viernes, 29 de marzo de 2019

KUKUYU Y EL UNICORNIO

En la época de los antiguos Incas, vivía una niña muy hermosa que aún no
conocía las maneras del mundo, y cuyo corazón era tan puro como el más puro
manantial que nace en las alturas de los Andes, junto con el cóndor y la vicuña.
Cuando cumplió los siete años, su belleza era tan extraordinaria, que el mismo Inca al
verla entre las otras niñas la llamó por su nombre, Kukuyu, que significa
«Luciérnaga», y le dio otro que más se ajustaba a sus rasgos hermosos: Akllasumaq,
la elegida más bella. Fue así llamada para habitar alejada del resto, junto con las
Vírgenes consagradas al Sol. Sus padres lo consideraron una bendición y se
despidieron de la pequeña con lágrimas en los ojos. Y desde ese día, el Inca no pudo
despegar su pensamiento de aquella niña, a pesar de que los años pasaron.
Fueron siete años los transcurridos allí dentro, hasta que cierta mañana fue
llamada al Templo sagrado donde vivía el Inca, y hasta él fue conducida. La hermosa
niña era ahora una muchacha, y apenas si sus rasgos habían cambiado era tan
imperceptible que parecían haberla embellecido aún más.
—Mi anhelada Akllasumaq —dijo el Inca, asombrado por encontrar su perfección
intacta, y se acercó para tocarla. Pero la joven retrocedió, temerosa pues nunca antes
un hombre le había hablado hasta entonces. El Inca comprendió aquel gesto y ya no
volvió a acercarse. Pidió que trasladaran a la muchacha a su morada y la convirtió en
su esposa, desoyendo los celos de sus otras mujeres, cuya hermosura quedaba
opacada por la más joven.
Desde entonces, las mayores hostigaron a la pequeña de distintas maneras, y le
ordenaban realizar labores que ninguna de ellas había hecho jamás. Pero Kukuyu las
ejecutaba más por su profunda humildad que por considerarlo obligación. En una
ocasión, la enviaron junto con algunas sirvientas a recoger flores del deshielo a
ciertas planicies alejadas del Templo. Ella, silenciosa y obediente, se cubrió con sus
mantas y salió tras la procesión de mujeres.
Fue un arduo camino el que recorrieron, hacia lo alto de un monte donde sólo se
veía el crepitar del sol contra los sembrados y los canales de fresca agua. Kukuyu se
detuvo y quedó muy detrás de la hilera, sentada sobre la aridez del frío monte. Pronto
se quedó dormida, y el canasto de flores se deslizó de su brazo y el viento de las
alturas recogió cada flor para trazar caminos coloridos en el aire. Cerca de aquel lugar
se hallaba un unicornio de las montañas del sol, solitario, espiando al astro, cuando
vislumbró un torbellino de flores en el cielo, y creyó ver en él una señal. Persiguió
con paso rápido las flores, que lo condujeron hasta la joven, y fue allí donde la vio
dormida. La creatura no pudo más que admirar la belleza de aquella muchacha, y
lágrimas de felicidad corrieron por su cuerpo. Un amor incomparable creció en su
espíritu, y por los dones de la naturaleza vio convertirse aquel amor en el milagro de
tomar forma humana: sus patas en brazos y piernas, su cara en el rostro más perfecto,
y su pelaje en cabello negro y lustroso como la noche. Transformado completamente
en un joven hermoso, recostó su cabeza en el regazo de la muchacha, y se quedó
dormido. Cuando abrieron los ojos, sendas pupilas se encontraron y fue tal el hechizo
que proyectaron que en breves instantes se sintieron enamorados para siempre.
—Huch’uysisa —dijo el unicornio, que significa «pequeña flor»—, ¿has venido a
buscarme?
—Mi Champiwillka —respondió ella, que quiere decir «rayo de sol, enviado de
los dioses», embargada de amor, aunque enseguida recordó a las demás mujeres, que
debían estar buscándola ya, pues el sol estaba a punto de ponerse.
El unicornio leyó sus pesares sin que mediara palabra alguna, y le dijo:
—No te preocupes, iré contigo a tu morada, pero debes prometerme que vendrás
cada noche a verme.
La joven, que no se podía imaginar cuál era la verdad, le prometió aquello, y vio
con asombro cómo el hermoso muchacho se inclinaba sobre sus manos y se convertía
en una extraña vicuña con un cuerno en la frente. Así caminaron juntos hasta el
templo, donde las mujeres la esperaban para darle un castigo, pero al ver semejante
creatura se olvidaron de la ofensa, y oyeron la fabulosa historia que relatara Kukuyu
acerca de su encuentro con la bestia, y buscaron un asilo para el unicornio. La
muchacha fue encargada a cuidar del nuevo animal, lo que aceptó con gran alegría,
recordando su secreto y la promesa. Cuando llegó la noche, pidió ir a ver si la bestia
dormía y tenía las comodidades suficientes, y gracias a su engaño se le permitió salir
del Templo. Una vez en el retablo, Kukuyu se metió entre la paja totalmente desnuda
y esperó a que el muchacho se acercara. Y allí se encontraron los dos, y estuvieron
juntos varias horas, pero antes del amanecer ella regresó a su lecho.
Así sucedió por muchas noches, cada noche, y Kukuyu cumplía su promesa y
ambos amantes se regocijaban el uno en el otro, y su amor cada vez era más
profundo.
Sucedió que cierta vez una de las esposas estaba despierta todavía, y Kukuyu
salió como era su costumbre a ver a la creatura. Pero esta ocasión la mujer la siguió,
pues tal consagración de la joven le causaba envidia y curiosidad. Cuando llegó al
retablo pudo observar cómo la muchacha se desnudaba y se metía en la paja, y ya no
pudo ver pues la noche era bastante cerrada. Pero oyó de pronto la voz del joven que
la llamaba con dulzura y enseguida la risa de ambos le fue clara y audible, y no dudó
en correr al templo a buscar a las otras, y volvieron con algunos guardianes para
apresar a los amantes. Pero apenas escucharon tales gritos y ruidos, la joven volvió a
vestirse y el muchacho retornó a su forma animal, y cuando entraron los hallaron en
situación nada extraña, sino por el contrario, la joven limpiaba el retablo y su cabello
enlazado con paja era la prueba de su arduo trabajo.
—Mentirosa —gritó Chinpukusi, «la de alegres colores»—, te oí cuando hablabas
con un hombre, ¿dónde lo tendrás escondido?
—No sé de qué hablas —esquivó la mirada Kukuyu, y posó sus ojos en el
unicornio.
El odio inundó el corazón de aquella mujer, y humillada hubo de regresar al
Templo, y las otras se burlaron y rieron de su ocurrencia. Pero no olvidó aquella voz,
y desde entonces buscaba cualquier momento y situación para hablar mal al Inca de
su Akllasumaq. Mientras tanto, la joven siguió yendo cada noche al retablo, aunque
con mayores precauciones. Y fue la ocasión en que una de las esposas del Inca se
enfermó, que Kukuyu debió pasar la velada con él. Y fue tan grande la desdicha que
ocurrió, que nunca más se olvidó en el Imperio. La joven, ahogada en lágrimas, se
negó a que el Inca la tocara, y éste la echó de su cuarto, embebido de furia. Tanto se
enfureció en aquella oportunidad, que volvió a convocarla la velada siguiente, y ella
volvió a negarse, y así pasaron otras tantas noches, hasta que el Inca consultó a
Chinpukusi acerca de la situación.

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