jueves, 7 de marzo de 2019

El Espejo Mágico y los Hombres de Piedra

HABIA una vez, hace como seiscientos años, un Inca llamado
Yahuar-Huaca.
Este emperador tenía siete hijos. El mayor, de nombre Urcón,
era un príncipe malo y orgulloso. En cambio, el menor, Yupanqui,
era bueno y afable.
Un día llegaron al palacio, corriendo muy asustados, unos
soldados y avisaron al soberano que el gran ejército de los Chancas,
sus enemigos, venía contra la ciudad.
Entonces el Inca despachó tres espías al campo contrario.
A las pocas horas estaban los enviados de regreso.
—[Majestad, exclamaron, las tropas que se aproximan son
tan numerosas, que cubren completamente los valles y los cerros; sus
guerreros son tan fuertes, que al toque de sus trompetas tiemblan las
montañas!
El rey se cogió la cabeza con ambas manos y exclamó:
—¡Huyamos, porque si permanecemos aquí, nos darán muerte
a todos!
—Sí, huyamos, repitió el príncipe Urcón.
Al oír Yupanqui estas palabras, adelantóse y dijo al monarca:
—Padre mío, no es posible que nos retiremos como cobardes.
Yo me quedaré y lucharé contra los enemigos, hasta vencerlos.
—¡Qué loco eres!; repuso el emperador. ¿Crees que podrás
arrojar a esos terribles guerreros, tú, el más ¡oven de mis hijos? ¡Te
matarán sin duda ninguna!
Entonces otros tres valerosos príncipes, añadieron:
—Padre mío, no podemos dejar solo a nuestro hermano. Nos
quedaremos con él para ayudarle.
—¡Insensatos, gritó el cobarde Urcón, todos vais a morirl
—¡Hijos míos, exclamó por última vez Yahuar-Huaca, venid
conmigo! Y levantándose de su trono de oro, huyó a un valle lejano,
seguido por la reina, varios de sus hijos y gran número de
cortesanos.
El príncipe Yupanqui se retiró en seguida a un lugar solitario
y ahí púsose a pedir a su dios el Sol, que le ayudara. Por fin, tras
mucho rezar se quedó dormido.
Entonces tuvo un extraño sueño. Vio que el Sol bajaba hasta
donde él, en forma de un ¡oven bellísimo, vestido con una maravillosa
túnica que despedía luz. En la mano derecha llevaba un enorme
espejo en el cual se reflejaban muchísimas ciudades y en la mano
izquierda tenía un arma de oro.
Luego oyó la voz del dios que le decía:
—Hijo mío, toma este espejo. Tú serás rey de todas las naciones
que observas aquí, si haces lo que te ordeno. Y dándole en
seguida el arma, que era una estólica, añadió: —Con esto vencerás
a los Chancas. Ve y lucha contra ellos. Si combates con valor, enviaré
en tu auxilio muchísimos soldados para que te ayuden en el
momento más difícil de la batalla.
Despertóse el príncipe y su asombro fue enorme, al hallar
¡unto a sí el maravilloso espejo. Estaba formado por una finísima lámina
de plata y en ella volvió a contemplar las grandes ciudades que
había visto en sueños. Pudo mirar el interior del palacio del rey de los
Chancas, quien se encontraba tomando un almuerzo magnífico. Cien
soldados de caras feroces lo custodiaban y servían la mesa cincuenta
mayordomos. Miró luego dentro de los inmensos cuarteles y vio que
estaban desiertos, pues todos los soldados, excepto la guardia del
monarca, habían marchado a atacar el Cuzco. Los bosques que rodeaban
aquel país, eran extensísimos; las chacras, muy bien cultivadas
y llenas de abundantes frutos.
Entonces arrodillóse Yupanqui, dio gracias al Sol y tomando
el espejo y el arma de oro, regresó a su palacio. Ahí contó a sus hermanos
lo sucedido y mandó un espía para que observara al enemigo.
Pronto volvió el enviado, corriendo a todo correr.
—Señor; le dijo, postrándose a sus pies; los Chancas, al saber
que vuestro padre ha huido, se han vuelto locos de alegría y, en este
mismo momento, están celebrando un gran banquete. Todos se hallan
completamente borrachos, desde el jefe hasta el último soldado.
—¡Magnífico!, repuso Yupanqui.
Al día siguiente; de madrugada, cuando apenas había una
luz muy débil en el cielo, marcharon el príncipe y su ejército contra
los enemigos, que todavía dormían pesadamente la borrachera de
la víspera,- y entrando en el campamento, sin que nadie los sintiera,
comenzaron a dar muerte a diestra y siniestra.
Los Chancas, al oír el ruido de las armas y los terribles gritos
de los heridos, despertaron por fin y su espanto fue grande cuando
vieron que los soldados del Cuzco estaban sobre ellos. Yupanqui los
atacaba con la estólica de oro que le había dado su dios y de cada
golpe dejaba diez o doce hombres tendidos.
De pronto apareció el Sol, más bello que nunca y alumbró
con luz vivísima unas rocas que había en el campo. Al instante, aquellas
piedras se convirtieron en aguerridos soldados armados hasta
los dientes, que se lanzaron veloces contra los Chancas.
Los misteriosos guerreros adornados con preciosas plumas de
colores, peleaban como leones; al solo choque de sus cuerpos, caían
muertos los enemigos, pues la carne de aquellos hombres era, en realidad,
tan dura cual la misma piedra. No hablaban una palabra
y miraban a todas partes con sus ojos negros como el carbón.
La lucha fue terrible y, al fin, vencieron las tropas del príncipe.
Terminó la batalla y entonces, el Sol comenzó a disminuir la luz
con que alumbraba a aquellos extraños soldados que en el acto formaron
filas, como si alguien les hubiera dado alguna orden y se
dirigieron al lugar donde habían aparecido, en correcta formación,
muy derechos y firmes, marcando el paso al son de sus tambores y
tocando en sus trompetas un himno que hacía temblar los cerros.
Marchaban produciendo con sus duros pies un ruido tan grande como
si se moliese a la vez, en miles de batanes de piedra. El Sol los
iluminaba con una luz más débil a cada instante, hasta que, en el
momento preciso en que llegaron al sitio de donde habían salido,
cesó de alumbrarlos repentinamente, dejándolos en la sombra. Y
entonces los misteriosos guerreros desaparecieron de la vista del
príncipe y en su lugar vio él, solamente, un montón de rocas. Aquéllos
extraordinarios seres se habían convertido de nuevo en piedras.
Tomó Yupanqui todas las riquezas y las armas que pudo recoger
del campo enemigo y, como era muy buen hijo, en vez de
guardarlas para sí, fue a buscar a su padre hasta el lejano valle en
el cual se había refugiado. Al llegar ante el Inca, le ofreció aquel
botín, rogándole que regresara al Cuzco, a gobernar el Imperio. Pero
su padre le repuso:
—Valiente Yupanqui, yo estoy muy anciano y no deseo salir
de estas montañas. Y dirigiéndose luego a Urcón, díjole:
—Urcón, como eres et primogénito, gobernarás en mi lugar.
Todas estas riquezas te pertenecen; tú serás el rey.
El valeroso Yupanqui sintió profunda tristeza al escuchar estas
palabras y saliendo de la habitación, regresó al Cuzco con todo
su ejército.
Mas el pueblo, que amaba al joven, se había congregado en
la inmensa plaza de la ciudad y. al verlo aparecer, prorrumpió en un
solo grito:
—¡Viva el valiente Yupanqui, nuestro emperador! |Vivaaa¡
Entonces el Villac-Umu, (Sumo Sacerdote), acercándose a él,
puso en su frente una diadema finísima, hecha de lana y de hilos
de oro y adornada con dos plumas y además, una borla. Aquél era
el distintivo que llevaban en las sienes, los reyes del Imperio del
Tahuantinsuyo.
Yupanqui, al ser elegido Inca, siguiendo la costumbre del país,
cambió su nombre y se llamó desde ese momento, Viracocha.
Cuentan los poetas que gobernó durante muchos años y que
fue un monarca justiciero y sabio, que conocía perfectamente todo lo
que sucedía en el país, sin necesidad de que nadie se lo contara,
pues con sólo mirar el espejo que le había dado el Sol, podía ver
reflejado en él cuanto pasaba en el lugar más lejano del reino.

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