domingo, 24 de marzo de 2019

La Santa Compaña

El abuelo de Benigno Sánchez había sido carpintero de ribera, y muchas de las dornas
con que seguían saliendo a faenar los pescadores de aquella orilla de la ría habían
sido fabricadas con sus manos. Los cambios en las costumbres, en los inventos y en
las técnicas, hicieron disminuir cada vez más los encargos de nuevas barcas y, muerto
el abuelo, obligaron a su padre a alternar el oficio con la instalación de cocinas
modernas. Soltero, Benigno continuaba viviendo en la casa familiar, y conservaba en
el taller las antiguas herramientas y algunas cuadernas y tablas de aquellas
embarcaciones, pero ya no practicaba directamente el oficio de sus mayores, aunque
seguía montando cocinas, como había hecho su padre en los últimos años de su vida.
También dedicaba parte de la jornada a los seguros. Servando Neira, agente de
una compañía de la capital que, de vez en cuando, venía a visitar a los armadores y
asentadores del pescado, solía tomar una copa en el bar del muelle, donde Benigno
jugaba todos los viernes la partida. Servando, al comprobar que había poca gente en
los contornos que Benigno no conociese y con la que no tuviese buen trato, le
convenció de que hacer seguros era una forma cómoda de ganar dinero, y le enseñó a
descifrar el contenido de aquellos formularios que parecían tan misteriosos.
En su primera semana como asegurador, Benigno fue capaz de convencer a dos
vecinos de las ventajas que tenían las pólizas contra los posibles riesgos que
amenazaban a la vivienda, hasta el punto de hacérselas firmar y pagar la
correspondiente prima. Desde entonces, dedicaba las tardes a recorrer la comarca con
una carpeta llena de los documentos de su nuevo oficio, con el ánimo dispuesto a
prevenir a todo el mundo contra el incendio fatal, el imprevisto pedrisco, las
epidemias que podían arruinar en pocos días un gallinero o un establo y hasta esos
accidentes fatales que acechan en la carretera a los automóviles, sobre todo a los
recién estrenados.
En un par de años, Benigno se hizo con un buen número de clientes. Viajaba
todas las semanas a Pontevedra para arreglar con Servando los papeles y ajustar sus
comisiones. Seguía instalando cocinas, pero no por necesitar aquel dinero sino, sobre
todo, porque resultó ser un trabajo que complementaba su labor en los seguros, al
permitirle conocer nuevas gentes y hablar con ellas sin prisas en sus propios
domicilios.
Para desplazarse por las aldeas en su trabajo de asegurador, Benigno se compró
una motocicleta que tenía ruedas adecuadas a los barrizales y cuestas que debía
recorrer. Bien envuelto en un impermeable verde, en la cabeza un casco de color rojo
con prominente visera oscura, cubierta la parte inferior de su rostro con una bufanda,
Benigno Sánchez aparecía acompañado por el ronquido de su moto, como una figura
característica que pronto se hizo familiar en los contornos.
Claro que, a veces, los clientes resultaban malos cumplidores de sus deberes y era
preciso visitarlos con insistencia para recordarles el vencimiento de un plazo y la
exigencia de pagar la prima, si querían que el riesgo quedase de verdad asegurado.
Una noche de invierno, tras la larga e infructuosa visita a una anciana testaruda que,
ausente el hijo, no podía entender que las pólizas vencían cada año, la rueda trasera
de la moto de Benigno pinchó. Llevaba un producto para esos percances, pero el
resultado no fue tan eficaz como anunciaba el fabricante, o había estado demasiado
tiempo sin usarse: el caso es que el pinchazo no quedó arreglado. En la oscuridad,
Benigno arrastró su motocicleta, esperando encontrar alguna casa donde dejarla al
resguardo antes de buscar la manera de regresar a su aldea. Sin embargo, anduvo
mucho tiempo perdido en el enredo de los caminos y de las sendas.
Era medianoche cuando Benigno se encontró cerca de un monasterio que había
sido muy importante en la región y que en aquellos tiempos estaba siendo restaurado.
El camino marcaba levemente su turbia claridad entre la oscura masa del arbolado y
Benigno esforzaba la vista para no tropezar, cuando a la vuelta de un recodo
aparecieron unas luces. Aquel día había habido mucha niebla, la noche seguía
cargada de humedad, y pensó que la bruma causaba el parpadeo y debilidad de
aquellas luces, pero mientras se aproximaba a ellas fue comprendiendo que su brillo
escaso y tembloroso estaba en la propia naturaleza de los objetos que la emitían,
grandes cirios que portaban los miembros de una procesión. Benigno se detuvo y
escuchó cómo se iba acercando el murmullo de una oración rezada por muchas bocas,
a la que servía de contrapunto el resonar de una campanilla. Imaginó que la procesión
estaba relacionada con algún asunto del monasterio y se apartó a un lado del camino
para dejarla pasar.
Delante de todos iba una figura alta, cubierta por una capucha, que sostenía una
gran cruz de madera, y detrás venían varias figuras más, también encapuchadas, que
componían lo que podía ser la cabeza de cualquier procesión religiosa: una, portadora
de un estandarte cuya imagen la oscuridad no permitía identificar; otra, que llevaba
un calderín de agua bendita con el hisopo; y una tercera que, cuando concluía la
oración o jaculatoria, agitaba la campanilla con tanta solemnidad como energía. Tras
ellas caminaba una pequeña columna de penitentes, o devotos, que llevaban los
grandes cirios.
Nada habría distinguido aquella procesión de cualquier otra, salvo el raro fulgor
de las luces, que irradiaban un halo fosforescente, formando alrededor del cortejo
cierto resplandor azulado, y el raro aspecto de sus componentes, los cuerpos cubiertos
por túnicas ajadas y rotas, las manos y los rostros muy flacos, las bocas sumidas, los
ojos apagados, las cabezas peladas y pálidas, y en todos ellos el mismo aire de
enajenada piedad.
La procesión pasó lentamente al lado de Benigno murmurando sus oscuras
oraciones. Otra figura encapuchada, que llevaba un farol, parecía cerrar la comitiva,
pero el casual espectador conoció enseguida que todavía faltaba un componente,
alguien que venía unos pasos más atrás, vestido con ropas comunes, la cabeza tocada
con una boina. Lo curioso de aquel penitente era su actitud, que contrastaba
fuertemente con la de los otros. Lejos del absorto y piadoso recogimiento de sus
compañeros y compañeras, andaba sin compostura, con pasos irregulares, torciendo
mucho el cuerpo, y parecía que se resistiese a caminar; además, llevaba los brazos
muy extendidos, como si en lugar de sujetar el cirio estuviese atado a él, y mostraba
en el rostro una mueca de dolor o de miedo, los ojos desorbitados y la boca
entreabierta.
Cuando el último de los penitentes descubrió la presencia de Benigno, su gesto se
transformó. Se acercó a él de un salto y, murmurando unas apresuradas palabras de
saludo, le entregó el cirio que sostenía en las manos, antes de alejarse corriendo
corredoira abajo y perderse en la oscuridad.
Durante unos instantes, Benigno contempló con sorpresa la llama violácea de
aquel cirio que el hombre le había entregado, hasta comprender, con un sentimiento
de horror y asco, que no era un verdadero cirio sino un gran hueso con la apariencia
de una tibia humana. A la vez, sintió que una fuerza violenta, que no era capaz de
resistir, lo hacía colocarse al final de la procesión, detrás de la figura del farol, en el
mismo lugar que había ocupado el hombre de la boina, y seguir a aquellos penitentes
en su lento caminar a través de la noche larga y fría. Así, Benigno Sánchez se vio
obligado a formar parte de la procesión.
A la hora del alba, el fulgor fosforescente de los macabros cirios se desvaneció de
repente, al tiempo que lo hacía toda la comitiva, y Benigno se encontró otra vez junto
a su moto, cerca de las tapias del monasterio, empapado de agua y con todo el cuerpo
dolorido.
Los esfuerzos por encontrar arreglo para el pinchazo y las incidencias del regreso
a su casa le hicieron apartar de su memoria el recuerdo de su extraña experiencia, y
cuando llegó la noche y se acostó, antes de quedarse dormido, imaginó que su
macabra aventura había sido solamente fruto de un sueño, tras deambular durante
horas perdido en las espesuras del monte.
Mas a la medianoche lo despertó una súbita ansiedad, atraído por una llamada
inaudible pero insistente, y empujado por la misma fuerza que le había hecho seguir a
la fantasmal comitiva la noche anterior. Apenas tuvo tiempo de calzarse y de ponerse
su impermeable, aceptando con fatalidad su destino: enseguida se encontró ocupando
el último lugar de la procesión, obligado a sostener su macabro cirio.
La procesión caminaba por los mismos lugares en que la primera luz del alba
anterior la había hecho desaparecer, y continuaba su nocturno vagar. Tras varias horas
de recorrer los caminos más apartados de los montes y los despoblados, la llegada del
alba volvió a hacer desaparecer la procesión, y Benigno se encontró de nuevo en su
casa, con el cuerpo molido y el ánimo deshecho.
Tenía ya la conciencia clara de que en la situación que aquella noche había vivido
por segunda vez se materializaba una de las leyendas espeluznantes tantas veces
escuchadas en la infancia, junto a la lumbre de la cocina. Aquella figura alta que
encabezaba la procesión era la Estadea, y él había quedado cautivo de la Santa
Compaña, el cortejo de las ánimas en pena que recorría cada noche los caminos
solitarios y que incorporaba a su comitiva a cualquier vivo que se cruzase con ella,
sujeto de un sortilegio que le obligaba a seguir noche tras noche al espectral cortejo
hasta que topase con otro vivo al que poder transmitir aquella maldición.
La fatal aventura se repitió una y otra vez, inexorablemente. Al amanecer, cuando
el sortilegio perdía su efecto y Benigno era devuelto a su casa, el cansancio lo hacía
quedar postrado durante horas, pero nunca se reponía del todo de las interminables y
frías caminatas nocturnas en la espectral compañía, y estaba tan desalentado que
apenas tenía fuerzas ni ganas para tomar un bocado. Abandonó sus compromisos de
carpintero y sus negocios de asegurador. A la vista de su nueva actitud y del desaliño
y suciedad que mostraba, los vecinos empezaron a preocuparse por el estado de su
salud y, sobre todo, por el de su razón.
Tras dos semanas en que Benigno no se había presentado en la agencia de la
capital, ni había contestado a las llamadas telefónicas, Servando vino a verlo a su
casa. Le sorprendió mucho encontrar a su colaborador con un aire tan desmejorado,
pero mucho más su desesperada confesión: cómo, preso del maleficio del
desventurado encuentro de aquella noche, había debido hacerse cargo del cirio del
acompañante de la Santa Compaña. Y Benigno le refirió todas las circunstancias del
encantamiento, los rezos lúgubres de las ánimas que debía acompañar, el repique
incesante de la campanilla y hasta los parajes que hasta entonces había ido
recorriendo en su tenebrosa caminata, que el alba de aquel mismo día se había
interrumpido en los peñascales que rodean una lejana y conocida ermita.
Servando Neira no supo qué contestar, confuso ante lo que consideraba un ataque
de locura de su colaborador. Intentó convencerle de que fuese al médico, pero el otro
estaba seguro de que la naturaleza de su mal no requería ese tipo de asistencia, y
Servando regresó a Pontevedra muy preocupado, sobre todo por la situación en que
quedaba la cartera de seguros que Benigno controlaba.
Servando volvió una semana después. Aquel atardecer debía visitar a algunos de
sus clientes relacionados con el negocio de la pesca, pero antes quiso saber cómo
evolucionaba la manía de Benigno, ya que si no había mejoría le correspondería a él
intentar hacerse cargo de los asuntos de su colaborador. Lo encontró peor, y con una
alarmante suciedad en todo su cuerpo. Benigno le confesó que se encontraba tan
agotado que ya no tenía fuerzas ni para cambiarse. Ciertamente, a Servando le llamó
la atención el aspecto de sus ropas, que no solamente estaban húmedas y sucias de
barro, sino con muchas rasgaduras y enganchones, en los que aún se veían prendidas
ramitas de zarza y espinos.
En su desvarío, Benigno le contó que las últimas noches la Santa Compaña había
dejado el camino habitual y seguía una ruta de tiempos antiguos, abandonada muchos
años antes, cubierta de maleza, y le mostró en las piernas los sangrantes arañazos que
le había causado cruzar aquellos terrenos asilvestrados. Confesaba haber llegado a la
desesperanza total, pues estaba convencido de que acabaría muriendo exhausto
alguna de las próximas noches, sin que ningún otro ser humano se cruzase en su
camino para que él pudiese transmitirle el horrible cirio y librarse del sortilegio. En la
inercia de aquel absurdo diálogo, Servando preguntó a su colaborador dónde les había
pillado el alba aquel día, y Benigno le habló de un viejo cementerio que había más
allá de las últimas playas.
El horroroso aspecto de Benigno no se desvaneció del recuerdo de Servando.
Aquella jornada algunos de los barcos se retrasaron, y con ello la subasta del pescado
terminó más tarde de lo previsto. Ya eran casi las doce cuando Servando acabó de
resolver los asuntos que lo habían llevado a aquel pueblo. No había cenado nada y
entró en una taberna para tomar un bocado, pero se acordó del desventurado Benigno
y pidió que le preparasen unos bocadillos, y con ellos una botella de vino, y se dirigió
a casa de su desdichado colaborador.
Cuando llegó, encontró la casa vacía y la puerta entornada. Se le ocurrió entonces
que acaso parte del delirio de Benigno era verdadero, y que quizá en su alucinación
se pasaba las noches vagando por los montes. Entonces, Servando se encaminó hacia
el lugar donde, según el sedicente encantado, debería continuar aquella noche la
caminata de la macabra procesión.
Dejó el coche a un lado de la carretera y descendió hasta el antiguo cementerio
por una pequeña senda desigual. Más abajo, ya cerca del acantilado, le pareció divisar
unas luces, como si un grupo de personas estuviese siguiendo la línea de la costa.
Eran bastantes, y demasiado visibles como para imaginar que se tratase de una señal
de los reprobables contrabandos y tráficos que tenían lugar en aquella zona, y
Servando pensó que acaso había ocurrido alguna desgracia.
Se acercó a las luces, hasta comprobar que su brillo era inusual y que se trataba de
una extraña procesión. Inmóvil y desconcertado, miró pasar a su lado a los miembros
de la comitiva, escuchó el ronco murmullo de sus rezos, el repicar agudo de la
campanilla. Detrás de la figura con el farol, el desdichado Benigno Sánchez se
arrastraba sujetando su cirio. Cuando descubrió a Servando Neira, los ojos
mortecinos recuperaron todo su brillo. «Que queiras que non queiras», oyó éste que
Benigno murmuraba mientras le obligaba a agarrar el cirio, antes de escapar
corriendo entre la noche.



No hay comentarios:

Publicar un comentario