En una mísera cabaña de un escondido bosque, vivía de mala manera un pobre, carbonero. Desde que amanecía hasta que anochecía se lo pasaba cortando leña, amontonándola en piras y dándolas fuego para hacer carbón.
Solo comía habas, maíz y queso. Y para beber, tenía agua del río, que era muy clara y no se le subía a la cabeza. El pobre hombre vivía desesperado y no quería dar albergue a nadie si alguna noche se acercaba alguien perdido a su cabaña.
Pero una noche…
—Tam, tam, tam —golpearon en la puerta de su cabaña.
—¿Quién es?
—Quisiera posada para esta noche.
—¿Pero quién es usted?
—Yo soy la Muerte.
—¡Adelante! ¡Adelante! Encantado. A usted sí le doy posada. Usted es igual con todos: lo mismo con los ricos que con los pobres, con los grandes que con los pequeños.
Y abriendo la puerta hizo pasar a la Muerte y le ofreció de todo lo que tenía, le preparó una mullida cama y, a la mañana siguiente, le dio de desayunar.
Antes de marcharse, la Muerte le dijo:
—¿Qué quiere usted que yo le dé?
—Hombre, yo no lo he hecho con esa intención, pero ya que lo ofrece…, pues vivir con algo de comodidad.
—Está bien. Te harás médico. Y cuando visites algún enfermo, si me ves en la cabecera, puedes decir que morirá sin remisión y que vaya preparando sus cosas. Por el contrario, si me ves en la parte de los pies, di con toda tranquilidad que el enfermo sanará; le das de beber cualquier cosa o que le pongan cualquier emplasto y pronto se curará. Y ahora, para empezar a hacerte famoso, vete a la ciudad del rey. La reina está muy enferma y hace mucho tiempo que la visitan los médicos, y no saben cómo curarla. Tú obra como yo te he dicho.
El carbonero, contento con lo que le había dicho, se lavó bien y, sacando del arca el traje de su boda, se fue a la ciudad cantando a más no poder.
Cuando llegó a la puerta del palacio del rey, dijo a los soldados que anunciaran que un médico venía dispuesto a curar a la reina. Pero al verle con aquella ropa y aquel aspecto tan tosco, no le creyeron ni le dejaron entrar.
Mas el carbonero no estaba dispuesto a desaprovechar la ocasión, por lo que se puso a gritar que tenía que ver a la reina, que tenía que ver a la reina, sin parar, una y otra vez.
Con el estrépito de los gritos del carbonero se asomó el rey a su balcón, y al oir que aquel hombre, con tipo de labriego decía que era médico y que pensaba curar a la reina, ordenó que le dejasen entrar, ya que los otros médicos, con aires y trajes de sabios, no habían logrado curar a su mujer.
El carbonero, seguido del rey y rodeado de una nube de doctores, se encaminó hacia la habitación donde estaba la reina. Cuando entró el carbonero, vio que la Muerte estaba a los pies de la cama y se alegró al verla allí. Los demás no tenían la facultad de ver a la Muerte, pues esta solo se aparecía para el carbonero.
El carbonero, adoptando aires de gran médico, tomó el pulso a la reina, examinó su lengua, le miró los ojos y luego dijo con seguridad:
—Yo sanaré en un momento a la reina.
Y pidió algunos ingredientes para hacer una cataplasma: vino, salvado, semillas, etc.
Al oír las cosas que pedía, los médicos se desternillaban de risa pensando en el ridículo que iba a hacer; pero el rey mandó que trajeran cuanto pidió. El carbonero lo mezcló todo, le puso la cataplasma a la reina y esta curó al instante.
Los médicos quedaron humillados, avergonzados, sin saber qué decir ante aquella curación tan repentina. Y decidieron dejarlo en ridículo. Para eso se reunieron en un rincón y acordaron que el más viejo de ellos se metiera en la cama fingiéndose enfermo, y luego pedir el parecer del carbonero.
Y al rey le dijeron:
—Señor. Para que vea Vuestra Excelencia que la curación de la reina ha sido una casualidad, hemos decidido que uno de nosotros se meta en la cama, y usted verá cómo ese hombrecillo nos demuestra que no sabe nada de medicina.
Se metió el médico más viejo en la cama y llamaron al carbonero, diciéndole que había una persona enferma en palacio y que deseaban la sanase.
Al entrar el carbonero en la habitación donde estaba el médico, vio que la Muerte estaba en la cabecera del enfermo, por lo que, sin acercarse siquiera, dijo firmemente:
—Este enfermo va a morir muy pronto.
Todos rompieron a reír y, lanzando carcajadas cada vez más grandes, se acercaron a la cama para decirle al acostado que se levantase. Pero quedaron aterrados al ver que este estaba lanzando su último suspiro.
Al ver el rey que, según había dicho el carbonero, su mujer estaba curada y el médico viejo se había muerto, ordenó a sus criados que arrojaran a palos a todos los médicos ignorantes.
Y dirigiéndose al carbonero le dijo:
—Vamos a ver; ¿qué deseas en premio por haber curado a mi mujer? ¿Y cuánto quieres cobrar por ser médico mío?
Y el carbonero le contestó igual que a la Muerte:
—¿Que qué quiero? Pues vivir con algo de comodidad.
Y habría que ver la vida que se dio en adelante el carbonero. Comía en la mesa del rey manjares que nunca había soñado ni que existían, y luego paseaba por el jardín, bajo los frondosos árboles que antes, en el bosque, tenía que tirar para convertir en carbón.
Un día, cuando mejor lo estaba pasando, detrás de un árbol se le apareció la Muerte y le dijo:
—¡Hola! ¿Ya me conoces, carbonero?
El carbonero sintió que la sangre se le helaba en las venas.
—¿A qué has venido, Muerte?
—He venido en tu busca.
—¡No puede ser! Mientras fui un miserable carbonero me dejaste vivir años y años en aquellas amarguras, y ahora, en cuanto llevo viviendo unos cortos días de felicidad, ¿vienes a buscarme?
—¿No decías tú que yo era igual con todos, con pobres y ricos, con grandes y pequeños? Ahora te ha llegado la vez y tienes que venir conmigo, no importa la situación en que estés.
—Bueno, pero en recompensa del favor que te hice aquella noche en la cabaña, te ruego me des tiempo para rezar un Padrenuestro y un Avemaría.
—Te lo concedo. Arrodíllate, rézalos y prepárate para venirte conmigo.
El carbonero se arrodilló, rezó un Padrenuestro, pero luego se levantó y dijo:
—Ahora no tengo ganas de rezar el Avemaría.
—Pero…
—¿No me dijiste que me concedías tiempo para rezar un Padrenuestro y un Avemaría? Pues hasta que no lo haya rezado, no me puedes llevar.
La Muerte se marchó despechada por el engaño que le había hecho el carbonero, y este siguió disfrutando de la buena vida en el palacio del rey. Pero la Muerte, deseando llevárselo con ella, un día fue al bosque y se colgó, pareciendo como si estuviera ahorcada.
El carbonero, al verla, dijo:
—Hombre, sí que es gracioso: la Muerte ha muerto. Ya estoy libre. Ahora no me puede llevar. Voy a rezarle un Avemaría para que tenga buen viaje.
Pero en cuanto rezó el Avemaría, la Muerte se descolgó del árbol y ante el asombro del carbonero, le dijo:
—Un engaño se vence con otro engaño. Ya eres mío.
Y se le llevó con ella.
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