jueves, 28 de febrero de 2019

INTENTO DE UNA MITOLOGÍA HISPÁNICA PRIMITIVA

Es muy difícil bosquejar un esquema claro de la mitología de la España primitiva. Causas: a) el período es tan amplio, pues sus inicios podemos situarlos a partir del Paleolítico Superior y la cueva de Altamira (provincia de Santander), entre los quince y los diecisiete mil años antes de Cristo (pasado el oscuro y larguísimo tiempo del Paleolítico Inferior o primera Edad de la Piedra), y llevarlos hasta la finalización de la conquista de Hispania por Roma; b) los pueblos protagonistas de esta larga época son muy variados, desde las hordas prehistóricas hasta las diferentes tribus de iberos, celtas, celtíberos, etc.; c) finalmente, las fuentes y datos documentales son abundantes y de diversas procedencias: griegas, romanas, tradiciones, etcétera.

  El primer testimonio sobre ciencias sobrenaturales y mitología hispánica primitiva parece encontrarse en las pinturas rupestres, tanto las franco-cantábricas y la citada de Altamira y la del Castillo (Santander) como las denominadas de estilo levantino. Al lado de las representaciones de animales de carácter mágico y de las escenas en que aparece la figura humana, para que la caza resultara propicia, existen otras, mucho más enigmáticas, que los prehistoriadores interpretan otorgándoles un significado mítico y relacionándolo con el culto a los muertos y las ideas totémicas de los pueblos primitivos.

  En las pinturas levantinas se representan figuras mitad humanas y mitad de animales, especie de demonios, fantasmas y hechiceros cubiertos con máscaras que se relacionan con la fecundidad y acompañados de atributos que rayan con lo obsceno; así en la cueva de Minateda, provincia de Albacete. En la cueva denominada de los Letreros, del extremo sudeste de la Península, se ha descubierto una interesante pintura que parece no poder disimular su intención mítica. Se trata de una figura humana con cornamenta y con cola, portadora de algo que parecen ser dos hoces. De los cuernos salen unas flores y frutos que ha hecho pensar en un espíritu vegetal o ídolo pictórico, adorado en determinadas épocas del año.

  De la zona asturiana llama poderosamente la atención la roca grabada en Peña Tu, quizá otro ídolo. En la parte sur de la Península, y ya de la época neolítica y Edad del Bronce, se deduce por los objetos hallados la veneración de una gran madre, quizá la Tierra, y a otra divinidad celeste cuyo emblema es el hacha.

  MITOS IBÉRICOS, CELTAS Y CELTÍBEROS

  Los iberos, según las fuentes de los historiadores clásicos, adoraban a una divinidad solar a la que llamaban Neto y que los romanos identificaron con Marte; se la representaba con rayos en la cabeza y se le sacrificaban machos cabríos, caballos y hasta prisioneros. La Luna era también venerada y parece ser que ambas divinidades se confundieron y relacionaron con el mito de Astarté y de la Venus clásica. Sabemos que en las noches de plenilunio algunas tribus tenían fiestas y danzas que duraban hasta el nuevo día. El historiador romano Appiano refiere que la tribu de los vaceos dejó de perseguir a los romanos a causa de un eclipse lunar, creyendo así interpretar los deseos de la divinidad. También eran objeto de veneración los ríos, las fuentes y las cumbres de las montañas. La más célebre de estas cumbres fue la del Promontorio Sacro, localizado en Sagres, cabo de San Vicente.

  Conocemos actualmente los nombres de los primitivos dioses ibéricos por medio de las inscripciones latinas que han llegado hasta nosotros, ya que la veneración de estas divinidades continuó bajo la dominación romana. Uno de estos dioses que tuvo un mayor culto fue Endovelico, venerado en la Lusitania (Portugal). Era una especie de divinidad médica que para comunicarse se valía de un oráculo al modo clásico, o simplemente manifestándose en sueños; se le honraba con sacrificios de puercos. Compañera de Endovelico en Lusitania y también adorada en la Bética (Andalucía), se hallaba la diosa Ataecina con carácter médico e infernal; al mismo tiempo, su origen parece ser celta y se la representaba con flores y frutos.

  Además de los dioses mencionados, parece antiquísimo entre las tribus primitivas hispánicas el culto al toro, así como al león y a la esfinge. Existen restos escultóricos que parecen confirmarlo, tal como los leones de Nueva Carteya (Córdoba), Baena y Osuna, y, sobre todo, la enigmática Bicha de Balazote (Albacete): toro con cabeza humana de caracteres muy arcaicos. ¿Influencia helénica? En varias monedas hispano-romanas se reproduce la esfinge de la que se cree que en Sierra Morena había un santuario dedicado a este monstruo alado.

  El roble y la encina eran objeto de veneración por parte de los celtíberos, siendo considerados sagrados los bosques formados por este tipo de árboles. Lugoves es el nombre conservado de un dios solar venerado también por los primitivos irlandeses, de aquella raza.

  INFLUENCIA DE LOS PUEBLOS COLONIZADORES EN LA ESPAÑA ANTIGUA

  Las divinidades fenicias tuvieron su culto en las colonias fundadas por éstos en el sur de España, especialmente en Gadir (Cádiz), donde se veneró a Melkart, el Hércules sirio, al que se erigió un templo, hoy perdido. No existen documentos que acrediten se practicase el culto al cruel Moloch; por el contrario, Astarté, asimilada más tarde a Afrodita o Venus, mencionada algunas veces con el nombre sirio de Salambó, se halla en numerosas monedas béticas, alternando con su amado Adonis. Al parecer existieron en la Bética unas célebres fiestas anuales oficiando sacerdotisas, en honor de esta deidad femenina, que se prolongaron hasta la dominación romana. En las Baleares se veneraba a las divinidades siderales, simbolizadas por los cabiros.

  En las colonias griegas de España el culto principal era el de la diosa Artemisa, protectora de la Jonia fócense. En la cerámica y numismática de Ampurias se representan los más variados hijos del panteón helénico. Famosa es la estatua de Esculapio, dios de la Medicina, encontrada en Ampurias, que se halla actualmente en el Museo Arqueológico de Barcclona. El historiador y geógrafo Estrabón (siglo I a. C. - siglo I d. C.) cuenta que los lusitanos sacrificaban a los prisioneros de guerra para obtener ciertos augurios y noticias, mediante la observación de la forma de la caída del cuerpo, al desplomarse herido por la mano del arúspice. Los galaicos observaban con el mismo objeto el vuelo de las aves (ornitomancia) y la dirección de las llamas (piromancia). Todas estas facetas de adivinación son de origen clásico, indudablemente.

  LOS NEGROIDES NEOLÍTICOS DE CATALUÑA

  En las comarcas que rodean a Barcelona, hace unos 4000 o 5000 años, vivían unas gentes que no pertenecían a la misma raza que sus vecinos, los almerienses, que eran mediterráneos, de cultura también neolítica. Este pueblo, cuya clasificación racial era desconocida hasta el estudio efectuado por el Dr. Fuster practicaba la agricultura, cazaba pequeños animales y rendía culto a sus muertos, a los que enterraba en fosas o pequeños hipogeos excavados en la tierra y cubiertos con losas. Las ofrendas encontradas junto al cadáver consistían en cuchillos, núcleos para fabricarlos, flechas, vasijas, y unos ricos collares de grandes perlas de calaíta, una piedra parecida a la turquesa, a la que atribuían ciertas virtudes valoradas por encima de su belleza.

  Lo sorprendente de estas tribus, que vivían en las onduladas llanuras de las comarcas del Vallés, Penedés, Maresme y en el mismo llano de Barcelona, es su constitución física, su raza. Los restos óseos encontrados principalmente en Sant Quirze de Galliners, muy cerca de Sabadell, permiten deducir que eran gentes bajas, de cráneo medianamente largo, que tenían la cara ancha, baja y aplanada, gran desarrollo maxilar y acentuado prognatismo subnasal, esto es, prominencia de la mandíbula superior, que en un caso va acompañada también de la inferior.

  ¿A qué raza humana actual se parecen más estos hombres de la cultura de los sepulcros en fosa? A los koisánidos, la raza a la que pertenecen bosquimanes y hotentotes, una de las razas en la que persisten, como en estos neolíticos, algunos caracteres primitivos comunes a diversos grupos prehistóricos de «Homo sapiens».

  Lo curioso es que a los neolíticos de Sabadell y a las poblaciones parecidas encontradas en Egipto y el Sahara, Portugal, en el resto de España, Francia, Italia y Suiza, principalmente, se les ha llamado «negroides» aunque se parezcan más a los koisánidos. No se puede afirmar que tuvieran la piel negra ni oscura, pero sorprenden estas semejanzas y la diferencia entre estos antiguos hispanos y los demás habitantes del país que pertenecían ya a la raza mediterránea.

  No son raros los casos individuales o colectivos de pervivencia de antiguas razas prácticamente extintas, como sucede, por ejemplo, con el hombre de Cro Magnon de la última época glaciar, en las Canarias.

  LOS VASCOS, UN PUEBLO DE TRADICIÓN MILENARIA

  En Europa hay muchos rincones, penínsulas y especialmente montañas, en los que a la par que la belleza del paisaje, podemos admirar a sus moradores, guardianes de viejas costumbres, leyendas y tradiciones enraizadas en épocas remotas a las que casi no llega no ya la cultura occidental, sino ni siquiera la propia historia. Cuando ni los más avanzados europeos conocían aún la escritura, existía ya en el Pirineo occidental un pueblo, al que con toda propiedad podemos llamar el antepasado directo de los vascos actuales.

  El monumento cultural vivo más antiguo que conserva Europa es la lengua vasca. Las lenguas, este admirable vehículo del pensamiento individual y de la expresión colectiva, son cambiantes, caducas y perecen con mayor facilidad de lo que podríamos creer. Si en el siglo V le hubiéramos dicho a un gramático que al cabo de diez siglos únicamente los eruditos hablarían un correcto latín, lengua muerta se hubiera sorprendido tanto que no hubiera querido discutir siquiera nuestra afirmación. Mayor es, pues, nuestra admiración 15 siglos después, cuando además de los eruditos de tantos países, sencillos campesinos y hábiles y fuertes pastores, continúan estudiando y manteniendo una lengua de indiscutible herencia prehistórica

  Todo el pueblo vasco, con excepción de algunas ciudades, es, en conjunto, el heredero de una antiquísima tradición de origen incierto, seguramente debida a un pueblo de pastores que en el Neolítico se instaló con sus rebaños en el Pirineo. No son los continuadores de la cultura de los cazadores, pintores de la Edad de la Piedra tallada que vivieron en Francia y España, pero sí de la de los constructores de dólmenes, estas mesas de piedra, en el interior de las cuales enterraban a sus muertos. Los huesos encontrados en ellas no pertenecen a la raza de Cro-Magnon, sino a la pirenaica occidental, nombre dado a esta variedad de la raza blanca en la que también se incluyen los vascos actuales.

  Más de 150 generaciones contemplan a los vascos de hoy día, en parte recios campesinos, en parte financieros, navieros, capitanes de industria o intelectuares. En cierta manera, los vascos son un gran experimento humano de pervivencia y a la vez de renovación.

  Las laminas y las brujas vascas

  Entre las antiguas creencias que ha sido más difícil desarraigar del alma vasca, figuran las de las lamiñas y las de las brujas. Según los campesinos, las primeras «no son cristianas», o sea que no son personas, sino seres distintos con apariencia humana; en cambio, las segundas sí. La mitología griega y romana tenía un personaje de este nombre, que los vascos llamaron lamiak o lamiñak. Son seres medio mujer, medio pez, o bien con patas o garras de ave. Las lamiñas aparecen en cuevas, fuentes arroyos, piedras y chancales, y tienen un aire cautivador y a la vez maligno. Muchas veces se presentan sentadas, peinándose los cabellos con un peine de oro y mirándose en el espejo. Los mismos señores de Vizcaya descendían, según los escritores medievales y renacentistas, de un caballero y una especie de lamiña, que tenía Patas de cabra.

  Las leyendas de las lamiñas, al paso de los años se han cristianizado un poco. Una vez un estudiante se encontró en el monte con una lamiña, que se peinaba sus largos y dorados cabellos y viéndola tan bella se enamoró. Al día siguiente volvió a encontrarla y le declaró su amor, pidiéndole que se casara con él, pero sin saber que fuera una lamiña. Ella aceptó, no sin dejar entrever un aire melancólico en su cara feliz. Al darle la noticia a su padre, éste sospechó de quién se trataba y se lo dijo al hijo recomendándole que procurara verle los pies. El desengaño fue terrible al verle los pies… de ganso. La lamiña huyen ante el grito de angustia que se escapó del pecho del enamorado.

  La melancolía, el amor sin esperanzas, abatieron al mozo, que murió de amor. Durante el velatorio, mientras las mujeres entonaban los cantos funerales, oyeron un ruido extraño fuera de la casa. Salieron y vieron que unas doncellas bellísimas traían una lujosa sábana bordada en oro. Comprendieron que eran lamiñas y dejaron que entraran y cubrieran el cuerpo con la sábana, sorprendiéndose de la riqueza del regalo. Antes de la madrugada las lamiñas volvieron para llevarse de nuevo la sábana.

  Al día siguiente se hizo el entierro, y detrás del cortejo se pudo ver a la hermosa y enamorada lamiña, que acompañó con grandes muestras de dolor el cuerpo de su amado. Cuando lo entraron en la iglesia ella volvió sobre sus pasos, ya que no podía entrar en el recinto sagrado.

  Son algo parecido a las sirenas; melusinas y hadas, que de antiguas creencias han pasado a la tradición y a la literatura.

  El papel de las brujas, practicantes de la hechicería en el País Vasco, fue muy notable en los inicios de la Edad Moderna. En el siglo XV, las luchas entre las familias y las banderías eran muy feroces y ha quedado constancia que en algún caso usaron de la magia, no sólo con exorcismos y conjuros, sino también con la fabricación y administración de fuertes tóxicos.

  A principios del siglo XVI, la Inquisición y los jueces laicos, humanistas con formación jurídica y teológica, tomaron parte en la represión de la brujería vasca. Es muy sintomático que los eclesiásticos medievales, que habían intervenido anteriormente, no creyeran tanto en la brujería y fueran a la vez más comprensivos con las decadentes supersticiones, tan difíciles de desarraigar del alma popular. En cambio, los jueces de la época del Renacimiento afirman que a las brujas de la tierra de Durango se les aparecía el diablo en forma de hombre o mulo con algún signo extraño que demostraba su maldad y que los vuelos y metamorfosis de las brujas eran verdad «porque los vio ejecutar con sus propios ojos».

  El aquelarre es el acto brujeril más importante constatado en aquella época. Es propiamente el conciliábulo de las brujas con el demonio. Esta palabra es vasca y literalmente significa «prado del macho cabrío», alusión al lugar y a la presencia del animal que se supone intervenía. El aquelarre se componía esquemáticamente, según el inquisidor Avellaneda escribió en el año 1527, del acto de renegar de la fe cristiana, la presentación al demonio del neófito, un banquete, una parodia de la Comunión y la orgía final con desenfreno sexual. No obstante, seguramente en muchos casos la aceptación de ciertas creencias tradicionales, de supersticiones sencillas no llegaba a esto y la presentación al demonio no indicaba un culto de signo contrario al cristiano, sino únicamente la aceptación de la existencia de los espíritus tradicionales.

  Prueba de que creer en las brujas, aunque superstición es en cierta manera, compatible con la fe cristiana, lo encontramos en esta leyenda, que a pesar de ser de tema medieval, ha perdurado hasta nuestros días. En las luchas que entre moros y cristianos tuvieron lugar en el Sur de las Vascongadas, una vez sucedió que, a pesar de vencer constantemente los cristianos, sus enemigos parecían tener siempre el mismo número de soldados. Un vasco avispado vigiló de noche el campo de batalla y descubrió a una bruja que con una olla llena de ungüento se acercaba a los cadáveres, les untaba las heridas y los resucitaba. El soldado se acercó sigilosamente y atravesó con su lanza a la bruja y al último resucitado. Entonces quiso probar la eficacia del filtro y lo aplicó a la herida de la bruja. Al volver ésta a la vida pidió clemencia, prometiéndole que le enseñaría a fabricar el ungüento prodigioso. El soldado no le hizo caso y la mató, regresando contentísimo a su campamento, donde despertó a sus compañeros y les explicó su descubrimiento. Para demostrárselo se hizo lancear y resucitar. Después usaron la pócima para los guerreros muertos en el campo de batalla y así terminaron la guerra triunfalmente.

  Estas narraciones, a la par que atestiguan la práctica de la hechicería, muestran su acercamiento a la fe cristiana y el paso final a la tradición narrativa. Los elementos psíquicos que intervienen, como la sugestión y el subconsciente, se estudian cada día con más interés, pues son imprescindibles para comprender el tema de la brujería. Como bien manifestaba aquel gallego: «Yo no creo en las meigas (Brujas), pero haberlas haylas»…

DIVINIDADES PRINCIPALES DE LA PENÍNSULA IBÉRICA ANTES DE LA CONQUISTA POR LOS ROMANOS



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