La profunda imaginación de los pipiles creó su cosmogonía, que
tanta poesía encierra. La Tierra rodaba en el espacio, zumbando en el
silencio, dice. La noche se agrandaba en los contornos de las cosas.
Todo es negro: negra la Tierra y negro el cielo. El frío se extendía en las
frías cavernas de la Nada.
Es el vacío.
La muerte está echada sobre el mundo. Nada vuela, nada flota, nada
calienta. Ni ríos, ni valles ni montañas. Sólo está el mar.
Un día Teotl frotó dos varitas de achiote y produjo el fuego. Con las
manos regaba puñados de chispas que se esparcían por el vacío formando
las estrellas. El misterio se poblaba de puntos de luz.
De pronto, en lo más alto del cielo, surgió Teopantli, el Reformador,
que rige el universo. Surgió sonriente, envuelto en una cascada de luz.
Teotl lanzó el último puñado de fuego, que allá abajo se condensó
en un témpano de luz: ése fue Tonal, el buen padre Sol.
Pero entre el ruido de los capullos de la vida que reventaban, de los
mundos que se engolfaban en sus órbitas, de las explosiones de la luz,
Teopantli lloró.
Y su lágrima rodó, hasta quedarse suspendida. Se hizo blanca y
giró. Ésa fue Metzti, la buena madre Luna. Por eso es triste. Proyectó
su luz sobre la Tierra y ya no estaba vacía. Los mares se rompían contra
las costas. Había montañas y había barrancos. Sobre las cumbres peladas
rugían las fieras. Su luz pálida iluminó un combate de leones. En
las charcas y entre las lianas corrían las lagartijas. Los ríos se retorcían
como culebras blancas. La vida cantaba.
Explica después cómo fue creado el hombre, nacido del coágulo de
un nopal, que se enfangó dando origen a una casta de hombres malos,
que indignaron al Creador. Se desató sobre ellos una furiosa lluvia, y el
huracán silbaba quebrando las montañas. Todos murieron, a excepción
de Coscotágat y Tlacatixitl, nuestros padres.
Después de ese desastre la humanidad ha venido perfeccionándose
poco a poco.
Los dioses
No hablaremos largamente de los dioses pipiles, a cuya cabeza estaba
Teotl, el creador, padre de la vida; Teopantli, que regula el cielo y la
Tierra; Tonal, esposo de Metzti (el Sol y la Luna); Tlaloc, dios del agua;
Camaxtli, de la guerra; Teomikistli, de la muerte; Lulin, del infierno;
( 'enteotl, diosa del maíz, y Cuetzpalin, diosa de la riqueza.
Entre los chortis, de Chalatenango, Acat, dios de la vida; A-Balam,
de los bosques; Abolok-Balam, de la cosecha; Chaac, inventor de la
agricultura, dios de los truenos y relámpagos; Ahulneb, dios guerrero;
Ixchebel-Yak, diosa de la pintura; Zuhuy-Kak (la virgen del fuego), vestal
de Uxmal, deificada a causa de sus grandes virtudes; Ixchel, diosa de
la medicina; Xocbitún, dios del canto; Pizlintec, de la música y poesía;
Citbolontun, de la medicina; Ah-Tubtún, que escupía piedras preciosas.
Los bacab
Hubo un tiempo en que la creación se vio amenazada. El cielo se
estaba desmoronando. Vacilaba al peso de las estrellas.
Era la infancia de la humanidad. Poco hacía que la Tierra, en forma
de una nube larga y gris, se arrastraba por el espacio húmedo. Poco
hacía que se había condensado, dando origen a esta inmensa bola en
que vivimos.
Pero era lo cierto que el cielo se caía, como una plancha sin sostén.
Tal era el derrumbe, y las quejas de la Tierra eran tan numerosas, que
Dios pensó seriamente en cortar el mal.
Y creó cuatro gigantes.
En las cuatro esquinas del cielo apoyaron sus espaldas los enormes
hombres. Y el cielo se detuvo. Las estrellas afianzaron sus pilgajos de
luz.
Desde entonces están, firmes siempre, parados los gigantes en las
esquinas del cielo. Son cuatro: Kan-Xibchac, en el sur; Chac-Xibchac,
en el oriente; Zac-Xibchac, en el norte; Ek-Xibchac, en el poniente.
Kan es amarillo, Chac, rojo; Zac, blanco, y Ek, negro.
Presidían cada uno, por tumo, un período de cuatro años. Representaban
los puntos cardinales, a quienes daban su nombre.
Eran tenidos como dioses del aire. Súbditos de Achuncan (centro o
fundamento del cielo), su poder se cernía por sobre las estrellas, y agitaban
sus alas membranosas entre las furias de las tempestades.
Los arbolarios
Eran los genios de las tempestades. Ladrones de los lagos, hace
poco tiempo que aún cometían sus fechorías. Una vez traían robada una
laguna en un cascarón de huevo, de quién sabe dónde, y al pasar por el
volcán de Tecapa se les cayó, de lado, motivo por el cual esa laguna está
inclinada. Otra vez intentaron, con mal éxito, robarse el lago de Güija.
Era de verlos, cuando la tormenta venía bramando, despedir chispas
con sus ojos barcinos. Eran mujeres malas y dejaban la destrucción por
donde pasaban.
Si en las tardes borrascosas se oía un ruido sordo, era que venían
montadas sobre palos secos, chiquitos y terribles. Caían sobre las milpas
y las tronchaban. Se volvían lagartijas o culebras y mordían a los
curiosos que las veían.
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