domingo, 24 de marzo de 2019

Callejón del Candilejo, Sevilla

En tiempos del rey don Pedro el Cruel, que otros llaman el Justiciero, y que ha dado
origen a muchas historias sangrientas, vivía en uno de los barrios laberínticos de la
ciudad de Sevilla una pobre anciana a la que una noche despertó un ruido de pelea en
el callejón de su casa.
Asustada, la anciana esperó que el lance terminase, pero el ruido de armas se
hacía cada vez más frenético, y más fuertes las voces e insultos de los contendientes.
La vieja, desorientada, resolvió al fin encender su candil de aceite y asomarse al
ventanuco que se abría al callejón. Y a la luz del candil pudo contemplar, muy
cercanos, a los dos hombres que estaban luchando, en el momento en que uno de
ellos atravesaba con su espada el cuerpo de su adversario.
El vencedor sacó la espada del cuerpo del muerto y miró a la vieja con enfado. La
anciana pudo ver perfectamente el rostro del hombre y, al verlo, soltó el candil llena
de espanto, no solo por la escena que había tenido ocasión de descubrir, sino porque
había podido identificar al matador.
El candil caído en la calle al pie del ventanuco, y enfrente del muerto, despertó las
sospechas de la justicia, y al fin la mujeruca se encontró detenida y acosada por los
alguaciles. Ella decía que el candil no era suyo, y hasta negaba haber escuchado el
ruido de la pelea, pero el temor huidizo que había en su actitud dejaba entrever que
ocultaba la verdad, por lo que el alcaide mayor, don Martín Fernández Cerón,
resolvió que se le diese tormento para interrogarla con mayor garantía. Ataron a la
mujer al potro y empezaron a estirar sus miembros. La anciana, sin poder resistir el
dolor ni el secreto que guardaba, confesó que el autor de aquella muerte había sido el
propio rey don Pedro en persona.
El alcaide ordenó que cesase el tormento y, muy confuso, fue a comunicarle
secretamente al rey lo que la vieja decía. El rey, en lugar de enfurecerse o
preocuparse, ordenó que se la soltase y se le entregase cierta cantidad de dinero para
compensarla de sus sufrimientos. En cuanto a la justicia que procedía en el caso, el
rey don Pedro no quiso que el hecho quedase impune, y ordenó que, como expiación,
se colocase en el lugar de la muerte una reproducción de su propia cabeza.

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