viernes, 1 de marzo de 2019

El escarabajo dorado o por qué el perro odia al gato

¡No sé si mañana podremos comer! —dijo la viuda Wang a su hijo mayor una mañana en la que este se disponía a partir en busca de trabajo.

    —Oh, los dioses proveerán. Conseguiré un par de monedas en alguna parte —contestó el muchacho, intentando mostrarse alegre a pesar de que en su corazón no sabía qué dirección tomar.

    El invierno había sido duro: extremadamente frío, con grandes nevadas y violentos vientos. La familia Wang había sufrido mucho. El tejado de la casa se había derrumbado debido al peso de la nieve. Después, un huracán había derribado una pared y Ming-li, el hijo, tras pasar toda la noche en vela y expuesto al amargo y frío viento, había enfermado de neumonía. Estuvo muchos días enfermo, lo que les supuso un gasto extraordinario en medicinas. Sus escasos ahorros se agotaron pronto y para colmo contrataron a un nuevo empleado en la tienda donde Ming-li trabajaba. Cuando por fin se recuperó de su enfermedad, estaba demasiado débil para el trabajo en el campo y en las aldeas vecinas no parecía haber trabajo para él. Noche tras noche llegaba a casa intentando no perder la esperanza, pero al ver a su madre sufrir la carencia de comida y abrigo sentía en su corazón una profunda punzada de tristeza.

    —¡Dios bendiga su buen corazón! —exclamó la pobre viuda cuando su hijo se hubo marchado—. Una madre no podría tener un hijo mejor. Espero que tenga razón al decir que los dioses proveerán. Estas últimas semanas lo hemos pasado muy mal y tengo el estómago tan vacío como el cerebro de un hombre rico. Vaya, incluso las ratas han abandonado nuestra casa. No queda nada para la pobre Carablanca, y el viejo Patanegra está casi muerto de hambre.

    Cuando la anciana se refirió a las penalidades de sus mascotas, sus comentarios fueron respondidos por un maullido lastimero y un ladrido apesadumbrado desde la esquina donde las dos hambrientas criaturas estaban acurrucadas intentando mantenerse en calor.

    Justo entonces llamaron ruidosamente a la puerta. La viuda Wang gritó: «¡Adelante!», y se sorprendió al ver a un monje viejo y calvo en la entrada.

    —Lo siento, pero no tenemos nada —le dijo, creyendo que el visitante estaba pidiendo comida—. Nos hemos alimentado de sobras durante dos semanas, de sobras y mondas, y ahora sobrevivimos con el recuerdo de lo que solíamos tener cuando vivía el padre de mi hijo. Nuestra gata estaba tan gorda que no podía subirse al tejado. Mírala ahora. Está tan delgada que apenas puedes verla. No, lo siento, no podemos ayudarte, amigo monje; ya ves cómo estamos.

    —No he venido a pedir limosna —exclamó el monje calvo, mirándola con cariño—, sino a ver en qué puedo ayudarte. Los dioses han escuchado las oraciones de tu devoto hijo. Atenderán sus plegarias porque ha preferido sacrificarse a abandonarte a tu suerte. Han visto lo bien que se ha portado contigo desde su enfermedad y, ahora que está convaleciente y no puede trabajar, han decidido recompensarlo por su virtud. Tú, igualmente, has sido una buena madre y recibirás el don que voy a concederos.

    —¿A qué te refieres? —tartamudeó la señora Wang, que casi no creía a sus oídos al escuchar al sacerdote hablando de proporcionarles consuelo—. ¿Has venido aquí para burlarte de nuestras desgracias?

    —En absoluto. Aquí en la mano tengo un diminuto escarabajo dorado que tiene un poder mágico con el que ni siquiera has soñado. Lo dejaré contigo; es un regalo del dios de las buenas relaciones filiales.

    —Sí, creo que se venderá por un buen dinero —murmuró la mujer, mirando con atención el abalorio— y tendremos mijo para varios días. Gracias, buen monje, por tu bondad.

    —Bajo ningún concepto debes vender este escarabajo dorado, porque tiene el poder de llenarte el estómago y lo hará mientras vivas.

    La viuda se quedó boquiabierta al escuchar las sorprendentes palabras del monje.

    —Así es, debes creerme y escuchar atentamente lo que te digo. Siempre que quieras comida, solo tienes que colocar esta joya en un caldero de agua hirviendo y decir una y otra vez el nombre de lo que quieres comer. Tres minutos después, cuando levantes la tapa, ahí estará la comida, caliente y cocinada a la perfección, mejor que cualquier cosa que hayas probado antes.

    —¿Puedo probarlo ahora? —preguntó la mujer con impaciencia.

    —Tan pronto como me haya marchado.

    Cuando la puerta se cerró, la anciana encendió rápidamente un fuego, puso un poco de agua a hervir y colocó dentro el escarabajo dorado mientras repetía estas palabras una y otra vez:

   
 

 
   
      «Albóndigas, albóndigas, venid a mí,
   

   
      estoy tan flaquita como un colibrí.
   

   
      Albóndigas, albóndigas, de cerdo o cordero,
   

   
      Albóndigas, albóndigas, llenad el caldero».

     
   
 

 
    ¿Es que los tres minutos no iban a pasar nunca? ¿Le habría dicho el monje la verdad? Mientras las nubes de vapor se elevaban del caldero, estaba casi atacada de los nervios. ¡Por fin levantó la tapadera! No podía esperar más. ¡Qué maravilla! Allí, ante sus ojos, había un caldero lleno hasta los bordes de albóndigas de cerdo que danzaban arriba y abajo en la burbujeante agua; las mejores albóndigas, las más deliciosas que había probado nunca. Comió y comió hasta que no quedó espacio en su ávido estómago, y después atiborró al gato y al perro hasta que estuvieron a punto de reventar.

    —La buena suerte nos favorece por fin —susurró Patanegra, el perro, a Carablanca, la gata, mientras estaban tumbados al sol—. Creo que no habríamos aguantado otra semana más sin salir a buscar comida. No sé qué ha pasado, pero no tiene sentido cuestionar a los dioses.

    La señora Wang bailó de alegría al pensar en cuánto comería su hijo cuando volviera a casa.

    —Pobre muchacho, cuánto le sorprenderá nuestra buena suerte… Y todo gracias a su bondad con su anciana madre.

    Ming-li volvió con una oscura nube sobre su frente, y la viuda supo de inmediato que se había llevado una decepción.

    —¡Ven, hijo, ven! —exclamó alegremente—. Anima la cara y sonríe, porque los dioses se han apiadado de nosotros y pronto te mostraré la generosidad con la que han recompensado tu devoción.

    Y, dicho esto, metió el escarabajo dorado en el agua hirviendo y avivó el fuego.

    Ming-li, que creía que su madre se había vuelto totalmente loca por la falta de comida, la miró con seriedad. Cualquier cosa sería preferible a aquella miseria. ¿Debería vender su última muda por un par de monedas y comprarle mijo? Patanegra se lamió la mano consoladoramente, como diciendo: «Anímate, amo, que la fortuna está de nuestro lado». Carablanca saltó sobre un banco, ronroneando como un aserradero.

    Ming-li no tuvo que esperar demasiado. Un instante después oyó que su madre le decía:

    —Siéntate a la mesa, hijo, y cómete esas albóndigas mientras están calientes.

    ¿Había oído bien? ¿Lo engañaban sus orejas? No, allí en la mesa había un plato enorme lleno de las deliciosas albóndigas de cerdo que le gustaban más que ninguna otra cosa en el mundo, excepto, por supuesto, su madre.

    —Come y no hagas preguntas —le aconsejó la viuda Wang—. Cuando estés satisfecho, te lo contaré todo.

    ¡Sabio consejo! Los palillos del joven empezaron a titilar como las estrellas de los poemas. Comió alegremente mientras su buena madre lo observaba con el corazón lleno de dicha al verlo por fin satisfacer su hambre. Pero la anciana estaba tan ansiosa por contarle su maravilloso secreto que apenas consiguió esperar a que terminara.

    —¡Oye, hijo! —exclamó por fin cuando el muchacho comenzó a hacer pausas entre bocados—. ¡Mira esta joya!

    Y le enseñó el escarabajo dorado.

    —Primero cuéntame dónde has encontrado al ángel que nos ha llenado las manos de plata.

    —Eso es lo que estoy intentando contarte —se rio—, porque esta tarde hubo aquí un ángel, sin duda, aunque iba vestido de monje calvo. Este escarabajo dorado es lo único que me dio, pero posee un secreto que para nosotros vale millones.

    El joven jugueteó con el escarabajo distraídamente, todavía dudando de sus sentidos y esperando impaciente el secreto de aquella deliciosa cena.

    —Pero, madre, ¿qué tiene que ver esta baratija de latón con las albóndigas, con esas maravillosas albóndigas de cerdo, las mejores que he comido nunca?

    —¡Baratija, dice! ¡De latón! ¡Anda, anda, chiquillo! No sabes lo que estás diciendo. Escucha y oirás una historia que te abrirá los ojos.

    Entonces le contó lo que había ocurrido y, cuando terminó, dejó todas las albóndigas que habían sobrado en el suelo para Patanegra y Carablanca, algo que su hijo nunca la había visto hacer, porque habían sido tremendamente pobres y habían tenido que guardar siempre las sobras para la siguiente comida.

    Así comenzó un largo periodo de felicidad. Madre, hijo, perro y gato estaban satisfechos y contentos. Gracias al pequeño escarabajo mágico, sacaban del caldero todo tipo de comida, incluso cosas que nunca antes habían probado. Sopa de nido de golondrina, aletas de tiburón y un centenar de otros manjares eran suyos con solo pedirlos. Ming-li recuperó las fuerzas, pero me temo que al mismo tiempo se volvió un poco perezoso, porque ya no necesitaba trabajar. En cuanto a los dos animales, se pusieron gordos y lustrosos y el pelo les creció largo y brillante.

ii. «¡Oye, hijo! —exclamó—. ¡Mira esta joya!»



Pero ¡ay! Según un proverbio chino, la soberbia conduce a la tristeza. La pequeña familia se volvió tan arrogante, se enorgullecía tanto de su buena suerte, que empezaron a pedir a amigos y familiares que cenaran con ellos para poder presumir de sus buenas comidas. Un día, el señor y la señora Chu llegaron de una aldea lejana y se quedaron perplejos al ver la ostentación con la que vivían los Wang. Habían esperado que les ofrecieran una comida sencilla como muestra de caridad, pero se marcharon con los estómagos llenos.

    —Es lo mejor que he comido nunca —dijo el señor Chu al entrar en su ruinosa casa.

    —Sí, y yo sé de dónde lo sacaron —replicó su esposa—. Vi que la viuda Wang sacaba una pequeña joya de oro del caldero y la escondía en la alacena. Debe ser algún tipo de amuleto, porque la oí murmurar algo sobre albóndigas y cerdo mientras avivaba el fuego.

    —Un amuleto, ¿eh? ¿Por qué siempre tienen suerte los demás? Es como si estuviéramos condenados a ser pobres para siempre.

    —¿Por qué no tomamos prestado el amuleto de la señora Wang durante un par de días, hasta que ganemos un poco de carne y nuestros huesos dejen de traquetear? Es lo justo. Por supuesto, se lo devolveremos antes o después.

    —No hay duda de que deben vigilarlo muy de cerca. ¿Cuándo los pillaremos fuera de casa, ahora que ya no tienen que trabajar? Como su casa solo tiene una habitación que no es más grande que la nuestra, será difícil hacerse con ese amuleto dorado sin que se den cuenta. Es más difícil, como todo el mundo sabe, robar a un mendigo que a un rey.

    —Estamos de suerte —dijo la señora Chu, dando una palmada—. Hoy mismo van a ir al festival del templo. Oí cómo la señora Wang le decía a su hijo que no olvidara recogerla a media tarde. Entonces entraré a hurtadillas y cogeré el amuleto de la caja donde lo escondió.

    —¿No tienes miedo de Patanegra?

    —¡Bah! Está tan gordo que no podría hacer otra cosa que rodar. Si la viuda regresa de repente, le diré que he entrado para buscar la horquilla del cabello que perdí mientras cenaba.

    —De acuerdo, así lo haremos, pero debemos recordar que estamos tomándolo prestado, no robándolo, porque los Wang siempre han sido buenos amigos nuestros y, además, acabamos de cenar con ellos.

    La astuta mujer llevó a cabo su plan con tal destreza que en menos de una hora estaba de regreso en su casa. Mostró el amuleto del monje a su marido. Nadie la había visto entrar en casa de los Wang. El perro no había hecho ningún ruido y la gata solo había parpadeado, sorprendida, antes de echarse a dormir de nuevo.

    Cuando regresó de la feria con ganas de una cena caliente y descubrió que su joya había desaparecido, la viuda lloró y se lamentó. Tardó mucho en comprender la verdad. Revisó la pequeña cajita de la alacena diez veces antes de creer que estaba vacía, y parecía que había pasado un ciclón por la habitación, de tanto y tan minuciosamente como habían buscado el escarabajo perdido los dos desdichados.

    Entonces volvieron los días de hambre, que fueron más difíciles de soportar después de aquel periodo de abundancia y buena comida. ¡Ojalá no se hubieran acostumbrado a aquellos manjares! ¡Qué difícil era volver a las sobras y las mondas!

    Pero si la viuda y su hijo se entristecieron tras perder tan buenas comidas, las dos mascotas estaban más deprimidas aún. Tuvieron que empezar a recorrer las calles diariamente, mendigando y buscando huesos perdidos y los desperdicios que los perros y gatos decentes desdeñaban.

    Un día, después de un tiempo de hambruna, Carablanca empezó a brincar con gran entusiasmo.

    —¿Qué te pasa? —gruñó Patanegra—. ¿Te ha vuelto loca el hambre, o has pillado otra pulga?

    —Estaba pensando en nuestros asuntos y he descubierto la causa de todos nuestros problemas.

    —¿En serio? —se burló Patanegra.

    —Sí, en serio, y será mejor que te lo pienses dos veces antes de mofarte de mí, porque, como pronto descubrirás, tengo tu futuro en mis patas.

    —Bueno, tampoco es para ponerse así. ¿Qué maravilloso descubrimiento has hecho, que las ratas tienen cola?

    —Primero debo saber si estás dispuesto a ayudarme a devolver la buena suerte a nuestra familia.

    —Por supuesto que sí, no seas tonta —ladró el perro, agitando la cola alegremente al pensar en otra buena cena—. ¡Claro! ¡Claro! Haré cualquier cosa, si eso nos devuelve a la Dama Fortuna.

    —Muy bien. Este es el plan. Un ladrón entró en casa y robó el escarabajo dorado de nuestra señora. ¿Recuerdas las grandes cenas que salían del caldero? Bueno, cada día veía que nuestra ama sacaba un pequeño escarabajo dorado de la caja negra y lo metía en el caldero. Un día me lo enseñó y dijo: «Mira, michín, esta es la fuente de nuestra felicidad. ¿No te gustaría que fuera tuya?». Entonces se rio y lo guardó de nuevo en la caja de la alacena.

    —¿Es eso cierto? —preguntó Patanegra—. ¿Por qué no dijiste nada antes?

    —¿Recuerdas el día que el señor y la señora Chu estuvieron aquí? La señora Chu regresó por la tarde después de que los amos se marcharan al festival. Vi por el rabillo del ojo cómo sacaba el escarabajo dorado de la caja negra. Me pareció extraño, pero jamás se me ocurrió que fuera una ladrona. ¡Ay! ¡Me equivoqué! Se llevó el escarabajo y, si no estoy errada, su marido y ella están ahora disfrutando de los festines que nos pertenecen.

    —Arañémosles —gruñó Patanegra, mostrando los dientes.

    —Eso no serviría de nada —le aconsejó la gata—, porque al final terminarían apaleándonos. Tenemos que recuperar el escarabajo, eso es lo principal. Dejaremos la venganza a los seres humanos; no es asunto nuestro.

    —¿Qué sugieres? —preguntó Patanegra—. Estaré contigo en las buenas y en las malas.

    —Vayamos a casa de los Chu y robemos el escarabajo.

    —¡Ay de mí, pero yo no soy un gato! —se quejó Patanegra—. No podré entrar en la casa, porque los ladrones siempre mantienen las puertas bien cerradas. Si fuera como tú, podría escalar el muro. Esta es la primera vez en mi vida que envidio a un gato.

    —Iremos juntos —continuó Carablanca—. Yo montaré en tu lomo para cruzar el río y tú me protegerás de los animales desconocidos. Cuando lleguemos a casa de los Chu, yo treparé el muro y haré el resto. Solo necesito que esperes fuera para ayudarme a volver a casa con el botín.

    Se pusieron en marcha de inmediato. Los dos amigos partieron aquella misma noche en su aventura. Cruzaron el río como el gato había sugerido; Patanegra disfrutó el baño porque, según dijo, le recordaba sus días de cachorro, mientras que el gato no tuvo que sufrir una sola gota de agua en la cara. Cuando llegaron a casa de los Chu era medianoche.

    —Espera a que vuelva —ronroneó Carablanca al oído de Patanegra.

    Con un poderoso salto llegó a la parte superior del muro de adobe y después brincó al patio interior. Mientras descansaba en la sombra, intentando decidir cómo llevar a cabo su parte, un ligero susurro atrajo su atención y, ¡bam! Dio un salto gigante, extendió las garras y atrapó a una rata que acababa de salir de su agujero para beber y dar un paseo nocturno.

    Carablanca tenía tanta hambre que habría tardado poco en zamparse a su tentadora presa si la rata no hubiera abierto la boca y, para su sorpresa, empezado a hablar en un buen dialecto gatuno.

    —¡Te lo ruego, buen minino, no te apresures a clavarme el diente! Por favor, ¡ten cuidado con tus garras! ¿No sabes que ahora es costumbre confiar en el honor de los prisioneros? Te prometo que no huiré.

    —¡Bah! ¿Qué honor podría tener una rata?

    —La mayor parte de nosotras no tenemos mucho, lo reconozco, pero mi familia se crio bajo el techo de Confucio y hemos recogido tantas migajas de sabiduría que somos la excepción a la regla. Si me perdonas la vida, te obedeceré siempre y, de hecho, seré tu humilde esclava. —Entonces se liberó con un rápido tirón—. ¿Ves? Estoy suelta, pero el honor me mantiene aquí tal como si estuviera atada, así que no intentaré escapar.

    —Mejor te iría si lo hicieras —ronroneó Carablanca, con el pelaje erizado y la boca llena de saliva ante la perspectiva de un filete de rata—. Sin embargo, estoy dispuesta a ponerte a prueba. Primero deberás contestar a un par de preguntas para que sepa si eres de fiar. ¿Qué tipo de comida come tu amo? Estás redonda y regordeta mientras yo estoy delgada y escuálida.

    —Oh, hemos tenido suerte últimamente, te lo aseguro. Los amos se alimentan de los mejores manjares y nosotras nos comemos las migas.

    —Pero esta casa está en ruinas. ¿Cómo pueden permitirse comer así?

    —Eso es un gran secreto pero, como tengo una deuda de honor contigo, te lo diré. Mi ama ha conseguido, no sé cómo, un amuleto mágico…

    —Lo robó de nuestra casa —siseó la gata—. Si tengo la oportunidad le sacaré los ojos. Casi nos hemos muerto de hambre por no tener ese escarabajo. ¡Nos lo robó justo después de que la invitáramos a nuestra mesa! ¿Te parece que eso es honorable, señora Rata? ¿No eran los antepasados de tu ama seguidores del sabio?

    —¡Oh, oh, oh! Vaya, ¡eso lo explica todo! —se lamentó la rata—. A menudo me he preguntado cómo consiguieron el escarabajo dorado, aunque por supuesto jamás me atreví a hacer preguntas.

    —¡No, claro que no! Pero, escucha, amiga rata… Tráeme ese amuleto dorado y te liberaré de inmediato de tu obligación conmigo. ¿Sabes dónde está escondido?

    —Sí, en una grieta de la pared. Te lo traeré en un periquete, pero ¿cómo sobreviviremos cuando el amuleto ya no esté? Me temo que nos sobrevendrá una época de escasez y tendremos que mendigar.

    —Vive con el recuerdo de tu buen acto —ronroneó la gata—. Es maravilloso ser un mendigo honesto, ¿sabes? Ahora, ¡vete! Confío en ti completamente, ya que tu gente vivió en el hogar de Confucio. Esperaré aquí tu regreso. ¡Ja! —se rio Carablanca cuando se quedó sola—. ¡Parece que la suerte vuelve a estar de nuestro lado!

    La rata apareció cinco minutos después con la joya en la boca. Le entregó el escarabajo a la gata y se marchó rápidamente. Su honor estaba a salvo, pero temía a Carablanca. Había visto el brillo del deseo en sus ojos verdes y, efectivamente, la gata habría roto su promesa si no hubiera estado tan ansiosa por regresar a casa, donde su ama ordenaría al amuleto mágico que le proporcionase comida.

    Los dos aventureros llegaron al río justo cuando el sol se elevaba sobre las colinas del este.

    —Ten cuidado —le advirtió Patanegra mientras la gata saltaba sobre su lomo para atravesar la corriente—, no olvides que llevas el amuleto. En resumen: recuerda que, aunque eres una mujer, es necesario que mantengas la boca cerrada hasta que lleguemos al otro lado.

    —Gracias, pero creo que no necesito tu consejo —contestó Carablanca. Cogió el escarabajo y saltó al lomo del perro.

    Pero ¡qué lástima! Mientras se acercaban a la orilla opuesta, la nerviosa gata olvidó un instante su prudencia. Un pez saltó de repente del agua justo bajo su hocico. Fue una tentación demasiado grande. ¡Plaf! Cerró las mandíbulas en un vano intento de atrapar el escamoso bocado y el escarabajo dorado se hundió hasta el fondo del río.

    —¡Vaya! —exclamó el perro, enfadado—. ¿Qué te dije? Ahora todos nuestros esfuerzos han sido en vano… Todo por culpa de tu estupidez.

    Discutieron un rato amargamente y los compañeros se dijeron algunas cosas muy feas… como tortuga y conejo. Justo cuando iban a marcharse, una amistosa rana que había oído su conversación por casualidad se ofreció a recuperar el amuleto del fondo del río. Dicho y hecho; después de dar las gracias al servicial animal, se dirigieron a casa de nuevo.

    Cuando llegaron a la casa la puerta estaba cerrada y, por mucho que ladró, Patanegra no consiguió convencer a su amo para que abriera. Dentro se escuchaba un persistente y sonoro lamento.

    —La ama está desconsolada —susurró la gata—. Iré y la alegraré.

    Dicho esto, brincó ágilmente a través de un agujero en la ventana de papel que, ¡mala suerte!, era demasiado pequeño y estaba demasiado lejos del suelo para el leal perro.

    Una triste escena recibió a Carablanca. El hijo estaba tumbado en la cama, inconsciente, casi muerto de inanición, mientras su madre, desesperada, caminaba de un lado a otro retorciéndose las arrugadas manos y llorando a todo pulmón, suplicando que alguien los salvara.

    —Aquí estoy, ama —dijo Carablanca—, y aquí está el amuleto por el que estás llorando. Lo he recuperado y te lo he traído.

    La viuda, loca de alegría al ver el escarabajo, levantó a la gata en sus flacuchos brazos y la abrazó con cariño.

    —¡El desayuno, hijo, el desayuno! ¡Despierta de tu desmayo! La fortuna nos visita de nuevo. ¡Estamos salvados!

    Pronto estuvo preparada una humeante comida, y bien podréis imaginar que la anciana y su hijo, alabando a Carablanca sin cesar, le llenaron el cuenco de cosas buenas. Nadie dijo una sola palabra sobre el leal perro, que seguía fuera, olfateando los fragantes olores y esperando, triste y sorprendido porque en todo aquel tiempo la astuta gata no hubiera dicho nada sobre el papel de Patanegra en el rescate del escarabajo dorado.

    Al final, cuando terminaron de desayunar, Carablanca volvió a atravesar el agujero de la ventana.

    —Oh, mi querido Patanegra —dijo alegremente—, ¡deberías haber visto qué festín me han preparado! El ama estaba tan contenta después de que le devolviera la joya que toda la comida que me daba era poca, y no dejaba de decir cosas agradables sobre mí. Qué pena, viejo amigo, que tengas hambre. Será mejor que busques algún hueso en la calle.

    Enloquecido por la bochornosa traición de su compañera, el furioso perro se abalanzó sobre la gata y, en unos segundos, la mató.

    —Así muere el que olvida a un amigo y pierde su honor —se lamentó con tristeza, mirando el cadáver de su compañera.

    Patanegra corrió a la calle y difundió la traición de Carablanca entre los miembros de su raza, aconsejando a todos los perros respetables que, de ese momento en adelante, declararan la guerra a los felinos.

    Y esa es la razón por la que los descendientes del viejo Patanegra, ya sea en China o en los lejanos países de occidente, han librado una batalla continua con los hijos y nietos de Carablanca, a los que miles de generaciones de perros han combatido y aborrecido con un enorme y duradero odio.

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