Ahora no se lo puede imaginar uno, pero hace algunos siglos en Baracaldo, y en toda aquella comarca, solo se hablaba el vascuence.
Las viejas comadres contaban, al calor de la lumbre en los oscuros anocheceres, que siempre que fallecía algún vecino, en las noches siguientes a su muerte, aparecía un terrible perro llevando en el hocico una tea que despedía fuego y, en cuanto veía a alguien, se zambullía en el primer arroyo que encontraba y desaparecía.
En un caserío de las afueras de Baracaldo se puso un hombre enfermo y su hijo, conociendo que estaba en la agonía, salió en busca del sacerdote. Cuando iban los dos juntos al caserío, comentó el muchacho:
—¿Y si ahora se nos apareciera el perro con la tea?
Llegaron al caserío, donde el sacerdote ayudó a bien morir al anciano, y luego, ya de noche cerrada, se volvió para su casa, siendo acompañado por el muchacho. Cuando llegaron a casa del sacerdote, este dijo al muchacho:
—Tienes mucho miedo. No vayas a tu casa. Quédate a dormir aquí.
—Aunque no sea más que para que no se asuste mi madre, tengo que ir —respondió el muchacho—. Si no fuera, pensaría que me había tragado el animal. No tengo más remedio que ir.
—Bueno —dijo el sacerdote—. Entonces lleva en tus manos esta cruz. Si te aparece el perrazo, haz con el mango de la cruz una gran circunferencia, y en la mitad, la señal de la cruz y estate allí sobre la raya, mientras estás hablando con él.
—¡Pobre de mí! ¿Y qué le diré a ese perrazo?
—Lo siguiente: Si eres de buena parte, acércate y dime lo que quieres. Si eres de mala parte, no te acerques en siete leguas a la redonda.
Iba el chico muerto de miedo por los estrechos caminos, saltando los cercados, mirando con temor las oscuras zarzas que bordeaban los senderos, cuando al doblar una curva, ¡zas!, allí estaba el terrible perrazo con una antorcha en la boca, mirándole con sus ojos rojos.
El muchacho fue a hacer la circunferencia con la cruz que llevaba en la mano, pero el perro le dijo:
—No te asustes. Soy fulano (el nombre de un vecino ya fallecido) y estoy condenado.
El niño no podía tenerse de pie y callaba y temblaba sin atreverse a moverse.
—De esas dos heredades de ahí abajo —continuó hablando el animal—, sacaba yo anualmente tierra a mi heredad por la acequia, y por ese robo estoy condenado.
El muchacho pensaba que se iba a caer desmayado oyendo aquellas terribles confesiones a un perro a medianoche y en un camino solitario.
—Aunque tenga cara de perro, me sofoca enormemente este hábito que me vistieron al morir; quítamelo con esa cruz que tienes en la mano.
El muchacho a duras penas quitó su vestido al infortunado en figura de perro, quien dando un salto desapareció para ya nunca jamás aparecer en la comarca.
En cuanto al niño, nada más llegar a casa tuvo que meterse en la cama enfermo.
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