sábado, 16 de marzo de 2019

El joven que subió al cielo (mito inca)

Había una vez un matrimonio que tenía un solo hijo. El hombre
sembró la más hermosa papa en una tierra que estaba lejos de la casa
que habitaban. En esas tierras la papa crecía lozana. Sólo él poseía esa
excelente clase de semilla. Empero, todas las noches los ladrones arrancaban
las matas de este sembrado, y robaban los hermosos frutos. Entonces
el padre y la madre llamaron a su joven hijo y le dijeron:
-No es posible que teniendo un hijo joven y fuerte como tú los ladrones
se lleven todas nuestras papas. Anda a vigilar nuestro campo.
Duerme junto a la chácara y ataja a los ladrones.
El joven marchó a cuidar el sembrado.
Y transcurrieron tres noches. La primera el joven la pasó despierto,
mirando las papas, sin dormir. Sólo al rayar la aurora le venció el sueño
y se quedó dormido. Fue en ese instante que los ladrones entraron a la
chácara y escarbaron las papas. En vista de su fracaso, el mozo tuvo
que ir a la casa de sus padres a contarles lo sucedido. Al oír el relato,
sus padres le contestaron:
-Por esta vez te perdonamos. Vuelve y vigila mejor.
Regresó el joven. Estuvo vigilando el sembrado con los ojos bien
abiertos, hasta el amanecer. Y justo a medianoche, pestañeó un instante.
En ese instante los ladrones irrumpieron en el campo. Despertó el mozo
y vigiló hasta la mañana. No vio ningún ladrón. Pero al amanecer tuvo
que ir donde sus padres a darles cuenta del nuevo robo. Y les dijo:
-A pesar de que estuve vigilante toda la noche, los ladrones me burlaron
tan sólo en el instante en que a la medianoche cerré los ojos.
Al oír este relato, los padres le contestaron:
-¿Ajá? ¿Quién ha de creer que robaron cuando tú estabas mirando?
Habrás ido a buscar mujeres, te habrás ido a divertir.
Diciendo esto lo apalearon y lo insultaron largo rato. Así, muy aporreado,
al día siguiente, lo enviaron nuevamente a la chácara.
-Ahora comprenderás cómo queremos que vigiles -le dijeron.
El joven volvió a la tarea. Desde el instante en que llegó a la orilla
del sembrado estuvo mirando el campo, inmóvil y atento. Esa noche la
luna era brillante. Hasta la alborada estuvo contemplando los contornos
del papal; así, mientras veía, le temblaron los ojos y se adormiló
unos instantes. En esa ráfaga de sueño que tuvo, mientras pestañeaba el
mozo, una multitud de hermosísimas jóvenes princesas y niñas blancas,
poblaron el sembrado. Sus rostros eran como flores, sus cabelleras brillaban
como el oro; eran mujeres vestidas de plata. Todas juntas, muy
deprisa, se dedicaron a escarbar las papas. Tomando la apariencia de
princesa, eran las estrellas que bajaron del altísimo cielo.
El joven despertó entonces, y al contemplar la chácara exclamó:
-¡Oh! ¿De qué manera podría yo apoderarme de tan bellísimas niñas?
¿Y cómo es posible que siendo tan hermosas y radiantes puedan
dedicarse a tan bajo menester?
Pero mientras esto decía, su corazón casi estallaba de amor. Y pensó
para sí:
-¿No podría, por ventura, reservar para mí siquiera una parejita de
esas beldades?
Y saltó a todo vuelo sobre las hermosas ladronas. Sólo en el último
instante, y a duras penas, pudo apresar a una de ellas. Las demás se
elevaron al cielo, como luces que se mueren.
Y a la estrella que pudo apresar le dijo, enojado:
-¿Conque erais vosotras las que robabais los sembrados de mi padre?
-diciéndole esto, la llevó a la choza. Y no le dijo más acerca del
robo. Pero luego agregó-: ¡Quédate conmigo; serás mi esposa!
La joven no aceptó. Estaba llena de temor; y rogó al muchacho:
-¡Suéltame, suéltame! ¡Ten piedad! Mira que mis hermanas avisarán
a mis padres. Yo te devolveré todas las papas que te hemos robado.
No me obligues a vivir en la Tierra.
El mozo no dio oídos a los ruegos de la hermosa niña. La retuvo en
sus manos. Pero decidió no volver a la casa de sus padres. Se quedó con
la estrella en la choza que había junto al sembrado.
Entre tanto, los padres pensaban: «Le habrán vuelto a robar las papas
a ese inútil; no pueden haber otros motivos para que no se presente aquí».
Y como tardaba, la madre decidió llevarle la comida al campo, y
averiguar de él. Desde la choza, el muchacho y la niña atisbaban el camino.
En cuanto vieron a la madre, la joven dijo al mozo:
-De ninguna manera puedes mostrarme ni a tu padre ni a tu madre.
Entonces el joven corrió a dar alcance a su madre, y le gritó desde
lejos:
-¡No, mamá; no te acerques más! ¡Espérame atrás, atrás!
Y recibiendo la comida en aquel lugar, tras la choza, le llevó los
alimentos a la princesa. La madre se volvió apenas hubo entregado el
fiambre. Cuando llegó a su casa, contó a su esposo:
-Así es como nuestro hijo ha aprisionado a una ladrona de papas
que bajó de los cielos. Es así como la cuida en la choza. Y con ella dice
que se casará. No permite que nadie se aproxime a su choza.
Entre tanto el joven pretendía engañar a la doncella. Y le decía:
-Ahora que es de noche, vamos a mi casa.
Pero la princesa insistía:
-De ninguna manera deben verme tus padres ni puedo encontrarme
con ellos.
Sin embargo el mozo la engañó, diciéndole:
-Otra es mi casa.
Y durante la noche la llevó por el camino.
De este modo, sin que ella quisiera, la hizo entrar al hogar de sus
mayores, y la mostró a sus padres. Los padres recibieron asombrados a
esa criatura, de tal manera luminosa y bella que la palabra no es capaz
de describirla. La cuidaron y criaron teniéndola muy bien amada. Sin
embargo, no la dejaban salir. Y nadie la conoció ni vio.
Y ya hacía mucho tiempo que la princesa vivía con los padres del
joven. Llegó a estar encinta y dio a luz. Mas la criatura murió, sin saber
por qué, misteriosamente.
La ropa luminosa de la joven la guardaban encerrada. A ella la vestían
de ropas comunes; y así la criaban.
Cierto día, el joven fue a trabajar lejos de la casa; y mientras estaba
fuera, la princesa pudo salir, haciendo como que sólo iba por ahí cerca.
Y se volvió a los cielos.
El mozo llega a su casa. Pregunta por su mujer. No la encuentra. Y
como ve que ella ha desaparecido, suelta el llanto.
Cuentan que vagó por los montes, llorando con locura, sonámbulo,
enajenado, caminando por todas partes. Y en una de las cimas solitarias
adonde llegó, se encontró con un cóndor divino. Entonces el cóndor le
dijo:
-Joven, ¿por qué causa lloras de esta suerte?
Y el mozo le contó su vida.
-He aquí, señor, que era mía la mujer más hermosa. Ahora no sé por
qué caminos ha partido. Estoy extraviado. Temo que haya huido a los
cielos de donde vino.
Y cuando dijo esto, el cóndor le respondió:
-No llores, joven. Es cierto; ella ha vuelto al alto cielo. Pero, si quisieras
y es tanta tu desventura, yo te cargaré hasta ese mundo. Sólo te
pido que me traigas dos llamas. Una para devorarla aquí, la otra para el
camino.
-Muy bien, señor -contestó el mozo-. Yo te traeré las dos llamas
que me pides. Te ruego esperarme en este mismo sitio.
E inmediatamente se dirigió a su casa en busca de las llamas. Luego
que llegó, dijo a sus padres:
-Padre mío, madre mía: voy en busca de mi esposa. He encontrado
a quien puede llevarme hasta el lugar donde ella se encuentra. Sólo
pide dos llamas en pago de tan gran favor; y voy a llevárselas ahora
mismo.
Y cargó las dos llamas para el cóndor. El cóndor devoró inmediatamente
una, hasta el hueso, arrancando las carnes con su propio
pico. A la otra la hizo degollar por el joven, para comerla en el camino.
E hizo que el mozo se echara la res degollada en las espaldas;
luego le ordenó que subiera sobre una roca; cargó al joven, y le hizo
esta advertencia:
-Has de cerrar y apretar los párpados; por ninguna causa abrirás
tus ojos. Y cada vez que yo te diga: «carne», me pondrás en el pico un
trozo de la llama.
Luego el cóndor levantó el vuelo.
El hombre obedeció y no abrió los ojos en ningún instante; tenía
los párpados cerrados y duros. «¡Carne!», pedía el Mallku, y luego el
mozo cortaba grandes trozos de llama y se los metía en el pico. Pero
en lo más raudo del viaje, se acabó el fiambre. Antes de alzar el vuelo,
el cóndor había advertido al joven: «Si cuando diga “¡Carne!” no me
pones carne en el pico, donde quiera que estemos, te soltaré». Ante ese
temor, el mozo empezó a cortarse trozos de su pantorrilla. Cada vez
que el cóndor pedía carne, le servía pequeñas raciones de su propia
carne. Así, a costa de su sangre, consiguió que el cóndor le hiciera
llegar hasta el cielo. Y se cuenta que tardaron un año en elevarse a tan
gran altura.
Cuando llegaron, el cóndor descansó un rato; luego volvió a cargar
al joven y voló hasta la orilla de un mar lejano. Allí le dijo al mozo:
-Ahora, mi querido, báñate en este mar.
El joven se bañó enseguida. Y también el cóndor se bañó.
Ambos habían llegado al cielo sucios, negros de barba, viejos. Pero
cuando salieron del baño estaban hermosamente rejuvenecidos. Entonces
le dijo el cóndor:
-En la otra orilla de este lago, frente a nosotros, hay un gran santuario.
Allí se ha de celebrar una ceremonia. Anda, y espera en la puerta de
ese hermoso templo. A la ceremonia han de asistir las jóvenes del cielo;
son una multitud y todas tienen el mismo rostro que tu esposa. Cuando
ellas estén desfilando junto a ti, no has de dirigirle la palabra a ninguna.
Porque la que es tuya vendrá la última, y te dará un empujón. Entonces
la asirás y por ningún motivo la soltarás.
El joven obedeció al cóndor. Llegó a la puerta del gran recinto, y esperó
de pie. Y llegaron una infinidad de jóvenes de idéntico rostro. Entraban,
entraban; una tras otra. Todas miraban impasibles al hombre. El
no podía reconocer entre tantas a la que era su mujer. Y cuando estaban
ingresando las últimas, de pronto, una de ellas le dio un empujón con
el brazo; y también entró al gran templo. Era el resplandeciente templo
del Sol y de la Luna. El Sol y la Luna, padre y madre de todas las estrellas
y de todos los luceros. Allí, en ese templo, se reunían los seres
celestiales; allí iban los luceros para adorar al Sol, día a día. Cantaban
melodiosamente para el Sol; cual jóvenes blancas, las estrellas; como
innumerables princesas, los luceros.
Cuando terminó la ceremonia, las jóvenes empezaron a salir. El
mozo seguía esperando en la puerta. Ellas volvieron a mirarlo con igual
indiferencia que antes. Y nuevamente le era imposible distinguir entre
todas a la que era su esposa. Y como en la primera vez, de pronto, una
de las princesas le dio un empujón con el brazo, y luego pretendió huir;
pero entonces la pudo aprisionar. Y no la soltó.
Ella lo guió a su casa diciéndole:
-¿A qué has venido hasta aquí? Yo iba a volver donde tú, de todos
modos.
Cuando llegaron a la casa, el mozo tenía el cuerpo frío a causa del
hambre. Viéndolo así, ella le dijo:
-Toma este poco de quinua y cocínalo.
Le dio una cucharada escasa de quinua. Entre tanto el joven lo observaba
todo, y vio de qué lugar ella sacaba la quinua. Y cuando vio
los pocos granos de quinua que tenía en las manos, dijo para sí: «¡La
miseria que me ha dado! ¿Cómo es posible que esto aplaque mi hambre
de todo un año?». Y la joven le dijo:
-Es necesario que vaya un instante donde mis padres. No debes
mostrarte ante ellos. Mientras vuelvo, haz una sopa con la quinua que
te he dado.
Apenas salió ella, el joven se puso de pie, se dirigió al depósito y
trajo una buena porción de quinua y la echó a la olla. De pronto, la sopa
rebosó, hirviente, y se desbordó en chorros. Él comió todo lo que pudo,
se hartó hasta donde ya no era posible más, y enterró el resto. Pero aun
debajo de la tierra, la quinua empezó a brotar Y cuando estaba en ese
trance, volvió la princesa, y le dijo:
-¡No es de esta manera como se debe comer nuestra quinua! ¿Por
qué aumentaste la ración que te dejé?
Y se dedicó a ayudar al mozo a esconder la quinua rebosada para
que los padres de ella no la descubrieran. Entre tanto le advirtió:
-No deben verte mis padres. Sólo puedo tenerte escondido.
Y así fue. Él vivía escondido; y la hermosa estrella le llevaba alimentos
hasta su refugio.
Durante un año vivió de esa suerte el mozo con su esposa. Y apenas
cumplido el año, ella se olvidó de llevarle alimentos. Un día salió, diciéndole:
«Ha llegado la hora en que debes irte»; y no volvió a aparecer
más en la casa. Lo abandonó.
Entonces, con el rostro lleno de lágrimas, el joven se dirigió nuevamente
a la orilla del mar del cielo. Cuando llegó allí, vio que desde
la lejanía surgía el cóndor. El joven corrió para darle alcance. El cóndor
voló hasta posarse junto a él; y así observó que el Mallku divino
había envejecido. El cóndor a su vez vio que el mozo estaba avejentado
y marchito. Cuando se encontraron, ambos gritaron al mismo
tiempo:
-¿Qué ha sido de ti?
El joven volvió a contarle su vida, y se quejó:
-Así, señor, de este modo triste, mi mujer me ha abandonado. Se ha
ido para siempre.
El cóndor lamentó la suerte del mozo.
-¿Cómo es posible que haya procedido de este modo? ¡Pobre amigo!
-le dijo. Y acercándose más, lo acarició con sus alas, dulcemente.
Como en el primer encuentro le rogó el joven:
-Señor, préstame tus alas. Vuélveme a la Tierra, a la casa de mis
padres.
Y el cóndor le respondió:
-Bien. Te llevaré. Pero antes nos bañaremos en este mar.
Y ambos se bañaron; y rejuvenecieron.
Y en saliendo del agua, el cóndor le dijo:
-Tendrás que volverme a dar dos llamas por mi trabajo de cargarte
nuevamente.
-Señor, cuando esté en mi casa te entregaré las dos llamas.
El cóndor aceptó; se echó al joven sobre sus alas y emprendió el
vuelo. Durante un año estuvieron volando hacia la Tierra. Y cuando
llegaron, el mozo cumplió, y entregó al cóndor dos llamas.
El mozo entró en su casa y encontró a sus padres muy viejos, muy
viejos, cubiertos de lágrimas y de pena. El cóndor dijo a los ancianos:
-He aquí que os devuelvo a vuestro hijo, sano y salvo. Ahora debéis
criarlo cariñosamente.
El joven dijo a sus padres:
-Padre mío, madre mía: ahora ya no es posible que pueda amar a
ninguna otra mujer. Ya no es posible encontrar una mujer como la que
fue mía. Así, solo, viviré, hasta que venga la muerte.
Y los ancianos le contestaron:
-Está bien. Como tú quieras, hijo mío, te criaremos, si no es tu voluntad
tomar otra esposa.
Y de este modo vivió con una gran agonía en el corazón.

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