sábado, 16 de marzo de 2019

EL PARAÍSO DE CHUNGARA

Hay, desde luego, todavía en la actualidad, síntomas de que en los dos lagos actúa un espíritu maligno. Se forman en ellos gruesas capas de lamas, en que aposentan y anidas huallatas (gansos) y grandes bandadas de patos de varias especies, cuyos huevos son muy apetecidos por los cazadores. Salen en balsas de totora (enea) para recolectarlos, lo que hacen, por supuesto, sólo en días en que el espejo del agua se presenta tranquilo y refleja las siluetas de los Payachata. Repentinamente, sin embargo, sin anuncio de ninguna especie, se levanta una terrible tormenta, que hace encresparse las aguas y formar remolinos, en que muchas veces naufragan las frágiles embarcaciones y se ahogan sus tripulantes. Además, se puede observar frecuentemente que el agua cambia repentinamente de coloración.
Pues bien —así informan los vecinos de Parinacota—, antiguamente todo el panorama era totalmente diferente. No existían los volcanes, y donde ahora se encuentran los dos lagos existía un profundo y abrigado valle, apto para teda clase de cultivos. Insisten en que todavía se pueden ver restos de las terrazas en la ladera inferior del volcán Parinacota. Todavía más, en una ocasión llegaron al lago arrieros desde Bolivia, qué se vieron en la necesidad de dejar pastando una mula sobre su orilla norte, debido a que no podía caminar. Cuando la buscaron al día siguiente, no la encontraron, pero uno de ellos descubrió el rastro y lo siguió. Llegó a una finca desconocida, con abundantes pastos e incluso árboles frutales. Allá estaba el animal. El dueño de la heredad no le permitió alejarse sin atenderlo previamente con un almuerzo y haberlo premunido con alimentos para el viaje: él mismo le llenó las alforjas. Al remontar una empinada cuesta, el arriero se enteró de que la bestia se cansaba desmesuradamente, por lo cual se apeó para examinarla. Se pudo enterar así que las alforjas estaban llenas de piedras de oro.
El hecho fue naturalmente una sensación para todos, mas fracasaron todos los intentos de redescubrir aquella maravillosa y riquísima finca.
Acerca de su existencia no cabe, sin embargo, duda alguna, y aún admitiendo que aquel arriero hubiera soñado lo qué contó, su sueño evocó una antigua realidad.
Y se sabe también por qué se perdió aquel paraíso. Tal como lo reveló el arriero, en aquel valle vivía, junto con muchos otros, un campesino muy acaudalado, dueño de extensos campos cultivados y de inmensos rebaños de auquénidos. Era, sin embargo, avaro, trataba mal a su gente, se enriquecía indebidamente y dilapidaba en seguida sus riquezas, embriagándose con algunos amigos. Y ese mal ejemplo había cundido, de modo que el edén de Chungará disfrutaba de la fama de que sus pobladores llevaban mala vida.
Este estado de cosas perduró durante muchos años, hasta que en una ocasión se presentó a la puerta de la finca del rico un mendigo de deplorable
aspecto, solicitando ser escuchado, pues traía un mensaje del cielo. Dijo que se llamaba Tarapacá. Debido a que el opulento campesino estaba celebrando con sus amigos una de sus habituales orgías, colmó al mendigo de Improperios, expresándole al mismo tiempo que no le interesa de manera alguna lo que el cielo pensara de él y: de la vida que llevaba. Tarapacá le replicó que hacía muy mal en adoptar esa actitud, pues en el cielo vivía Ticci, el Hacedor del Universo, que lo había enviado a él a la tierra, a fin de crear todos los pueblos que la habitan, a transmitirles la cultura y los mandamientos morales, todo lo cual había cumplido mucho tiempo atrás. Ahora, el mismo Ticci lo había enviado por segunda vez a la tierra, a fin de ver si los hombres estaban cumpliendo lo que él les había ordenado. Y como acá, en Chungará, no estaban haciendo, él tenía la obligación de castigarlos. Por tal motivo, agregó en su peroración, le convenía mucho escuchar lo que tenía que decirle. El rico, sin embargo, ebrio y casi fuera de sí por lo que acababa de escuchar, trató de precipitarse sobre aquel harapiento y propinarle un puntapié, pero cayó al suelo y bramó como un león.
Tarapacá sintió la caricia de una mano femenina, que tomó la suya y lo alejó de aquel sitio. Era la de una criada de la finca, que le acompañó a la cocina, donde le dio de comer y beber y le ofreció un abrigador alojamiento.
Al calor de la fogata, Tarapacá le reveló en aquella noche que al día siguiente haría llover fuego del cielo y que a continuación ocasionaría un gran diluvio que inundaría toda la comarca, ahogando a quienes hubieran sobrevivido la lluvia dé fuego. Le aconsejó que emprendiera de madrugada la fuga hacia oriente, a través del portezuelo de Huacollo, a fin de salvar su vida, pues bien merecido lo tenía por su buen corazón. Le advirtió, sin embargo, qua no volviera la vista hacia atrás.
Se cumplió literalmente lo que el mendicante (es decir, el Enviado del Ser Supremo, disfrazado como tal) había vaticinado: la lluvia de fuego que cayó del cielo calcinó y .ennegreció las rocas, lo que aún el más incrédulo puede constatar al norte del lago. De este modo se quemaron las sementeras, las plantaciones frutales y los pastales, como también las casas, sus habitantes y los rebaños. Y cuando comenzó a llover torrencialmente más tarde, el valle quedó inundado y se formaron los dos lagos que ahora ocupan gran parte de su superficie.
Sólo pocos pobladores lograron escapar de ese cataclismo, huyendo por el Altiplano hacia el lago Titicaca. Sobre su orilla austral encontraron tierras apropiadas para radicarse en ellas. Allá, en Tiahuanaco, fundaron una ciudad y construyeron palacios y un magnífico templo, cuya fama llegó a ser universal. Muchos creen que aquella cultura es original de Tiahuanaco y que es propagó desde allá a todas partes, pero la verdad es que existió mucho antes en Chungará, cuyos vecinos se fueron a radicar allá. Y si tal afirmación necesitare ser probada, el incrédulo se cerciorará de inmediato de la verdad al examinar la capilla existente en Parinacota, pues al construirla se han incluido en su fábrica algunas antiquísimas columnas con adornos fálicos y que ahí se han conservado, como prueba latente de que aquella cultura tuvo su origen en Chungará.
Otra prueba evidente de lo ocurrido se encuentra en el portezuelo de Huacollo, que tiene 4.610 m. de altitud y que queda sobre la actual frontera con Bolivia, a 7,5 kms. al sureste de la cumbre del volcán Parinacota. Ya se informó que Tarapacá había insinuado a la criada del rico que huyera por ese paso, sin volver la mirada hacia atrás. En realidad, ella tomó a cuestas la criatura que alimentaba y emprendió la marcha a la elevada apacheta (es sabido que siempre, en los pasos del norte, se deposita una piedra a la vera del camino, como ofrenda a Pachacámac, el Señor de la Tierra, por haber protegido al viajero). Pero cuando llegó arriba (hua en aymará es alto y collo significa cerro), Tarapacá había provocado la lluvia de fuego en el valle de Chungará, y aquella mujer no pudo contenerse de mirar hacia atrás, para disfrutar del fantástico espectáculo.
Debido a ello, sin embargo, fue de inmediato petrificada, y en esa forma se le puede ver allá en la apacheta hasta este día: es una roca que tiene metro y medio de alto, en la que aún el más corto de vista reconocerá de inmediato a aquella criada, con su criatura a cuestas.
Respecto de Tarapacá, cabe agregar que se le conoce también con el nombre de Viracocha, y ya hubo ocasión para informar algo acerca de él.

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