domingo, 24 de marzo de 2019

Santo Domingo de la Calzada

Nacido casi al hilo del año mil, fue santo Domingo en su existencia mortal un hombre
humilde e insignificante. Tanto que, según aseguran los cronistas, ningún monasterio
lo quiso admitir para ser fraile, al menos hasta después de muchos años, cuando su
conducta resultó bien conocida como ejemplo de vida piadosa.
Su vocación para el ejercicio de la caridad era muy grande y Domingo, al margen
del mundo eclesiástico, se construyó una choza junto al Camino de Santiago, y
dedicó todos sus esfuerzos a ayudar a los peregrinos, arreglando las sendas,
mejorando los pasos difíciles, tendiendo puentes y, con el paso del tiempo, fundando
comedores y refugios.
Muchos años después de muerto aquel santo caminero, en una posada al borde del
Camino, entre el burgalés Belorado y la riojana Nájera, sucedió su milagro más
famoso.
Llegó a la posada un matrimonio alemán, que en compañía de su hijo pregrinaba
hacia Santiago de Compostela desde su lejano país. El hijo era un mozo esbelto y
rubio, y al verlo, una de las mozas de la posada se sintió irremediablemente atraída
hacia él. Que la atracción era fatal lo demuestra el comportamiento que tuvo la moza
más adelante en el caso. Aquella noche, sin más preámbulos, fue a visitar al mozo en
su cámara, y parece que se metió en su lecho dispuesta a tener con él amorosa
comunicación. Mas el mozo, sea porque durante la peregrinación quería mantenerse
casto, sea por cualquier otra razón, o por la simple causa de encontrarse muy
fatigado, rechazó enérgicamente sin contemplaciones los arrumacos y la disposición
de entrega de la moza.
La muchacha se sintió tan despechada por el desprecio del joven alemán que
imaginó una venganza a la altura de su ira. Y como la malicia es capaz de nutrirse,
para su ejercicio, hasta de los más sagrados ejemplos, debió de recordar, por haberlo
oído en algún sermón, la historia de José y sus hermanos, y la de aquella copa que él
mandó esconder entre las pertenencias de ellos. Es el caso que la posadera tenía,
como el tesoro de su ajuar, un vaso, taza o cuenco de plata que había heredado de un
abuelo suyo. La moza se hizo furtivamente con el vaso y lo escondió en la mochila
del joven alemán. Cuando los peregrinos hubieron seguido su camino y el vaso fue
echado de menos por su dueña, la joven urdió los embustes precisos para que los
agentes de la justicia fuesen en busca de los alemanes y, tras registrar su
impedimenta, encontrasen el vaso escondido.
El joven fue acusado de ladrón y, sin que sirviesen de nada sus protestas y sus
juramentos de que era inocente, el juez lo mandó ajusticiar. Fue ahorcado al alba del
siguiente día, y su cuerpo, como ordenaba la ley, quedó colgado entre los cuerpos de
otros ahorcados que permanecían en el patíbulo, las cuencas vacías y los rostros y las
manos despellejadas por la voracidad de las aves carroñeras, para aviso y escarmiento
de maleantes.
Los padres del joven siguieron su camino hacia Santiago, llenos de dolor, y
consiguieron cumplir su voto de peregrinos. Al regreso de Santiago, los tristes padres
quisieron ver el terrible lugar donde debía permanecer el cuerpo de su hijo. Cuando
llegaron ante el patíbulo, entre un revolar de cuervos y urracas, descubrieron que el
cuerpo de su hijo se conservaba incólume, con color en las mejillas y el aire de estar
dormido y no muerto.
El ahorcado les sintió llegar, abrió los ojos y les sonrió. Luego, con voz tenue
pero serena, les dijo que no estaba muerto, gracias a Santo Domingo que, invisible,
permanecía junto a él desde el momento de la ejecución, sujetando sus piernas para
que el peso del cuerpo no hiciese correr y ajustarse a su cuello el nudo de la soga que
debía haberlo estrangulado.
Con mucha alegría y esperanza, los padres del joven acudieron al merino para
informarle del prodigioso suceso y pedirle que ordenase soltar al joven. Era la hora
del almuerzo y el merino se disponía a engullir dos rollizos pollos asados. El merino
escuchó cortésmente lo que los padres del joven le contaron, pero luego, tras ajustarse
al cuello la servilleta, aseguró con firme convicción que aquel hijo ahorcado de que
hablaban estaba tan vivo como los dorados pollos que había delante de él. En aquel
momento, aquellos cuerpos hechos ya vianda por la virtud de la manteca y del horno
se pusieron torpemente en pie y, descabezados y cojos como estaban, saltaron
tambaleantes de la mesa, y hay quien asegura que escaparon por la puerta cacareando.
En el interior de la catedral de Santo Domingo de la Calzada se recuerda este
milagro, y en una jaula hay siempre un gallo y una gallina tan vivos como aquel
joven ahorcado que, con la ayuda del santo justiciero, pudo terminar felizmente su
peregrinación.

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