domingo, 24 de marzo de 2019

El cura satanista

En Gaínza, en el valle de Araiz, Navarra, hubo un cura llamado Juan Tarrabiel que,
con el propósito de conocer los secretos del infierno, quiso comprar un libro donde al
parecer se trataba de tales asuntos con mucho detenimiento. El librero, que en
realidad era un demonio, accedió a venderle el libro siempre que el cura firmase con
su sangre en las primeras páginas del ejemplar. Juan Tarrabiel sentía tantos deseos de
poseerlo que se avino a ello, y se quedó con el libro.
Leyendo el libro, el cura llegó a conocer muchas cosas sobre los secretos y las
artes satánicas, entre ellas que aquella firma con su sangre lo condenaba eternamente.
Arrepentido de su curiosidad, que lo había llevado a aquel extremo, buscó al demonio
librero y le comunicó su propósito de borrar su firma del libro y devolvérselo. El otro
respondió que aceptaría la anulación del pacto siempre que el cura acertase su edad, y
le dio tres días y tres noches para adivinarla. La tercera noche, cura y demonio se
encontrarían en cierta encrucijada, donde su negocio se resolvería. Si el cura acertaba
la edad del demonio, quedaría libre de su ligazón. Si no la acertaba, en aquel mismo
momento moriría y el demonio se apoderaría de su alma.
Atribulado, el cura no sabía qué hacer. Al fin, resolvió consultar con una joven
bruja muy famosa en todo el valle, que lo tranquilizó, asegurándole que el asunto se
resolvería con facilidad, pero que debía esperar a la misma noche de la cita con el
demonio.
Aquella noche, cuando Juan Tarrabiel llegó a la encrucijada, la bruja ya estaba
allí, y el cura pudo ver que, tras desnudarse completamente, la bruja se subía a un
árbol y se acomodaba en unas ramas con las piernas bien abiertas y el cuerpo echado
hacia atrás, de manera que solo se le veían los muslos, y entre ellos sus vergüenzas y
la larga melena que parecía colgar de ellas.
Apareció enseguida el demonio y la bruja movió las ramas del árbol para atraer su
atención. El diablo miró aquellos muslos abiertos de par en par, y la abundante
pilosidad que parecía colgar entre ellos, y exclamó que en setenta y cinco años que
llevaba en el mundo no había visto nada parecido. Con eso, el propio diablo
descubrió su edad y el cura quedó libre de su fatal compromiso.
Mas Juan Tarrabiel no estaba seguro del todo de que su destino no fuese el
infierno, y decidió consolidar lo más posible su salvación. Parece que si un sacerdote
muere en el momento de la consagración la tiene casi segura, y Juan Tarrabiel intentó
convencer a su sacristán para que lo matase en aquellas circunstancias. El sacristán se
resistió mucho a llevar a cabo tal acto, pero el cura fue tan insistente que ya no pudo
oponerse a sus deseos. Y una mañana, en la misa, mientras el cura consagraba, lo
mató de un tiro.
Juan Tarrabiel había informado al sacristán de todo lo que tenía que hacer para
conocer si su alma se salvaba o se condenaba y, cumpliendo sus instrucciones, el
sacristán abrió el pecho del cura, sacó su corazón, lo clavó en el extremo de una vara
y puso la vara en la torre de la iglesia, esperando que llegasen buitres, que serían
señal de condenación, o palomas, que lo serían de salvación.
Bajaron primero tres buitres y planearon alrededor de la torre, pero se fueron sin
tocar el corazón. Llegaron después tres palomas blancas, que se llevaron el corazón
sujeto con sus picos. Y el sacristán quedó satisfecho, al comprobar que su homicidio
había tenido felices resultados.

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