sábado, 16 de marzo de 2019

LA ÉPOCA DE LOS HÉROES

El mundo es creación de Vatauinehua, el Ancianísimo. En el origen de todas las cosas existía únicamente El, y cuando haya terminado todo, sólo El sobrevivirá. Nadie sabe de dónde viene. Vive allá arriba, en el cielo, y desde allá ha creado cuanto existe: astros, tierra, plantas, animales y hombres. Por eso lo llaman Hitapúan, "nuestro padre". Es todopoderoso, pues puede cambiar cuanto ocurre y sabe todo lo que hacemos y pensamos. Y si no cumplimos fielmente sus mandamientos, nos castiga con enfermedades e incluso con la muerte. Por lo demás, es quéspij, o sea, puro espíritu, desprovisto de la envoltura carnal de los mortales.
Los yamanas se dirigen a él en todos los trances difíciles de la vida: le imploran salud, buen tiempo, prosperidad.
Esta obra no está destinada, sin embargo, como ya se dijo, a tratar de la religión. Vatauinehua pertenece a ella, es el Ser Supremo, creador y fijador de las costumbres. Mucho más tarde que él formara la tierra, llegaron al archipiélago los miembros de la familia Yoáloj, que inmigró desde el norte y se dirigió por la costa oriental de la Isla Grande de Tierra del Fuego hacia el sur, prosiguiendo el viaje en seguida hacia el poniente. Fueron los primeros pobladores de esta tierra. Poco después llegó también la familia de Lem (el Sol), a la que pertenecía su cuñada Hánuja (la Luna), y su hermano Acáinij (el Arco Iris). Luego llegaron muchas otras familias.
Sus componentes no eran, sin embargo, iguales a los actuales seres humanos, ni llevaban una vida similar a la nuestra. Desde luego, faltaban en el cielo los astros, la tierra representaba una planicie informe y plana, sin vientos ni lluvias o nevazones, y tampoco existía entonces la muerte. Además, había muy pocos animales, pues la mayor parte de las especies sólo se generaron en una gran transformación cósmica posterior, en que muchos de aquellos lejanos progenitores se convirtieron en las variedades conocidas.
En realidad, vivían en la tierra en aquel lejano tiempo dos hombres que se transformaron más tarde en el sol: Lem, ya nombrado, y Tárhualem. Este último era de muy mal carácter, egoísta y preocupado de dañar a los demás, por lo cual era aborrecido. Cuando alguien le contradecía, se irritaba terriblemente. En una ocasión quemó cuanto estaba a su alcance e hizo hervir el agua del mar. Ardieron todos los bosques, y es por eso que hasta ahora las cumbres y sierras de aquel archipiélago se presentan desprovistas de vegetación.
En aquel remoto tiempo hubo otra particularidad: las mujeres imperaban en la comunidad y le imponían su dominio. Pues bien, ellas acordaron matar a Tárhualem. Con ese propósito lo asaltaron en su choza, pero como era muy vigoroso, logró librarse de ellas y se elevó al cielo, donde ahora es una luminosa estrella.
La familia más importante era, sin embargo, la de los hermanos Yoáloj. En ella se destacaba sobre todo la hermana mayor, cuyos consejos todos respetaban. Se mencionan mucho también los dos hermanos mayores, que, sin embargo, discrepaban casi siempre de opinión.
Esta familia había recorrido gran parte de la tierra antes de llegar al canal Beagle. Cuando acá nacieron los primeros hombres propiamente tales, aquellos
hermanos les enseñaron cuanto necesitaban saber para poder existir.
El mayor de ellos, por ejemplo, juntó numerosas piedrecltas y se divertía golpeando unas contra las otras. Entre ellas se encontraba un shehuáli (obsidiana), que daba chispas. Recogió un montoncito de finas plumas y logró hacerlas arder. Luego agregó astillas y leña, y de este modo inventó el arte de hacer fuego. Desde entonces hemos podido asar la carne, preparar los mariscos al rescoldo y confeccionar los arcos, doblando la madera recalentada. Estaba feliz de haber hecho ese invento y manifestó que procuraría que el fuego ya nunca más se apagara. Se opuso, sin embargo, el hermano menor, quien manifestó que era imprescindible hacer trabajar a las gentes y no facilitarle tanto la vida, por lo cual convenía que se esforzaran ellas mismas en producirlo.
La hermana mayor había inventado un magnífico arpón para la casa de leones marinos, el que nunca fallaba la presa, ni se perdía. El hermano mayor deseaba que los hombres dispusieran también de tan excelente instrumento, pero el menor se opuso, alegando que convenía que ellos se empeñasen ingeniando sus propias herramientas. La hermana fue también la inventora del yécush (punta de flecha). Sus hermanos ya habían elaborado uno, pero era muy imperfecto, pues le faltaba el pedúnculo que permite fijarlo bien en el asta.
Mucho habría que contar de las acciones realizadas por la familia Yoáloj, pero hemos de abreviar, y nos limitaremos a una sola de ellas. Cuando la madre de aquellos hermanos llegó a la ancianidad, se sentía cansada y anhelaba tranquilidad y paz. El hermano mayor la miraba, sin embargo, insistentemente, y siempre volvía a abrir los ojos, sonriéndose dolorosamente. El hermano menor comprendió entonces que la muerte era imprescindible: para una persona de edad tan avanzada, la vida se transforma en un martirio, y la muerte es una liberación. Por eso hizo que su madre cerrara sus ojos para siempre: fue la primera vez que alguien muriera en esta tierra.
Sus hijos, sin embargo, no fallecieron, sino que se elevaron el cielo una vez que hubieron terminado todas las obras que realizaron en este mundo. Los contemplamos todavía diariamente en el firmamento: uno es Proquión y el otro Sirio, y la acumulación de estrellas cerca de éste son los demás hermanos.

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