Balandrán era un santo varón, famoso en toda Irlanda por sus grandes virtudes, por esta razón había sido nombrado abate del convento más importante de la isla, habitada por más de tres mil monjes.
Un día se presentó ante él un piadoso anacoreta que hacía penitencia en una isla vecina, y le contó una historia extraordinaria. En la playa había encontrado una barca misteriosa que, cuando él se embarcó se puso en movimiento y lo había llevado derecho hasta una isla lejana poblada de altísima hierba y de hermosos frutales; un leve vientecillo traía hasta él perfumes de una suavidad sin par; el cielo era de una luminosidad nunca vista y las aguas del mar claras como un espejo. El anacoreta había recorrido la isla a lo largo y a lo ancho sin hallar nunca el fin, y no existía en ella una sola planta que no tuviese su flor, ni árbol que no estuviera cargado con su fruto. Los guijarros que hallaba en la tierra eran magníficas piedras preciosas. En un recodo , se encontró de pronto , ante un río de aguas teñidas por todos los colores del arco iris, y mientras se hallaba contemplándolo, había aparecido ante él una joven hermosísima, que le advirtió que Dios no le permitiría que atravesase el río, porque aquella era la morada de las almas bienaventuradas. El anacoreta, entonces, había vuelto atrás y la misteriosa barca le había dejado de nuevo en su isla. Lo más curioso de todo- decía- era que, mientras él creía haber estado en la isla santa únicamente un día, había transcurrido nada menos que un año, y en todo ese tiempo nunca vio la noche, ni sintió hambre, cansancio o sueño.
Los monjes escucharon aquella historia con gran asombro. Por último San Balandrán se arrodilló para dar gracias al Señor por lo que se había dignado revelar al piadoso anacoreta, y después anunció que al día siguiente partiría él también, con catorce hermanos escogidos entre los más devotos a la búsqueda de aquella isla santa que, sin duda alguna, era el Paraíso.
En efecto, tal como había dicho al amanecer partieron los monjes. Balandrán quiso que el timón se abandonase a la voluntad de Dios, dejando que la nave fuese transportada por la brisa. Al cabo de tres meses de navegación, cuando ya empezaban a escasear los víveres y el agua, descubrieron una isla. En ella se alzaba un magnífico castillo de mármol de bellísimos colores. La isla y el castillo se hallaban desiertos; pero, en una de las estancias. Espléndidamente decorada, encontraron una mesa servida en todo su esplendor, con vajilla de oro y plata. Se sentaron a ella y comieron las más delicadas viandas: jamones, gelatinas, buñuelos, salmones, faisanes rellenos, lechones asados, mazapanes y hojaldres; y a medida que vaciaban un plato, rápidamente, como por milagro, los alimentos volvían a nacer en el fondo de él. Hallaron también blandos lechos donde dormir. Permanecieron en el castillo un mes, y los monjes no se hubieran movido si Balandrán, dándose cuenta de la vida disipada, no les hubiese llamado la atención haciendo que cumplieran con su deber, reanudando juntos de nuevo el afortunado viaje.
Navegaron otros tres meses sin encontrar tierra alguna: no veían ante sí otra cosa que el cielo y el mar. Y otra vez empezaban a faltar los alimentos cuando, precisamente el día de Pascua, tocaron tierra en una isla poblada de blancos corderillos. Asaron un par de ellos allí mismo y embarcaron en la nave otros víveres; luego, reanudaron el viaje, dejándose llevar siempre por el viento.
Un día descendieron en una isla extraña sobre la que no existía ni una brizna de hierba, ni un mísero árbol, ni una roca siquiera; toda superficie era lisa y llana como la palma de la mano, mientras paseaban por ella, para desentumecer los miembros, he aquí que la isla empezó a oscilar y a moverse, y mientras se alejaba, iba hundiéndose lentamente en el mar . ¡Imaginaos el susto de los santos monjes! Pero San Balandrán, sonriendo, les dijo:
-Esta, hermanos míos, no es una isla, sino una ballena, el animal más grande que Dios puso en el mar. Pronto arrojémonos al mar para alcanzar a nado nuestra nave, antes de que la ballena nos aleje demasiado de ella.
En efecto, así lo hicieron y se salvaron. Otra vez permanecieron un mes en una isla bellísima, rebosante de hierba y de un frondoso bosque. En las ramas de los árboles aleteaban y piaban millares y millares de pajarillos, a cual más hermoso. Los había de todos colores, algunos blancos, otros veteados con plumas en la cabeza y largas colas azules. Con sus cantos producían una alegre algazara. Tan mansos eran que iban a ponerse en los hombros y hasta en las manos de los monjes, haciéndoles grandes fiestas. En la isla había también abundante fruta; de un árbol pendían grandes nueces en forma de pelota, y al abrirlas estaban llenas de un líquido blanco como la leche, de un sabor muy agradable; otro árbol ofrecía suculentos racimos de uvas tan enormes, que uno solo de éstos bastaba para calmar el hambre de un hombre durante toda la semana; y la uva era también mucho más dulce y sabrosa que la nuestra.
Sin embargo, fue preciso, abandonar esta isla, y separarse de los simpáticos pajarillos, que acompañaron a los monjes hasta la nave. Al llegar a ella, una de estas aves empezó a hablar y explicó a San balandrán que todas ellas eran almitas de niños, muertos antes el bautismo.
Después de muchos días de navegación los monjes se dieron cuenta e que el agua se había vuelto de una claridad increíble y que podía verse maravillosamente el fondo del mar, con todos los peces que habitaban este hermoso lugar. Cuando San Balandrán se puso a celebrar la misa, todos los pececillos salieron a la superficie para asistir al Santo Sacrificio, y tal era la cantidad, que hasta que terminó la misa la nave no pudo proseguir su camino.
Cuando, finalmente, pudieron reanudarlo, navegaron otros tres meses, tanto a través de la niebla como surcando los mares calurosos y soleados.
Por último, y sólo cuando Dios lo quiso, llegaron a la isla santa que durante tanto tiempo habían buscado. Un ángel les advirtió que su viaje había concluido.
La isla les pareció a los monjes mucho más bella de lo que el anacoreta les había dicho. En ella vieron una catedral toda de cristal, con altas columnas de topacio, esmeraldas y rubís que resplandecían bajo los rayos del sol Y el sol lucía allí con una luminosidad y un esplendor del que no podemos hacer idea. Bosques espesísimos e inmensos prados que se extendían ante la vista, y los bosques estaban llenos de pájaros y los prados de flores. Los animales eran allí amigos: los lobos alternaban con los corderillos, y los gatos llevaban en su grupa a los traviesos ratoncillos. Los monjes (aunque no sentían ninguna necesidad de alimento ), tomaron muchas frutas de un sabor celestial, y bebieron en las fuentes que destilaban aguas perfumadas. De todas partes llegaba hasta ellos una música armoniosa y cantos suaves que no se sabía de dónde salían ,pero que inundaban el alma de suave dicha.
Pero las almas humanas no pueden anidar tanta alegría, y al fin viene a convertirse casi en sufrimiento. Así les sucedió a los monjes. Entonces San Balandrán comprendió de que de permanecer allí más tiempo, su corazón hubiera estallado. En cuanto a contemplar el rostro de Dios, no había ni que pensar en ello, era imposible que los ojos humanos soportaran una luz tan vívida ya que de mirarla quedarían ciegos para siempre.
Por lo tanto, el viaje maravilloso desgraciadamente había acabado y fue preciso, aun con gran pesar, volver a Irlanda.
Pero llegado a su País, San Balandrán escribió en un libo el relato verídico de aquélla expedición y de muchas osas extrañas y bellas que había visto , para que quedase entre la memoria de los hombres. Y de esta leyenda del santo, se ha formado esta breve narración.
ESTA LECTURA ME GUSTA MUCHO, ¿ PODRIAN DECIRME EL AUTOR DE ESTE LIBRO O DE OTROS LIBROS SEMEJANTES. LES CUENTO YO CUANDO ERA JOVENCITA LEÌ MAS DE VEINTE LIBROS DE PEREZ Y PEREZ CON
ResponderEliminarEL MISMO ESTILO. POR ESO ME INTERESA SABER.---------- MUY AGRADECIDA
Es de la colección fabulas leyendas y cuentas de la Uteha.
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