viernes, 1 de marzo de 2019

La princesa Kwan-yin

Hace mucho tiempo, en China, vivió cierto rey que tenía tres hijas. La más hermosa de todas ellas era Kwan-yin, la menor. El anciano rey estaba muy orgulloso de su hija, porque de todas las mujeres que habían vivido alguna vez en el palacio era ella la más atractiva. No tardó mucho, por tanto, en decidir que ella debía ser la heredera del trono, y su esposo el gobernante de aquel reino. Pero, por extraño que parezca, Kwan-yin no estaba contenta con aquel golpe de suerte. No le interesaba la pompa y el esplendor de la vida en la corte. No le atraía la idea de ser reina, incluso creía que en un puesto tan importante se sentiría fuera de lugar e infeliz.

    Pasaba todo el día en su dormitorio, leyendo y estudiando. Como resultado de su trabajo diario, pronto superó el conocimiento de sus hermanas y su nombre era conocido hasta en los rincones más lejanos del reino como «Kwan-yin, la princesa sabia». Además de su amor por los libros, Kwan-yin era muy considerada con sus amigos. Cuidaba su comportamiento tanto en público como en privado. Su amable corazón estaba siempre abierto a los lamentos de los que tenían dificultades. Era bondadosa con los pobres y con los que sufrían. Se había ganado el afecto de las clases inferiores y para ellos era una especie de diosa a quien podían apelar siempre que tuvieran hambre o sufrieran necesidad. Algunos incluso creían que era un espíritu que había bajado a la tierra del Cielo del Oeste, y otros decían que en otra vida había sido príncipe en lugar de princesa. Aunque esto fuera cierto, una cosa era segura: Kwan-yin era pura y buena, y merecía todas las alabanzas que le prodigaban.

    Un día, el rey sintió que la hora de su muerte se acercaba y llamó a su hija favorita a su aposento. Kwan-yin se arrodilló ante su padre y apoyó la frente en el suelo en señal del más profundo respeto. El anciano le pidió que se levantara y se acercara. Tomó la mano de la joven cariñosamente entre las suyas y le dijo:

    —Hija, bien sabes cuánto te quiero. Tu modestia y tu virtud, tu talento y tu amor por el conocimiento te han hecho favorita de mi corazón. Como ya sabes, te elegí hace mucho tiempo como sucesora. Te prometí que tu marido gobernaría en mi lugar. Casi ha llegado el momento en el que tendré que montar en el dragón y convertirme en un huésped de las alturas. Es necesario que te cases.

    —Pero, padre —titubeó la princesa—, no estoy lista para casarme.

    —¿Que no estás lista? ¿No tienes dieciocho años? ¿No se casan las jóvenes de nuestro país mucho antes de llegar a esa edad? Debido a tu deseo de aprender he postergado la elección de tu marido, pero ya no podemos esperar más.

    —Padre, escucha a tu hija y no la obligues a renunciar a lo que más aprecia. ¡Deja que entre en un tranquilo convento donde pueda dedicar mi vida al estudio!

    El rey suspiró profundamente al oír estas palabras. Quería a su hija y no deseaba herirla.

    —Kwan-yin —le dijo—, ¿deseas dejar pasar la primavera de tu juventud, ceder este poderoso reino? ¿Deseas entrar en un convento y despedirte de la vida y de todos sus placeres? ¡No! Tu padre no lo permitirá. Me apena decepcionarte, pero dentro de un mes te casarás. He elegido como tu compañero real a un hombre de nobles características. Ya conoces su nombre, aunque nunca lo has visto. Recuerda que, de las muchas virtudes existentes, el respeto filial es la principal; me debes más a mí que al resto de personas sobre la tierra.

    Kwan-yin palideció. Se derrumbó, temblando, pero su madre y sus hermanas la sostuvieron y gracias a sus cariñosos cuidados recuperó la consciencia.

    Todos los días de ese mes, los familiares de Kwan-yin le suplicaron que olvidara lo que ellos consideraban una idea estúpida. Sus hermanas habían desechado hacía mucho la idea de convertirse en reinas y la decisión de Kwan-yin las asombraba. Que prefiriera un convento en lugar de un trono les parecía una señal clara de locura. No dejaban de preguntarle las razones de tan extraña elección. Ante cada pregunta, Kwan-yin negaba con la cabeza y contestaba:

    —Me ha hablado una voz del cielo y debo obedecerla.

    La víspera del día de la boda, Kwan-yin se escabulló de palacio y, después de una agotadora jornada, llegó a un convento llamado «Claustro del Gorrión Blanco». Iba vestida como una pobre doncella y dijo que deseaba convertirse en monja. La abadesa, que no sabía quién era, no la recibió amablemente. De hecho, le dijo a Kwan-yin que no podían aceptarla en la hermandad, que el cupo estaba completo. Al final, después de que Kwan-yin derramara muchas lágrimas, la abadesa la dejó entrar, pero solo como criada, y le advirtió que la expulsaría de allí al menor error.

    Kwan-yin, tras conseguir la vida con la que tanto había soñado, intentaba sentirse satisfecha. Pero las monjas parecían intentar que su estancia con ellas fuera insoportable. Le daban las tareas más duras y rara vez tenía un momento para descansar. Estaba ocupada todo el día, transportando agua de un pozo que había a los pies de la colina o buscando leña en un bosque cercano. Por la noche, con la espalda casi rota, seguían ordenándole tareas que habrían sido suficientes para aplastar el espíritu de cualquier mujer menos valiente que la hija del rey. Olvidando su tristeza e intentando esconder la mueca de dolor que a veces arrugaba su hermosa frente, Kwan-yin intentaba conseguir el aprecio de aquellas implacables mujeres. Aunque le hablaban con dureza, ella se mostraba amable y nunca se dejaba llevar por la rabia.

    Un día, mientras la pobre Kwan-yin recogía madera en el bosque, oyó un tigre avanzando a través de los arbustos. Como no tenía modo de defenderse, murmuró una oración a los dioses para que la ayudaran y esperó tranquilamente la llegada de la imponente bestia. Para su sorpresa, cuando el animal sediento de sangre apareció, en lugar de hacerla trizas empezó a ronronear suavemente. No intentó hacer daño a Kwan-yin; se frotó contra ella de modo amistoso y dejó que le acariciara la cabeza.

   

Se pasaba el día transportando agua.

    

    Al día siguiente, la princesa regresó al mismo lugar. Allí encontró no menos de una docena de bestias salvajes trabajando a las órdenes del amistoso tigre. Estaban reuniendo madera para ella, y en breve amontonaron suficiente maleza y leña para abastecer al convento durante seis meses. Por lo que parecía, incluso los animales salvajes del bosque estaban más capacitados para juzgar su bondad que las mujeres de la hermandad.

    En otra ocasión, mientras Kwan-yin subía la colina por vigésima vez llevando dos grandes baldes de agua en una vara, un dragón gigantesco apareció ante ella. En China, el dragón es una criatura sagrada, de modo que Kwan-yin no se asustó, porque sabía que no había hecho nada malo.

    El animal la miró un instante, agitó su horrible cola y lanzó fuego por sus fosas nasales. A continuación, tras volcar la carga de la sorprendida doncella, desapareció. Muerta de miedo, Kwan-yin subió corriendo la colina hacia el convento. Al acercarse al patio interior se quedó asombrada al ver en el centro del espacio abierto un nuevo edificio de sólida piedra. Había surgido mágicamente después de su último viaje colina abajo. Al acercarse vio que la construcción tenía cuatro entradas abovedadas. Sobre la puerta que daba al oeste había una tablilla con las siguientes palabras: «En honor a Kwan-yin, la princesa leal». En el interior había un pozo con el agua más pura, y para extraer el agua había una extraña máquina como la que Kwan-yin y las monjas no habían visto otra igual.

    Las hermanas sabían que aquel pozo mágico era un homenaje a la bondad de Kwan-yin, así que durante algunos días la trataron mucho mejor.

    —Ahora que los dioses han cavado un pozo en nuestra misma puerta —dijeron—, la muchacha nueva no tendrá que transportar el agua desde el pie de la montaña. Pero ¿por qué extraña razón han grabado en piedra el nombre de esta pordiosera?

    Kwan-yin oyó sus desagradables palabras, pero se mantuvo en silencio. Ella podría haberles explicado el significado del regalo del dragón, pero decidió dejar a sus compañeras en la ignorancia. Al final, las egoístas monjas olvidaron lo ocurrido y volvieron a tratarla incluso peor que antes. No soportaban ver a la pobre muchacha disfrutando de un momento de ociosidad.

    —Este lugar es para trabajar —le decían—. Todas nosotras hemos trabajado duro para ganarnos el puesto. Tú debes hacer lo mismo.

    Así le robaban toda oportunidad para estudiar y rezar, y no le reconocían el mérito por el pozo mágico.

    Una noche, unos extraños ruidos despertaron a las hermanas y pronto oyeron el estruendo de una trompeta al otro lado de los muros del complejo. Los espías habían descubierto el paradero de la princesa huida y su padre había enviado a un gran ejército a atacar el convento.

    —Oh, ¿quién es la culpable de este infortunio? —exclamaron las mujeres, mirándose unas a otras con gran temor—. ¿Quién nos ha hecho tanto mal? Hay alguien entre nosotras que ha cometido un terrible pecado y por eso los dioses están a punto de destruirnos.

    Se miraron unas a otras, pero ninguna pensó en Kwan-yin porque no la consideraban suficientemente importante para atraer la ira del cielo. Además, se había mostrado tan dócil y mansa durante su estancia en la orden que no la imaginaban capaz de cometer ningún crimen.

    Los amenazantes sonidos del exterior se acercaban cada vez más. Un grito se alzó a la vez entre las mujeres:

    —¡Están a punto de quemar nuestra sagrada morada!

    Los soldados estaban preparando una gran fogata y el humo comenzaba a elevarse al otro lado del recinto. Pronto, los muros del convento quedarían reducidos a cenizas.

    De repente, una voz se oyó sobre el tumulto de las llorosas hermanas:

    —¡Ay de mí! Yo soy la causa de todos estos problemas.

    Las monjas se giraron, asombradas, y descubrieron que quien hablaba era Kwan-yin.

    —¿Tú? —exclamaron, perplejas.

    —Sí, porque en verdad soy la hija del rey. Mi padre no quería que entrara a formar parte de esta santa orden, así que hui de palacio y ahora ha enviado este ejército para quemar el edificio y llevarme de vuelta.

    —¡Mira lo que has provocado, desdichada! —exclamó la abadesa—. ¿Así es como nos pagas nuestra amabilidad? ¡Quemarán nuestro hogar con nosotras dentro! ¡Qué desgraciadas nos has hecho! ¡Que las maldiciones del cielo caigan sobre ti!

    —¡No, no! —exclamó Kwan-yin, que se había levantado para evitar que la abadesa pronunciara aquellas temidas palabras—. No tienes derecho a decir eso, porque yo soy inocente. Pero ¡esperad! ¡Pronto veremos a qué oraciones responden los dioses, si a las vuestras o a las mías!

    Dicho esto, presionó la cabeza contra el suelo y rezó a los todopoderosos para que salvaran el convento y a las hermanas.

    Fuera se oía ya el crepitar de las codiciosas llamas. El Rey Fuego destruiría pronto todos los edificios de aquella colina. Locas de terror, las hermanas se prepararon para abandonar el complejo y entregar todas sus pertenencias a las crueles llamas y a los aún más crueles soldados. La única que permaneció allí fue Kwan-yin, que seguía rezando y pidiendo ayuda.

    De repente, una suave brisa se levantó en el bosque vecino; unas oscuras nubes se reunieron sobre sus cabezas y, aunque estaban en la estación seca, una fuerte lluvia descendió sobre las llamas. En cuestión de cinco minutos el fuego se había extinguido y el convento se había salvado. Justo cuando las temblorosas monjas agradecían a Kwan-yin la ayuda divina que les había proporcionado, dos soldados que habían escalado el muro exterior entraron y preguntaron bruscamente por la princesa.

    La muchacha, atemorizada porque sabía que aquellos hombres obedecían las órdenes de su padre, rezó a los dioses y desveló su identidad. Los soldados la obligaron a abandonar a las monjas que acababan de empezar a apreciarla. Así, apresada por el ejército de su padre y humillada, fue llevada a la capital.

    A la mañana siguiente la condujeron ante el anciano rey. Su padre la miró con tristeza y una severa mirada condenatoria endureció su expresión mientras ordenaba a los guardias que la acercaran a él.

    De una habitación cercana llegaba el sonido de una dulce música. Se estaba sirviendo un esplendoroso banquete. Las sonoras carcajadas de los invitados alcanzaron los oídos de la joven mientras se postraba, humillada, ante el trono de su padre. Sabía que aquel festín estaba celebrándose en su honor y que su padre estaba dispuesto a darle otra oportunidad.

    —Niña —le dijo el rey cuando por fin recuperó su voz—, al abandonar el palacio real la víspera del día de tu boda, no solo insultaste a tu padre sino a tu rey. Por ese acto mereces morir. Sin embargo, debido a la excelente reputación que te ganaste antes de marcharte, he decidido darte una oportunidad más para redimirte. Si te niegas, el castigo será la muerte; si me obedeces, todo volverá a la normalidad y el reino que desdeñaste será tuyo. Lo único que pido es que te cases con el hombre al que he elegido.

    —¿Y cuándo tendría que decidir? —le preguntó Kwan-yin con seriedad.

    —Hoy mismo, en esta misma hora, en este mismo momento —le respondió el rey—. ¿Qué ocurre? ¿Dudas entre el trono y la muerte? Habla, hija mía; demuestra que me quieres y haz lo que te pido.

    Kwan-yin estuvo a punto de lanzarse a los pies de su padre y aceptar sus deseos, no porque le hubiera ofrecido un reino sino porque lo quería y de buena gana lo habría hecho feliz. Pero su fuerte voluntad no le permitió ceder. No había ningún poder terrenal que pudiera evitar que hiciera lo que creía que era su deber.

    —Amado padre —respondió con tristeza y la voz llena de ternura—, no se trata de mi amor por ti… No hay duda al respecto, ya que toda mi vida te lo he demostrado, en todas mis acciones. Créeme: si pudiera hacer lo que me pides, lo haría. Me gustaría hacerte feliz, pero los dioses me hablaron y me ordenaron que permaneciera virgen y dedicara mi vida a los actos de misericordia. Cuando es el mismo cielo quien lo ordena, ¿qué puede hacer una princesa excepto escuchar al poder que gobierna la tierra?

    Al anciano rey no le satisfizo la respuesta de Kwan-yin. Estaba furioso; su fina y arrugada piel se volvió púrpura como si la sangre se le hubiera subido a la cabeza.

    —¡Entonces, te niegas a hacer lo que te pido! ¡Hombres, lleváosla! ¡Dadle la muerte que merece un traidor a la corona!

    Mientras se llevaban a Kwan-yin lejos de su presencia, el monarca de blanco cabello se derrumbó, desvanecido, en su trono.

    Kwan-yin fue ejecutada aquella noche y descendió a un mundo inferior de tortura. Tan pronto como puso un pie en la oscura región de los muertos, la amplia tierra del castigo eterno se abrió y se convirtió en los jardines del paraíso. Lirios de un blanco puro crecían por todas partes y el olor de un millón de flores llenaba todas las habitaciones y pasillos. El rey Yama, regente de aquel lugar, apareció para investigar la causa de aquel cambio milagroso. Tan pronto como sus ojos se posaron en el hermoso rostro juvenil de Kwan-yin, vio en ella el emblema de una pureza que no merecía otra cosa que el cielo.

    —Hermosa virgen, hacedora de tantas bondades —comenzó a decir, después de dirigirse a ella por su título—, te suplico, en nombre de la justicia, que te marches de este reino maldito. No está bien que la flor más hermosa del cielo pierda su fragancia en este lugar. Los culpables deben sufrir aquí, donde el pecado no ha de encontrar recompensa. Márchate, pues, de mis dominios. Te ha sido concedido el melocotón de la vida inmortal y el cielo será tu morada.

    De este modo, Kwan-yin superó a todos los reyes y reinas terrenales al convertirse en la Diosa de la Misericordia. Y desde entonces, debido a su inmensa bondad, miles de personas humildes rezan cada año ante su hermosa imagen, con lágrimas de amor en sus ojos en lugar de miedo.

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