miércoles, 6 de marzo de 2019

La profecía de Julio César

Querido Bruto, a ti que eres mi favorito y el joven en el que he depositado toda mi confianza, quiero contarte uno de los hechos más extraños que me han acontecido en mi accidentada vida. Mi carrera ha sido difícil y arriesgada, como bien sabes. Solo ahora, contigo y rodeado de mis fieles, sé que estoy seguro.

  Aunque soy conocido como Julio César, el conquistador de las Galias, en verdad ha sido la Hispania el territorio más querido y trascendente para mí. Fui nombrado cuestor de la provincia de Hispania cuando contaba con veintiséis años, después de varias vicisitudes en Roma que a punto estuvieron de costarme la vida a manos del cruel Sila.

  Como todo el mundo sabe, el Templo de Melkart —que así conocían los fenicios a nuestro héroe Hércules— es uno de los más venerados de todo el Mediterráneo. Ubicado en la Bética, en al antiguo territorio tartésico, el Templo de Melkart se alza, imponente, en la isla de Sancti Petri, algo al sur de Gadir, el famoso emporio fenicio. Muchos dicen que el origen de ese templo gaditano se remonta a los antiguos egipcios, que mantuvieron ancestrales relaciones con el sur de la Hispania. Sea como fuere, el caso es que desde hace al menos mil años, los fenicios fundaron Gadir y desarrollaron su culto a Melkart en el extraño templo de Sancti Petri, consagrado inicialmente por egipcios o por exiliados de la Guerra de Troya, que eso no lo sé bien y ambas leyendas fundacionales he escuchado.

  Pues bien, algunos de mis hombres de confianza me recomendaron que acudiese al templo para solicitar amparo y auxilio de los dioses. Preocupado por mi presente, quería conocer mi futuro. La fama del templo sagrado atraía a numerosos fieles, que acudían a consultar sus oráculos. En algunas ocasiones, los augures recurrían al escrutinio de las vísceras de los animales sacrificados, pero los presagios más preclaros acontecían durante el sueño sagrado.

  Ya te dije, Bruto, que era un templo misterioso, en el que desde siempre estuvieron prohibidos los sacrificios humanos a pesar de la afición que los salvajes de los cartagineses tuvieron por esos menesteres. Durante su expansión, los cartagineses dominaron estas costas, cercenando la libertad de sus antiguos parientes los fenicios. Cuando hace ya un siglo, aplastamos su maldito imperio tras la Tercera Guerra Púnica, muchos de los poderosos y ricos mercaderes que lograron escapar del Cartago arrasado por Escipión el Africano se instalaron en Gadir y sus alrededores, haciéndose pasar por fenicios. Dado el carácter pacífico de los turdetanos, que así llamamos a los descendientes de los tartesios, aquellos exiliados pudieron prosperar con toda naturalidad, mezclándose con los del lugar. Me temo que, de alguna manera, son los que controlaban el gran templo de Melkart, desde donde dirigían sus prósperos negocios de salazones y metales.

  Enclavado en una isla cercana a la costa, algo al sur del emporio de Gadir, como te conté, el santuario recortaba su imponente silueta al atardecer. No todo el mundo tenía acceso al Herakleión, el recinto sagrado. Mis emisarios ya habían anunciado mi llegada, y los sacerdotes, conocedores de mi alta dignidad en la provincia, habían dispuesto de una pequeña embarcación para que me transportase a la isla. Algunos de mis generales, al comprobar que sólo me dejaban acceder a mí, temieron que pudiera tratarse de una emboscada y me recomendaron no subir a la barca, temerosos de que mi vida corriera riesgo.

  —Un hombre valiente —les respondí— cuando va a conocer los designios de los dioses no teme a las cosas de los humanos. No preocuparos, nada me pasará.

  Embarqué con un remero silencioso que no pronunció palabra alguna durante el corto trayecto hasta el embarcadero del templo. Allí me esperaban dos sacerdotes con sus trajes talares de púrpura y unas capuchas que le concedían un aire misterioso que me estremeció. Por un instante pensé en regresar y atender así los prudentes consejos de mis allegados. Pero la sola idea de retroceder me indignó. ¿Cómo podía ni siquiera pasárseme por la cabeza a mí, uno de los elegidos, la peregrina idea de huir? Nada ni nadie podría impedir la cita que esa noche tenía con los dioses. Ansiaba alcanzar la gloria y esperaba que los presagios sagrados me la confirmaran. Entonces era joven como tú, querido Bruto, y mi ambición no conocía límites. A la edad que yo tenía cuando visité el templo del Melkart, mi admirado Alejandro Magno ya había conquistado imperios y sometidos a monarcas a sus pies. Yo apenas si podía mostrar en mi balanza de éxitos alguna que otra escaramuza militar y cierta habilidad política y dialéctica. Pero mis logros empequeñecían ante los del gran Alejandro al que yo pretendía emular. ¿Qué digo emular? Mi sueño era superar sus gestas, pero, para eso, necesitaría del favor de los dioses, esos mismos dioses que le vaticinaron a Alejandro que llegaría a dominar el mundo durante su sueño sagrado en el oasis de Siwa. A raíz del augurio, el militar más brillante que vieran los siglos se puso al frente de sus tropas y sin descanso avanzó heroicamente hasta la India, derrotando al formidable imperio persa. Los dioses fueron pródigos y generosos con él, ¿por qué no habrían de serlo conmigo?

  Los sacerdotes que me aguardaban se encaminaron hacia el templo, sin pronunciar palabra alguna. Les seguí a una distancia reverencial. Quería ganarme el favor de los dioses y la modestia y la prudencia siempre era buenas embajadoras. El santuario se levantaba, colosal, sobre una elevación en la parte oeste de la isla, construido en su mole exterior con piedra blanca. En las puertas y suelos se advertía el uso de una rica piedra negra, mármol, probablemente. Se adivinaban algunas construcciones muy antiguas y otras de factura más reciente. Antes de acercarme hasta sus puertas monumentales, me estremecí al recordar como el general cartaginés Amílcar Barca hizo jurar a su hijo Aníbal, ante el altar de aquel mismo templo, odio eterno a los romanos. Créeme, Bruto, que el Templo gaditano resulta estremecedor y que podía sentir en mi piel el enorme poder de los dioses que gobiernan nuestras vidas y fortunas.

  Una explanada de piedras pulimentadas nos condujo ante la puerta monumental del santuario, enmarcada entre dos grandes columnas, en cuyas enormes hojas de bronce se encontraban esculpidos los doce trabajos de Hércules, dos de los cuales, el de los toros de Gerión y el del jardín de las Hespérides, habían acontecido sobre aquel feraz territorio del antiguo Tartessos. Los visitantes de menor rango, debían conformarse con realizar sus ofrendas ante las columnas de esas puertas; solo los escogidos podían franquear la entrada a lo más sagrado del templo.

  Una vez dentro, los sacerdotes levantaron sus capuchas para mostrar sus cabezas completamente rasuradas. La tenue luz del crepúsculo doraba las lisas paredes de piedra.

  —Ahora —fueron las primeras palabras que escuché de aquellos sacerdotes—, antes que nada, su donativo. Pasemos a la sala del tesoro, allí podrá depositarlo.

  Ni que decir tiene, querido Bruto, que jamás había visto tal acumulación de riquezas en lugar alguno. Además de joyas, monedas de oro y plata y tesoros varios que harían palidecer al más rico de entre los ricos persas o romanos, destacaban la figura del árbol que el mítico rey fenicio Pigmalión donó al templo y que por frutos daba piedras preciosas. Pude acariciar el cinturón del héroe troyano Teucro, que había sido donado en la consagración del templo. Eran tantas y tan variadas las riquezas de aquella sala que me sentí ridículo con mi donación, por más que de oro fueran las muchas monedas que portaba en mi bolsa. Extendí mi mano con modestia y el sacerdote, sin abrirla, la depositó junto a una escultura de oro y piedras preciosas que representaba a Hércules.

  —Gracias. Hércules comunicará tu generosidad a los dioses, que esta noche te responderán de idéntica manera. Ahora vamos.

  Abandoné la sala del tesoro abrumado por aquella hiperbólica ostentación, ante la que me sentí pequeño y pobre. ¿Compararían los dioses mi estipendio con las magnificencias que allí había podido observar? ¿Me considerarían un pobre insignificante y decidirían castigar mis ínfulas desbordadas?

  —Ahora, vamos a postrarnos ante la sepultura de Hércules. Debes implorar su intercesión para que los dioses sean benignos contigo y te visiten esta noche en sueños.

  En una esquina se encontraban dos altares, uno dedicado al Hércules egipcio y otro al Melkart fenicio, sin imagen alguna. Los altares estaban franqueados por cuatro columnas de bronce que mostraban esculpidos unos extraños signos.

  —Se trata de la antigua escritura sagrada de Tartessos —comentó uno de los sacerdotes al observar mi interés—. Dicen que es antiquísima, nadie sabe leerla hoy en día.

  Rogué a Hércules que los dioses me fueran proclives y que esa noche me visitaran en mis sueños para mostrarme el camino de la gloria. «Hércules —le supliqué— atiende mis plegarias, por favor. Tú, que eres el héroe entre los héroes, comprenderás la ansiedad que me corroe. Pasan los años, me encamino hacia mi madurez, sin que aún haya podido conocer la gloria. Por favor, intercede por mí, quiero igualar al menos al gran Alejandro y ser el más fiel de tus discípulos». Al incorporarme de mi genuflexión experimenté un placentero estremecimiento que tomé por buen augurio. Desde ese mismo instante supe que Hércules intercedería a mi favor.

  Había anochecido y la luz trémula de las antorchas conferían un aire espectral a aquel gran patio en el que se encontraban los altares a los dioses, todos ellos sin figuras ni esculturas alguna.

  —Los sacerdotes tenemos la sagrada responsabilidad de mantener siempre el fuego avivado sobre las aras. Como puedes observar, en este templo los altares no se ocultan en cellas oscuras, sino que se encuentran en la intemperie, en este gran patio, bajo el sol, durante el día, y cubiertos por las estrellas al caer la noche. No puede existir cubierta ni techumbre más del gusto de los dioses.

  —Así es —me atreví a responder.

  —Has tenido suerte, romano. Pocos son los que acceden a este lugar sagrado, vedado para los sacerdotes.

  —Espero poder recompensaros algún día el alto honor que me habéis concedido.

  —Que así sea. Vamos ahora a asearnos.

  De nuevo, en silencio, atravesamos el gran patio, sin acercarnos a los altares, hasta llegar a dos pozos con ricos brocales de piedra tallada.

  Es otra de las muestras de la magia del lugar. Uno de estos pozos es de agua dulce, mientras que del otro mana agua salobre. El primero sube con la pleamar, mientras que el segundo lo hace con la bajamar.

  Siguiendo sus indicaciones, me lavé las manos y la cara en una pila que previamente habían llenado con agua de los dos pozos. Después, me acercaron una toalla del mismo lino con el que tejían sus trajes talares para que pudiera secarme por completo.

  —Ya estás purificado, debes comer y beber ahora algo, para prepararte para el sueño sagrado. Nuestra misión termina aquí, otros serán los que guíen tus pasos a partir de ahora. Nos veremos de nuevo mañana, cuando regresemos a la barca que te transportará hasta donde te esperan los tuyos.

  Dos nuevos sacerdotes, de más edad que los anteriores y descalzos como ellos, me condujeron en silencio ante un reducido triclinium, donde se encontraban dispuestos algunos alimentos y una jarra de vino.

  —Te dejaremos solo ahora. Come frugalmente mientras te bebes el vino con miel que te hemos dispuesto. Aprovecha para ordenar tus ideas y concretar tus peticiones. En un rato, pasaremos a por ti para conducirte hasta la sala del sueño, donde deberás dormir a la espera de que los dioses se dignen a visitarte en tus sueños.

  Apenas si probé bocado, nervioso ante la trascendencia del momento. Saboreé la hidromiel que me había servido con generosidad de la jarra. Aquel vino dulce me supo a gloria. Y, poco a poco, comencé a relajarme. La serenidad y quietud de aquella sagrada penumbra y, probablemente, algún brebaje añadido a la hidromiel, me produjeron con rapidez un estado de somnolencia.

  —Es el momento de partir hacia la sala del sueño —la voz de un sacerdote me sobresaltó—. Disponte a abrir tu mente a los designios de los dioses.

  Me incorporé y lo seguí a través de un largo pasillo, al final de cual se encontraban unas escaleras que bajaban a una sala subterránea, que conservaba un ambiente fresco.

  —Túmbate aquí y cierra los ojos. Procura orar a los dioses mientras te duermes. Si eres digno, conocerás tu futuro a través del sueño sagrado.

  Cuando me dejaron solo me tumbé en un camastro muy cómodo que se encontraba apoyado en una de las paredes. Cerré los ojos y apenas había comenzado a musitar una oración a Júpiter cuando quedé profundamente dormido. Muchas horas después, cuando el sol ya había llegado a su cénit sentí la suave sacudida de una mano que me despertaba.

  —Despierta, ahora iremos a ver al sumo sacerdote, por si necesitas interpretar algunos de tus sueños.

  Acostumbrado a la vida militar, me levanté de un salto. Arreglé algo mis ropajes y atusé mis cabellos, pues no quería aparecer desaliñado ante la máxima dignidad del templo. Mientras subía las escaleras, le comenté al sacerdote que me precedía:

  —Iré a presentar mis respetos al gran pontífice, aunque no precisaré de interpretación alguna de mis sueños. Los dioses me han hablado con claridad suficiente.

  El sacerdote no me respondió y me condujo ante el mayor de los altares que se encontraba en el centro del gran patio. El gran sacerdote me esperaba allí, imponente con sus hábitos talares y sus cintas de púrpura. Extendió sus manos hasta posarlas sobre mis hombros y me presionó para que hiciera una genuflexión de respeto ante las deidades. Después nos sentamos sobre unos bancos de mármol ricamente tallados. Sólo entonces me preguntó.

  —Dime… ¿te han visitado los dioses en sueños?

  —Sí. He tenido sueños tan vívidos que los recuerdo con todo detalle.

  —Eso es bueno. Debes agradecer a los dioses que se hayan dignado a visitarte.

  —Se lo agradezco con toda la fuerza de mi alma —le respondí con sinceridad.

  —¿Necesitas que interprete algún sueño de carácter alegórico cuyo sentido no hayas logrado desentrañar?

  —Muchas gracias, pero creo que no será necesario, he recibido el mensaje con una sorprendente claridad.

  —Entonces, ¿has comprendido los designios divinos?

  —Sí —y mi mirada resplandeció de satisfacción y orgullo—. Seré tan grande como Alejandro Magno, mi nombre pasará a la historia y gobernaré un vasto imperio.

  El sumo sacerdote, sorprendido sin duda por mi seguridad y altivez, tardó un rato en reaccionar. Tras poner la mano sobre mi coronilla, me dijo mientras me levantaba:

  —Sin duda, eres un elegido. Marcha ahora, los dioses te protegerán. Pero cuídate de tu propia soberbia, será tu más peligrosa enemiga.

  El gran sacerdote se giró sin pronunciar ninguna otra palabra y se perdió, solemne, entre las penumbras de una de las puertas laterales. Yo regresé eufórico hasta donde los míos me esperaban ansiosos, inquietos por mi retraso. Cuando les conté la buena nueva, me felicitaron y abrazaron para jurarme obediencia eterna. Esa misma tarde me dirigí hacia Gadir, donde al día siguiente visité al cabeza de la riquísima familia de los Balbo, que gobernaba una vasta fortuna cimentada en la minería, la pesca y el comercio.

  Te ahorro los detalles por hacerte esta historia breve. Estuve varias jornadas con él, hablando de negocios políticos y de alianzas, pues los tentáculos de poder de los Balbos se adentraban en el mismísimo corazón de Roma. A partir de ese momento me ayudó con dinero e influencias y decidí anticipar mi regreso a Roma para afrontar retos mayores. El augurio de los dioses me había otorgado una confianza sin límites y mi osadía asombró a propios y extraños. El resto de la historia, querido Bruto, la conoces bien. Ya en Roma, conquisté el poder de una prelatura. Después regresé a Hispania, donde encabecé la guerra contra los lusitanos. Como te puedes figurar, antes de partir hacia el frente, acudí de nuevo a escuchar el oráculo del templo de Melkart, que me fue también favorable. Tras mi victoria, entré triunfante en Roma, donde logré ser elegido cónsul y formé mi primer Triunvirato con Craso y Pompeyo, entonces mi aliado y después mi peor enemigo.

  Al finalizar mi consulado fui designado como procónsul en la provincia de la Galia, que logré dominar por completo gracias a mi contundente victoria sobre el líder galo Vercingétorix. Tras la batalla de Alesia logré extender los dominios de Roma hasta los bosques oscuros de la Germania. Fui el primer general romano en adentrarse triunfante en la Bretaña y la Germania y mi fama se extendió por todos los rincones del vasto territorio romano. Pero mientras yo arriesgaba mi vida por la gloria de Roma, los intrigantes senadores comenzaron a conspirar contra mí, lo que me hizo desafiar su poder y regresar a Roma para defender mis derechos. Fue entonces cuando crucé el Rubicón y pronuncié aquella frase llamada a convertirse en famosa, «Alea jacta est», la suerte está echada. Muchos me tuvieron por loco por aquella osadía suicida, pero yo me sabía invencible gracias al apoyo de los dioses augurado en mi sueño gaditano.

  Tuvo lugar entonces una cruel guerra civil contra Pompeyo con el que guerreé en Asia, Egipto —donde conocí los encantos de la reina Cleopatra— y de nuevo a Hispania, mi gran provincia, donde obtuve la victoria definitiva de Munda. Debo de confesarte que antes de este último enfrentamiento, dado que mis fuerzas eran inferiores, acudí por tercera, y última vez hasta ahora, al antiguo santuario de la tierra tartésica para solicitar el amparo de los dioses, que se volvieron a mostrar benignos conmigo. Con esa confianza en el apoyo divino encaré la batalla con un arrojo sin límites, obteniendo una sonora e inesperada victoria. Te he de confesar que mientras preparaba nuestro campamento, ordené cortar todos los árboles que pudieran molestarnos y fue entonces cuando me comunicaron la existencia de una palmera, lo que tomé por un excelente presagio, dado que es el símbolo de Astarté, tan querida por los antiguos tartesios, cuya impronta siempre admiré y agradecí.

  Esa victoria me otorgó el poder en Roma y la paz y prosperidad que ahora disfrutamos. Este mes de marzo, por vez primera en mi vida, me siento sereno y feliz. Gracias, Bruto, por acompañarme hoy al Senado y por escuchar las batallitas de este veterano militar que soñó con la gloria y la gloria obtuvo, tal como le vaticinó el sueño sagrado del templo de Melkart. Solo hay una cosa de lo entrevisto en el primer sueño que no logré descifrar. Mi excitación y soberbia me impidió consultársela al sumo sacerdote. Mil veces he pensado en aquella frase que los dioses me susurraron en sueños. «Nadie te derrotará en la batalla. El hierro enemigo no te dañará, el amigo te matará». ¿Le ves sentido a la frase, Bruto? ¿A quién podría yo temer?

  —… Pero, Bruto, ¿qué haces? ¿Por qué se acercan tus amigos con las armas desenvainadas? ¿Qué ocurre? ¡No, no…! ¡¿Tú también, hijo mío?!

  Julio César murió asesinado ese día en el Senado por Bruto y Casio en la famosa conspiración de los «idus de marzo». Su muerte provocó el estallido de otra guerra civil. Los sacerdotes del Templo de Melkart sintieron una honda pena por aquella muerte, que ellos ya sabían segura.

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