viernes, 1 de marzo de 2019

El carbonero jugador.

En un pueblecito de las montañas navarras, vivía un carbonero muy aficionado al juego. Un día bajó del monte una hermosa carga de leña en su burro y la vendió a buen precio. Pero en vez de llevar el dinero a su casa, se metió en la posada del pueblo y allí le tentó un forastero para que jugase. El contrincante era el diablo y no es de extrañar que Larramet, el carbonero, perdiese rápidamente todo su dinero.

  Y el infeliz Larramet, se volvió a su casa triste y pensativo sin saber qué hacer. Había perdido el importe de la leña, y ahora no tenía nada para llevar de comer a su familia.

  Al pasar por la orilla del río se encontró con dos hombres. Estos eran Nuestro Señor Jesucristo y San Pedro.

  —Larramet —le dijeron—, ¿quisieras pasarnos a la otra orilla del río en tu burro?

  —De mil amores —dijo Larramet.

  Y uno a uno les pasó tan ricamente al otro lado, sin que se mojaran.

  —¿Qué deseas ahora en pago? —le preguntó Nuestro Señor.

  Larramet miró su gran saco vacío y decidió:

  —¡Poder meter en mi saco a quien quiera!

  —Bueno, pues tu deseo te es concedido.

  Inmediatamente Larramet volvió a la posada, y al encontrarse con el diablo, le dijo:

  —¡Métete en mi saco!

  Y quieras que no, como era un mandato de Dios, el diablo tuvo que entrar en el saco.

  Larramet puso el saco encima del burro y lo llevó a casa del herrero:

  —Amigo herrero —le dijo—, traigo una carga que es un poco dura y le hace daño al burro; dele, por favor, unos buenos martillazos.

  Y poniendo el saco encima del yunque, el herrero empezó «kaski-kaska», y el diablo a gritar ¡ay!, ¡ay!, a cada golpe que recibía.

  —¡Pegue usted! ¡Pegue! —urgía Larramet al herrero.

  —¡No, por favor! —aullaba el diablo—. ¡Ay!, ¡ay!, ¡ay! ¡Dejadme con vida, os lo ruego!

  El herrero seguía dándole al saco y el diablo gritando, hasta que se le ocurrió decir:

  —¡Larramet! ¡Larramet! ¿Qué quieres por soltarme?

  —¡Que me llenes el saco de oro!

  Y como los golpes menudeaban que era un gusto, el diablo tuvo que acceder y le llenó el saco de oro, marchándose molido al infierno.

  Y Larramet, más contento que unas pascuas, cargo el saco de oro en el burro y nunca fue más rápido a su casa. Y esta vez no paró en la posada para jugarse el dinero, no. Desde entonces, Larramet y su familia vivieron estupendamente. Puso cristales en las ventanas para que no entrara el frío, mandó a sus hijos al colegio y hasta comían carne y bacalao una vez por semana.

  Mas, ¡ay!, cuando a Larramet le llegó la hora de la muerte y se fue a la puerta del cielo apretando amorosamente el saco que le había dado Nuestro Señor, se encontró a San Pedro con cara ceñuda:

  —¿Qué quieres? —le preguntó.

  A Larramet le salió una risa de conejo.

  —Pues entrar en el cielo, como es natural.

  —¡Largo de aquí! Si cuando Nuestro Señor te ofreció lo que quisieras hubieras pedido algo para después de la muerte, ahora habrías podido entrar. Pero te ganó la avaricia. ¡Ospa! ¡Vete adonde tu compañero de juego!

  A Larramet no le quedó más remedio que acudir a la puerta del infierno.

  —¿Quién llama? —dijo el diablo con voz espantosa.

  —¡Larramet!

  —¿Eh? —se sobresaltó el diablo—. ¿Es que quieres darme otra paliza? ¡Cerrad la puerta! —ordenó a los otros diablos.

  Y Larramet se quedó sin entrar en el infierno.

  No le quedó más remedio que volver al cielo. Muy humildemente, le dijo a San Pedro:

  —Por favor, San Pedro. Si no me quiere recibir a mí, por lo menos deje entrar este saco en el cielo. Tiene un don de Nuestro Señor.

  —Bueno, eso sí; así no caerá en malas manos.

  Pero en cuanto el saco estuvo dentro del cielo, dijo Larramet en voz alta:

  —Que Dios me meta en el saco.

  Y, ¡zas!, se coló de repente en el cielo.

  Y cuentan las leyendas que, desde entonces, San Pedro anda rascándose la cabeza, no sabiendo cómo sacar del cielo a Larramet.

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