Hace tiempo nació en los Andes un cóndor. Su cuello era blanco y
suave. Había en él algo que le distinguía de sus compañeros: su vuelo
era más amplio y atrevido; su actitud, más majestuosa. Se le veía
remontarse sobre las nubes y lanzarse velozmente hacia confines ignorados
y lejanos. El amplio límite en que se movían sus compañeros
se le antojaba espacio en exceso reducido para su sed de lejanías y horizontes.
Los demás cóndores observaban con envidia y despecho al
hermoso soberano de los espacios. Al fin, el cóndor aventurero decidió
marcharse. Así lo hizo, y un día se le vio dirigirse hacia el norte.
Por entonces la capital del Cuzco se animaba con los preparativos
de la fiesta del raimi, en la que se sucedían las más brillantes ceremonias
guerreras y religiosas. Llenaban la ciudad los curacas, y capitanes
del inca, vestidos con magníficas pieles de zorro, adornados con guirnaldas
de flores. Y en sus manos, habituadas a la lucha, apretaban con
coraje las armas victoriosas; las lanzas, las flechas ligeras y las temibles
hachas. Pueblo y guerreros aguardaban con religiosa impaciencia,
en la plaza Huacaipata, la llegada del inca. El sonoro clamor de quenas
y tambores anunció su proximidad. Y se sucedió un gran silencio.
Era ya el rompimiento del alba. El Sol, al nacer, extendía su temblor
rosado. Ante el dios luminoso se arrodillaron los vasallos del inca.
Sólo Huaina-Chapac, el descendiente del Sol, permaneció de pie. Era
en aquel momento el sumo sacerdote; se adelantó hacia el altar y cogió
con ambas manos los vasos de oro y la aquilla sagrada. Invitó a la sacra
libación al Sol, su señor. A continuación se llevó a los labios el vaso
que sostenía con la mano derecha, y al mismo tiempo inclinó el que tenía
en la izquierda y vertió por el suelo su contenido. Los circunstantes
contemplaban en silencio el mudo ritual. Se acercaron los familiares
de Huaina-Chapac y bebieron en el vaso del inca. Seguidamente, el rey
ofreció otro vaso a sus curacas y otro a los sacerdotes. Todos bebieron
con religiosa unción el líquido que para la sacra ceremonia habían preparado
las vírgenes recluidas en la «casa de las escogidas».
Después se pusieron en marcha, y al frente de la multitud iba Huaina-
Chapac. Llegaron al gran Templo del Sol. Sobre la llanura se arrodillaban
humildemente las gentes. El inca avanzó hasta la puerta y penetró
en el recinto sagrado. Llevaba en sus manos los vasos de oro para ofrecerlos
al Sol. Y, a continuación, el dios recibió el homenaje del pueblo:
los nobles curacas depositaron ricos dones de oro y plata. Los vasallos
humildes sacrificaron ante la divinidad solar sus ovejas y sus zorros. Y
algunos llevaban serpientes y lagartijas, y ofrendas aún más extrañas.
Concluida la ceremonia propiciatoria, regresaron a la plaza Huacaipata.
Se acercaba el momento supremo en que había de desvelarse
el porvenir que los dioses reservaban a los siervos de Huaina-Chapac.
Ante el altar de los sacrificios, alzado en la plaza, fue llevado un negro
cordero de espesas lanas y bien cebadas carnes. Los augures le rodearon.
Abrieron su costado y extrajeron sus visceras, en las que aún alentaba,
palpitante, la vida. Un silencio, un anhelo angustioso, estremecía
a la muchedumbre. Los sacerdotes ofrecieron las visceras a la contemplación
de las gentes. Un clamor dolorido les contestó: los pulmones
se habían reventado y del corazón brotaba abundantemente la sangre.
Huillac-Umo pronunció su augurio; grandes calamidades prometían
oscurecer el reinado del noble príncipe.
Sobre las nubes se dibujó la silueta de un ave de extraordinaria magnitud
y magnífico vuelo. Y tras ella se lanzó una verdadera bandada
de águilas y halcones. Entablóse un desigual y jamás visto combate.
Desde la llanura, el inca, los sacerdotes y el pueblo seguían con interés
el desarrollo de la lucha. Invulnerable a los asaltos, el ave majestuosa
derribó una tras otra a todas las águilas, y los halcones, aterrados, se
dispersaron rápidamente. Giró unos momentos, bajo el cielo anchuroso,
la vencedora. Y se alejó.
Habló Huillac-Umo:
-El Sol ha dicho: «Éste es mi enviado, el cóndor victorioso; él lleva
mi mensaje al pueblo de los incas. Huaina-Chapac vencerá todos los
dolores y superará todos los peligros».
Desde entonces, los incas adoptaron al cóndor, al señor orgulloso de
los Andes, como símbolo del glorioso poder del Imperio del Sol.
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