domingo, 24 de marzo de 2019

La peña de los enamorados

En el siglo XV Antequera era una ciudad fronteriza entre los reinos de Castilla y
Granada. Esta condición implicaba que frente a sus murallas, en los pueblos
próximos, o en sus fértiles vegas que la circundaban, las refriegas con los belicosos
cristianos fueran frecuentes. Los musulmanes solían responder a las acometidas
castellanas con razzias o golpes de mano que sembraban la desolación en las tierras
recién conquistadas para la cruz. La pugna por el dominio de la vieja Hispania
parecía eternizarse.
En uno de aquellos enfrentamientos fue hecho prisionero un joven y apuesto
castellano que respondía al nombre de Tello. Arrojado a los calabozos del castillo, el
soldado se resignó a su destino fatal. Su llegada, sin embargo, no pasó desapercibida
para Tagzona, la hija del gobernador moro de la ciudad, quien prendida de inmediato
del infortunado cristiano decidió socorrerlo con alimentos y ropa de abrigo. Preparó
un hatillo con fruta, pan y queso y, embozada, salió de sus aposentos al caer la noche
en compañía de su motreb. No olvidó aprovisionarse de unas cuantas monedas de oro
para sobornar al carcelero.
Cuando llegó frente a la reja que cerraba la mazmorra donde penaba su amado, su
corazón palpitaba con tal fuerza que parecía retumbar por las paredes húmedas de
aquel mundo tenebroso. Ordenó al músico que tocara alguna melodía suave y se
desprendió del embozo. El prisionero pareció salir de su postración e,
incorporándose, se acercó a los barrotes herrumbrosos. Tagzona, incapaz de articular
palabra, le extendió el hatillo con manos temblorosas. Tello recogió las provisiones
con un rictus de amargura y clavó sus ojos febriles en los de la joven. Luego se
inclinó ante ella consciente de que acababa de rendir su corazón.
—Solo vuestra generosidad iguala a vuestra belleza, señora.
Si hay almas a las que la Providencia les reserva un destino común, el amor de
Tello y Tagzona parecía uno de ellos. La joven mora, arriesgándose a un terrible
castigo, siguió visitando cada noche al cautivo acompañada de su motreb. Envueltos
por la música leve de la dulzaina, los enamorados se fueron contando sus vidas
pasadas como si fuesen hechos lejanísimos en el tiempo. Consumidos por la pasión,
las noches en vela se sucedieron. El amor había arraigado en ellos de tal modo que
solo concebían el futuro unidos en libertad. Los amantes planificaron su huida.
Tagzona dedicó los días que siguieron a garantizar su salida franca de la ciudad
que la vio nacer. Distribuyó importantes sumas de dinero entre carceleros, centinelas
y mozos de caballeriza, y todo quedó dispuesto para que dos noches después ambos
amantes pudieran reunirse extramuros, donde dos cabalgaduras estarían esperándolos.
La noche indicada, un fuerte aguacero se abatió sobre el lugar. Pero aquello no
malogró los planes de Tello y Tagzona. Calados hasta los huesos, los enamorados
pudieron abrazarse por primera vez, ya fuera de la ciudad, sin una reja de hierro que
los separase. Bajo la lluvia helada, los dos jóvenes emprendieron una lenta y penosa
marcha hacia tierras cristianas. La oscuridad y el barro dificultaron de tal modo su
huida que, al amanecer, solo se habían distanciado unas pocas leguas de las murallas
de Antequera. Y para entonces, cincuenta jinetes ya habían salido a galope tendido en
su persecución.
La columna de soldados dio con los fugitivos al atardecer, cuando se disponían a
rodear una enorme montaña rocosa que se erguía en medio de vega. Para impedir el
apresamiento, Tello decidió internarse por los desfiladeros y vericuetos de aquella
enorme masa de piedra con la esperanza de desorientar a sus perseguidores. Pero tras
dos días de huida, sin comida ni agua, exánimes ya, los amantes fueron cercados en
un agreste paraje cerca de la cumbre. Atrapados entre las escarpadas paredes de la
montaña y el precipicio, los amantes no tenían escapatoria.
Tello se quitó su capa y cubrió con ella a la aterida Tagzona, a la que dejó
recostada sobre una roca. Tras besarla con dulzura desanduvo, espada en mano, el
angosto camino en busca de los soldados. El jefe de la columna, un veterano y noble
soldado de innumerables guerras, levantó una mano solicitando una tregua y Tello se
detuvo a pocos pasos de él. El musulmán, aunque hombre duro y aguerrido, sabía por
experiencia que antes de fiar un envite a la espada había que agotar la plática. Así que
trató de convencer a Tello para que se entregara sin lucha. A cambio, él intercedería
ante gobernador musulmán para que se respetara su vida. Pero el desdichado joven
era consciente del fin que le esperaba. Nada ni nadie aplacaría la ira del caíd. Saludó
cortésmente al capitán y le dijo:
—Agradezco, señor capitán, vuestro ofrecimiento y vuestra caballerosidad. Pero
yo soy un infanzón castellano. Poneos en guardia.
El musulmán desenvainó su espada y se preparó para la acometida de Tello. El
joven cristiano, aunque valeroso, poco podía hacer ante un guerrero tan
experimentado y enseguida cayó ante el acero de su enemigo. El capitán se arrodilló
ante el cuerpo inerte de Tello y murmuró a modo de plegaria las siguientes palabras:
—Reconozco tu valor, cristiano. Que tu Dios te acoja en el Paraíso.
Cuando levantó la vista, Tagzona contemplaba la escena desde el camino, al
borde del precipicio. Intensamente pálida, el viento hacía ondear su cabello y su
vestido. El guerrero extendió una mano hacia ella pidiéndole que se acercara. Pero
Tagzona, deshecha de dolor, abrió los brazos y se lanzó al vacío.
Hoy en día, el viajero que pasee por los jardines de la alcazaba antequerana,
puede demorar su vista en la imponente peña que se yergue a lo lejos, conocida como
la Peña de los Enamorados. En su cima más alta se eternizó el amor de Tagzona y
Tello.

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