El Cielo tenía una selva llena de ortigas. Dijo que daría a su hija en matrimonio a quien desbrozara la selva. Entonces llega el elefante, toma una hoz y comienza a desbrozar. Pero el Cielo declara que quien, al desbrozar la selva, se rasque, no obtendría la mano de su hija; al contrario, el que desbrozase la selva sin rascarse se casaría con la jovencita.
El elefante empieza, pues, a desbrozar la selva; pero enseguida se rasca, se rasca. Entonces los hijos del Cielo van a decirle:
—El elefante se rascó.
—No sabe desbrozar la selva —dice el Cielo.
Y quita a su hija de entre las manos del elefante.
Llama a todos los animales salvajes, que acuden en gran número, pero no consiguen desbrozar la selva sin rascarse.
Entonces la araña dice que también ella desea probar; se pone a desbrozar la selva, y dice a Uré, la hija del Cielo.
—¿Sabes cuál es el buey que van a coger para que me lo hagan de comida? Uno que «por salva sea la parte» es negro, por esta otra colorado y por esta otra blanco.
Y mientras decía esto, la araña se rascaba; pero los hijos del Cielo no fueron a decir a su padre que la araña estaba rascándose. Así pudo la araña terminar de desbrozar la selva. Y el Cielo le dio a su hija en casamiento y, de regalo, un buey.
La araña dijo:
—Este buey es mío; no quiero que las moscas se le posen encima para comérselo.
Y se va a un sitio en que no hay moscas, con el objetivo de matar al buey y comérselo. Se fue muy lejos. Cuando llegó se le había apagado el fuego. Y entonces dice a su niñito, que se llamaba Aba-kan:
—Aba, ve a que te den un poco de aquella lumbre que ves allá para que nos comamos el buey.
Aba fue allá: era la Muerte, que dormía. Aba-kan vio un ano rojo, y, creyendo que era la lumbre, tomó una astilla y la acercó al ano de la Muerte para encenderla. Al sentirlo, la Muerte se despierta y pregunta:
—¿Quién va?
Aba-kan responde:
—Es papá, que me envía a decirte que vengas para comernos el buey.
Y la Muerte va.
En cuanto la araña ve a la Muerte dice:
—Sí, le había dicho a Aba-kan que te llamase.
—Bueno, pues aquí estoy —dice la Muerte—. Matemos al buey y comamos.
Y mataron al buey.
—Dame una paleta —dice la Muerte.
La araña toma una paleta y se la da a la Muerte, que la engulle de un bocado, y dice a la Araña:
—Dame el buey entero.
La araña se lo da, y la Muerte, sin moverse de su sitio, se lo traga entero.
La araña había dicho bien:
—No quiero que las moscas me toquen el buey. Pero ya la Muerte se lo había comido entero, y no quedaba nada para la araña.
Se acabó.
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