroso que aquellos que estaba acostumbrado a dar con sus piernas, lo hacía girar en el agua como una peonza viviente; y cuando agitaba sus aletas, aunque fuera levemente, terminaba tumbado sobre su espalda de un modo totalmente ridículo para un miembro digno de la familia de los peces. Tardó varias horas de práctica constante en conseguir el impulso adecuado, y entonces descubrió que podía moverse sin ser consciente de ello. Era lo más fácil que había hecho en toda su vida y ¡oh! ¡El agua estaba fresca y deliciosa!

    —¡Cómo disfrutaría ahora de esa vida eterna sobre la que escriben los poetas! —murmuró alegremente.

    Pasaron muchas horas hasta que al final se vio obligado a admitir que, aunque no estaba cansado, tenía bastante hambre. ¿Cómo conseguiría algo de comer? ¡Oh! ¿Por qué no había hecho al amable sobrino un par de preguntas más? ¡No le habría costado nada preguntarle cómo conseguir un buen desayuno! Pero sin ayuda sería difícil conseguirlo. Nadó de un lado a otro, hasta las aguas más profundas y por la lodosa orilla; abajo, abajo, hasta el lecho de guijarros… Buscando sin parar un gusano apetitoso. Nadó entre los juncos y las hierbas, metió el morro entre los nenúfares. ¡Todo para nada! ¡No había moscas ni gusanos de ningún tipo para alegrar sus ávidos ojos! Otra hora pasó lentamente, y cada vez tenía más y más hambre. ¿No le concedería el dios de los peces, el poderoso dragón, ni siquiera un bocadito para satisfacer su dolorido estómago, sobre todo ahora que era un pez y no podía apretarse el cinturón, como hacen los soldados hambrientos cuando están en una marcha forzada?

    Justo cuando Li empezaba a pensar que no podría agitar su cola ni un instante más, y que pronto, muy pronto, empezaría a deslizarse hacia el fondo del estanque para morir… en ese mismo momento miró hacia arriba por casualidad y vio, ¡qué alegría!, una deliciosa lombriz roja colgando a pocos centímetros de su boca. Esta visión proporcionó nueva fuerza a sus cansadas aletas y cola. Otro minuto y tendría aquella delicia en la boca. Pero… ¡Pobre de él! Recordó el consejo que le había dado el gran Rey Carpa el día anterior. «Por muy tentador que parezca, siempre hay un horrible anzuelo en su interior». Dudó un instante. El gusano flotó un poco más cerca de su boca medio abierta. ¡Qué tentador! Después de todo, ¿qué era un anzuelo para un pescado que se está muriendo? ¿Por qué ser cobarde? Quizá aquel gusano era la excepción a la regla, o quizá… Qué más daba; no podía esperarse que un pez en la situación del señor Li siguiera un consejo, aunque fuera el consejo de un rey de verdad.

    ¡Ñam! Se lo metió en la boca. ¡Oh, suave bocadito, digno del deseo de un rey! A partir de ahora se reiría de las palabras prudentes y se comería todo lo que apareciera ante su vista. Pero ¡arg! ¿Qué era aquella extraña sensación que…? ¡Ay! ¡Era el fatal anzuelo!

    Con un frenético tirón y un centenar de giros y vueltas, el pobre Li intentó zafarse del cruel pincho que se había clavado en el cielo de su boca. Era demasiado tarde para desear haberse mantenido alejado de la tentación. Habría sido mejor morirse de hambre en el fondo del estanque que ser sacado a la luz y el sol del tumultuoso mundo por algún miserable pescador. Se acercaba a la superficie rápidamente. Cuanto más luchaba, más se clavaba el cruel anzuelo. Entonces, con una salpicadura final, se encontró colgando en el aire, agitándose inútilmente al final de un largo sedal. Con un golpe sordo cayó a una barca de suelo plano justo delante de varios peces más pequeños.

    —¡Vaya, una carpa! —gritó una conocida voz alegremente—. Es el pez más grande que he pescado en estas tres lunas. ¡Qué buena suerte!

    Era la voz del viejo Chang, el pescador, que había estado suministrando pescado a la mesa del señor Li desde su llegada a la aldea de la Felicidad Eterna. Solo tendría que explicárselo y sería libre de nuevo para nadar por donde quisiera. Y entonces no habría más anzuelos para él. Un pez que ha conseguido escapar teme a los anzuelos para siempre.

    —Oye, Chang —comenzó, boqueando—, tienes que tirarme por la borda de inmediato. ¿No ves que soy yo, el señor Li, tu antiguo señor? Venga, date prisa. Esta vez perdonaré tu error; está claro que no podías saberlo. ¡Rápido!

    Pero Chang, con un tirón brusco, sacó el anzuelo de la boca de Li y miró despreocupadamente el montón de resplandeciente pescado, regodeándose en su captura y preguntándose cuánto dinero podría pedir por ella. No había oído ninguna de las palabras del señor Li porque había sido sordo desde niño.

    —Rápido, rápido, ¡me estoy asfixiando! —gimió el pobre Li, y entonces, con un gemido, recordó la condición del pescador.

    Para entonces ya habían llegado a la orilla y Li, acompañado por el resto de víctimas, fue lanzado de repente a una cesta de mimbre. ¡Oh, los horrores de aquel viaje por tierra! Solo quedaba un poquito de agua en la cesta para respirar.

    ¡Qué alegría! A la puerta de su propia casa vio a su buen amigo Sing, que acababa de salir.

    —¡Oye, Sing! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Ayuda, ayuda! Este membrillo quiere asesinarme. Me tiene aquí con estos peces y no parece saber que soy Li, su señor. Ordénale que me lleve al lago y me dejé en sus aguas, pues allí se está fresco y me gusta la vida acuática mucho más que la vida en tierra firme.

    Li hizo una pausa para escuchar la respuesta de Sing, pero no oyó una sola palabra.

    —¿Le gustaría echar un vistazo a mis capturas? —le preguntó el viejo Chang a Sing—. Tengo el mejor pez de la temporada. Lo he traído aquí para que usted y mi honrado señor Li puedan disfrutarlo. La carpa es su manjar favorito.

    —Muy amable por tu parte, buen Chang, pero me temo que el pobre señor Li no comerá pescado durante un tiempo. Ha sufrido un grave ataque de fiebre.

    —Ahí es donde te equivocas —gimió Li desde su cesta mientras saltaba con todas sus fuerzas para atraer su atención—. Voy a morirme de frío. ¿Es que no reconoces a tu viejo amigo? Ayúdame a salir de esta y podrás quedarte todo mi dinero.

    —Oye, ¿qué es eso? —preguntó Sing, atraído, como siempre, por la palabra dinero—. ¡Por las sombras de Confucio! Es como si la carpa estuviera hablando.

    —Sí, claro, un pez parlante —se rio Chang—. Vaya, señor, en mis sesenta años nunca he visto un pez así. Hay pájaros parlantes y bestias parlantes, pero ¿peces parlantes? ¿Quién ha oído hablar de tal milagro? No, creo que sus oídos deben haberlo engañado, pero esta carpa sin duda dará que hablar cuando la lleve a la cocina. Estoy seguro de que el cocinero nunca ha visto nada igual. ¡Oh, señor! Espero que tenga hambre cuando se siente ante este pescado. ¡Qué pena que el señor Li no pueda ayudarle a devorarlo!

    —¿Ayudarle a devorarme a mí mismo? —gruñó el señor Li, casi muerto ya por la falta de agua—. Ni que fuera un caníbal o algún otro tipo de salvaje.

    El viejo Chang rodeó la casa hasta los alojamientos de los criados y, después de llamar al cocinero, levantó al pobre Li por la cola para que lo inspeccionara.

    Con una poderosa sacudida, Li escapó de la mano del pescador y cayó a los pies de su leal cocinero.

    —¡Sálvame, sálvame! —gritó, desesperado—. Este miserable Chang está sordo y no sabe que soy el señor Li, su señor. Mi voz de pez no es lo suficientemente fuerte para que la oiga. Devuélveme al estanque y libérame allí. Recibirás una pensión de por vida, vestirás buenas ropas y comerás buena comida durante el resto de tus días. ¡Solo tienes que oírme y obedecer! ¡Escucha, querido cocinero, escucha!

    —Este bicho parece estar hablando —murmuró el cocinero—, pero eso no puede ser. Solo las viejas ignorantes o los extranjeros creerían que un pez puede hablar.

    Y, tras agarrar a su antiguo señor por la cola, lo lanzó sobre una mesa; cogió un cuchillo y comenzó a afilarlo en una piedra.

    —¡Ay, ay! —gritó Li—. ¡Vas a clavarme un cuchillo! ¡Me arrancarás mis hermosas y brillantes escamas! ¡Me cortarás mis adorables aletas nuevas! ¡Asesinarás a tu antiguo señor!

    —Bueno, no seguirás hablando mucho tiempo más —gruñó el cocinero—, porque voy a enseñarte un par de truquitos con el cuchillo.

    Dicho esto, clavó el cuchillo profundamente en el cuerpo de la temblorosa víctima.

    Con un estridente grito de horror y desesperación, el señor Li despertó del profundo sueño en el que se había sumido. Su fiebre había desaparecido, pero descubrió que temblaba de miedo al recordar la horrible muerte que había sufrido en sueños.

    —¡Gracias a Buda que no soy un pez! —exclamó con alegría—. Y por suerte me he recuperado a tiempo para disfrutar del banquete que el señor Sing ofrecerá a sus invitados mañana. Pero, pobre de mí, ahora que puedo comerme la estupenda carpa del viejo pescador, he vuelto a ser el de antes.

   

    «Si las cosas buenas de nuestros sueños se hicieran realidad, no me importaría pasar el día soñando»

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