Érase una bruja que tenía siete hijas muy hermosas. Decíase que, quien pasaba la noche con una, desaparecía, comido por la bruja; porque el rasgo característico de las brujas es alimentarse de carne humana.
Había en el país de la bruja ocho hermanos, el menor de los cuales, que apenas contaba unos meses, se llamaba Marandenboné (el hijo del mal).
Un día, Marandenboné aconseja a sus hermanos que vayan a acostarse con las hijas de la bruja.
—¿Pero ignoras —le replican— que nunca se ha visto regresar a ninguno de los efímeros amantes de esas mujeres?
—Sigan mi consejo —afirma Maran— y no tengan miedo.
Los ocho hermanos llegan a casa de la bruja, que los recibe muy bien y les sirve una cena abundante, después de la cual les dice:
—Vayan a descansar cada uno en una de esas siete cabañas y encontrarán compañía agradable para esta noche.
Así lo hacen.
Maran, a quien no han ofrecido nada, exclama:
—Y yo, abuela, ¿he de dormir contigo?
—Sí —dice la vieja.
Cuando los jóvenes han desaparecido en sus cabañas correspondientes, la vieja y Maran entran en otra y se acuestan juntos.
A medianoche, la vieja finge una tosecilla para comprobar si Maran duerme; el niño no dice nada ni se mueve. La vieja se levanta, y, entonces, Maran grita:
—¡Eh! Mamá, ¿adónde vas?
—¡Cómo! ¿No te has dormido, niño?
—¡Oh!, lo que es yo, no me duermo hasta que mi madre me echa un canasto de agua por la cabeza.
—Espera —dice la vieja.
Toma un canasto y va a llenarlo en el pozo, pero en el trayecto del pozo a la cabaña el canasto se vacía. La vieja insiste, y al cabo se pasa la noche entera queriendo resolver el insoluble problema de transportar agua en un canasto.
El nuevo día transcurre sin incidentes. Cuando llega la noche, los jóvenes vuelven a dormir con las jóvenes y Maran con la vieja.
Rendida de sueño, a causa del insomnio de la noche precedente, la bruja se duerme profundamente. A eso de las once, Maran se levanta sin ruido y va de cabaña en cabaña diciendo a sus hermanos:
—Pon a la hija de la bruja al borde de la cama, en tu lugar, y tápala con tus ropas.
Después de tomar estas precauciones, Maran vuelve a acostarse. A medianoche la vieja se despierta, finge una tosecilla, se rebulle, se levanta, pero Maran no se mueve; se le aproxima, para cerciorarse de que está dormido, y cuando se convence de ello, sale. Va de cabaña en cabaña degollando a la persona que está al borde de la cama, y vuelve luego a su casa y prepara una salsa con la sangre de las víctimas. Al disponerse a comerla, Maran grita:
—Yo también quiero, mamá.
—¡Cómo! Maran, ¿quieres comer sangre humana?
—¡Ya lo creo, ya lo creo! —dice Maran, sin mostrar emoción—. ¡Es tan rica!
Concluído el refrigerio vuelven a acostarse. La vieja se duerme, y Maran aprovecha la ocasión para decir a sus hermanos:
—Salgan corriendo, porque en cuanto la vieja se dé cuenta de su desgracia no los perdonará.
Después Maran regresa a su sitio.
Por la mañana, la vieja dice a Maran:
—Ve a ver si se han despertado tus hermanos.
Maran vuelve y dice:
—No; todavía están durmiendo.
Poco después la vieja dice a Maran:
—¿Qué hacen tus hermanos?
—¡Oh! —responde—, hace mucho que se fueron, pero tus hijas, dormidas están para siempre.
Y se puso a salvo.
La vieja, presintiendo una desdicha, va a la cabaña de sus hijas y reconoce la estratagema de que ha sido víctima. Jura vengarse del pícaro Maran.
Como todas las brujas, tenía poder de cambiar de forma. Se va a la aldea de Maran. La aldea no tiene ni un solo baobab, lo que obliga a los habitantes a ir muy lejos en busca de hojas para las salsas. La vieja hechicera se transformó en un soberbio baobab, al que se apresuraron a trepar todos los chicuelos de la aldea.
Pero Maran, que jugaba con ellos, dijo:
—¡Cómo! ¿Un baobab tan gordo puede brotar del suelo en una noche, como una seta?
—Sí, por cierto —dice el baobab—, y si quieres cortarme hojas serás muy bien recibido.
Entonces una rama se inclinó hacia Maran para incitarlo a subir.
—¡Oh, oh! —dijo el niño—, un baobab que habla y que tiende las ramas no es natural. Si quieren, suban ustedes a cortar hojas, lo que es yo, me quedo aquí.
El baobab se estremeció de rabia, y luego, viendo que Maran se mantenía apartado, desapareció con todos los imprudentes niños que cortaban las hojas.
La bruja pensaba que los habitantes de la aldea enviarían a Maran a rescatar a los niños, y de antemano saboreaba la venganza, sin dejar de regalarse comiéndose un niño cada día. Pero Maran no fue.
Un día, detrás de la aldea de Maran, los chicuelos encontraron un asno suelto, y les faltó tiempo para cogerlo y montar en él, lo más que pudieron. Cuando llegó Maran, ya no quedaba sitio en el lomo del asno, el cual, muy complaciente, alargó enseguida el espinazo.
—¡Oh, oh! —dijo Maran—. Este asno debe de ser de la misma familia que el baobab —y se alejó.
El asno desapareció con los niños que lo montaban, y las madres, llorando, dijeron a Maran:
—Ya que eres lo bastante perspicaz para no caer en las trampas de los brujos, te suplicamos que emplees todos tus recursos en buscar a nuestros hijos.
Maran lo prometió. Se fue llevando consigo una piel de buco, con un pedazo de cecina y niebés.
La bruja tenía una niña de la edad de Maran.
Poseía también una vaca preñada, y, como vivía siempre temerosa de Maran, en el momento de parir la vaca dijo:
—Si la vaca tiene un ternerillo colorado, será que Maran está en el vientre del ternerillo; si tiene un ternerillo blanco, será que Maran no está.
El ternerillo resultó blanco, y, desde entonces, la vieja perdió el recelo: pero Maran, más astuto que ella, estaba en el vientre del ternerillo.
Como todos los ternerillos, brincaba y corría, y al pasar junto a los niños les dijo:
—En cuanto la vieja me deje suelto en medio de ustedes, me agarran por la cola, por las orejas, por donde puedan, y los llevaré de regreso a nuestra aldea.
Así hizo, para gran desesperación de la vieja. Sin embargo, sea que procediese más hábilmente, sea que tal fuese la intención de Maran, la vieja se apoderó de él.
Encerró al prisionero en una piel de buco, que ató con esmero, y la puso dentro de otra piel de buco, que cerró lo mismo.
Todo ello, en fin, fue encerrado en una tercera piel de buco muy fuerte y reciamente atada.
La vieja puso a su niña junto al prisionero, para custodiarlo mientras ella abría un hoyo en el corral de su casa, rellenándolo con leña y hierbas, a las que prendió fuego.
En tanto, la niñita, oyendo que Maran roía algo, le preguntó:
—¿Tienes provisiones, Maran?
—¡Oh! Mejor que provisiones, tengo golosinas.
—¡Oh! Dame un poco, Maran.
—¿Eh? ¿Cómo quieres que te dé, si estoy atado?
Suéltame, y veremos.
La imprudente niña abrió las pieles de buco; Maran salió, la desnudó, la puso en lugar suyo con las ropas que él llevaba, cerró las pieles y desapareció, vestido con las ropas de la niña.
Cuando la vieja tomó la piel de buco, una vocecita le dijo:
—Madre, ten cuidado. Maran me ha puesto en lugar suyo, y vas a matar a tu hijita.
—Sí, sí —dijo la vieja—. Te conozco, Maran; ya puedes imitar la voz de mi hijita, que eso de nada te vale.
Y sin vacilar arrojó el bulto a la hoguera. Poco después, el cuerpo de la niña reventaba, y Maran, surgiendo enfrente de la vieja, le gritó:
—¡Bueno! Vieja hechicera, acabas de matar a la hija que te quedaba —y se puso a salvo.
La vieja se sentó, desolada y se puso a discurrir el medio de vengarse de Maran. Dicen que aún no lo ha encontrado.
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