El desafío
En aquel tiempo, reinaba en Francia un monarca llamado Luis, bueno y muy cortés, que gustaba de reunir con mucha frecuencia a las bellas damas y a los nobles señores de su reino en fiestas y en arriesgados torneos.
Un día, se hallaba con su corte en un magnifico prado a poca distancia de París, su capital; nadie podía recordar haber visto antes reunión más numerosa de condes y condesas, duques y duquesas, castellanas de belleza resplandeciente y nobles caballeros.
Cuando llegó la hora de la música y las danzas, el rey, que se había retirado unos instantes de su tienda de campaña, salió de ella llevando de la mano a un joven caballero dotado de tal gracia y belleza que enseguida hechizó a todos los corazones. Era fuerte y robusto como el mejor guerrero de Francia, pero tenía mejillas rosadas y aterciopeladas como una doncella. El rey lo presentó como uno de los más valerosos entre sus barones, y añadió que no conocía rival en el dulce arte del canto. El conde Gerardo (que así se llamaba el joven) acompañándose suavemente con el laúd entonó, en efecto, una canción que dejó a todos embelesados, En ella hacía el elogio de su lejana prometida, Euriante, a quien proclamaba como la más hermosa, virtuosa y discreta doncella de toda Francia, añadiendo que ningún otro hombre n el mundo era tan amado como él.
Todos se sintieron conmovidos por la dulzura de la canción y por el amor que unía a Gerardo y Euriante, pero el pérfido conde Lisandro, que era el más mezquino y envidioso de los caballeros franceses, lívido de orgullo y herido de celos, se adelantó y dijo con voz desagradable:
-Gerardo ha ofendido injustamente a todas las damas nobles de Francia, al declararla inferiores a su amada Euriante que seguramente no vale nada; y aunque ha elogiado tanto la gran virtud y fidelidad de esa doncella, estoy seguro de que conquistarla en ocho días a partir de hoy , si me da modo de verla y tratarla. Estoy dispuesto, por lo tanto, a apostar mi condado contra el de Gerardo, a que consigo mi intento.
El rey trató de evitar esta estúpida prueba, pues la verdad era que Gerardo no había desafiado ni ofendido a nadie. Pero Lisandro insistió y Gerardo, confiado plenamente d e su enamorada, aceptó sin escrúpulo alguno.
Después de lo cual, la alegre comitiva se dispersó dándose cita en aquel mismo prado para ocho días después a fin de conocer el resultado de la apuesta. Lisandro, sin pérdida de tiempo, se dirigió, en su briso caballo, al castillo del conde Herberto, padre de Euriante.
Infame maquinación
Al llegar Lisandro al castillo de Herberto, la bella Euriante se hallaba en la ventana escuchando el dulce canto de los pájaros que gorgojeaban en el bosque cercano; aquel canto le recordaba la música suave y las dulces canciones de su amado Gerardo. Al verla, tan bella, Lisandro quedó hechizado, y como quisiera que en el rostro de la joven se leía claramente la ingenuidad de su alma desesperó de su loco intento y vio en peligro su condado. Herberto, que no sabía nada de aquella apuesta, por no haber estado en la corte del rey, acogió amablemente al caballero y dio en su honor un gran banquete , colocando a su propia hija Euriante, en la mes, al lado del huésped. Durante el banquete, la doncella no dirigió mirada alguna a Lisandro y no escuchó ni una sola de sus amables palabras, absorta como estaba en el recuerdo de su prometido ausente. Pero en cuando le banquete terminó y todos se retiraron a descansar, Lisandro, que se había quedado solo con la doncella, tal omo lo esperaba, no perdió el tiempo y alabando su gran belleza, le pidió que consintiera en ser su esposa.
Euriante le miró despreciativamente y le dijo:
-Debéis saber, señor que mi corazón pertenece hace tiempo a un valeroso caballero, por cuya ausencia suspiro; por eso, cada una de vuestras palabras suena en mis oídos como una inconveniencia y una ofensa.
Desdeñosamente, se retiró a sus habitaciones.
La hermosa Euriante tenía por dama de compañía a una tal Cunegunda, mujer pérfida y malvada; bastará decir que era hija de un ladrón y de una bruja y que había heredado de ambos sus vergonzosos vicios y su malas artes. Cunegunda había asistido sin ser vista, a toda la escena; y cuando su ama salió de la estancia, esperando conseguir de Lisandro alguna gracia si le ayudaba en sus designios , se le acercó e intentó indagar sus verdaderas intenciones.
Lisandro comprendió que la ama de compañía podía serle de gran ayuda y le confesó, punto por punto, la verdad.
Si he comprendido bien- le dijo Cunegunda- no es que aspiréis a la mano de Euriante, lo que en verdad sería empresa desesperada, como vuestro deseo es ganar la apuesta; basta pues hacer creer a la gente que habéis conquistado el corazón a la doncella, aunque no sea cierto. Pues bien no temáis. Prometedme algún regalo y yo he de daros lo que necesitáis. Debéis saber que Gerardo regaló a Euriante en prenda de su amor una amatista en forma de violeta, que lleva siempre pendiente de un hilo de oro, sobre su corazón. No se separa nunca de ella siquiera cuando duerme. Pues bien, yo me arreglaré de modo que os pueda dar esa violeta.
Lisandro prometió a la infame bruja mil ducados de oro y por añadidura diez magníficos trajes de brocado.
Y el convenio quedó así arreglado.
Durante la noche, mientras Euriante dormía, la pérfida Cunegunda introduciéndose furtivamente en su cámara, como tenía por costumbre, le cortó del cuello el hilo de oro con la violeta que de él pendía. Al día siguiente Lisandro tuvo en su mano la preciosa prenda de amor con la cual se alejó rápidamente del castillo.
Ocho días después, la corte se reunió en el prado de los torneos y todos los presentes se mostraron impacientes por saber lo ocurrido, la mayaría con la esperanza de que venciera Gerardo y Lisandro quedase derrotado. El rey estaba sentado bajo un dosel rojo y oro, rodeado de sus consejeros y apenas Lisandro se presentó, le concedió la palabra:
-Señor- le dijo el traidor-, verdaderamente es necio quien compromete su fortuna haciéndola depender de la fidelidad femenina. Como prometí he conquistado el corazón de Euriante y en prueba de ello he aquí una violeta de amatista que la dama recibió de su antiguo prometido Gerardo y que me ha regalado en prenda de su nuevo amor por mí.
Y así diciendo presentó al rey la violeta. Gerardo apenas vio la joya la reconoció sin vacilar. Le pareció que el mundo se hundía en orno a él, palideció se le nubló la vista, vaciló y hubiera caído al suelo si no lo hubiesen sostenido; después de largo silencio , atónito y confuso, se confesó vencido y rogó al rey quisiera proclamar vencedor a su afortunado rival y le entregase todo cuanto él poseía, puesto que consideraba su vida allí terminada.
-Pero ahora- concluyó- el asunto está entre Euriante y yo, pues he de tomar terrible venganza de esa pérfida traidora.
Borrascas y tempestades
Viajó toda la noche, aniquilado, triste, desesperado. Sólo su fiel escudero lo seguía. Al amanecer llegó al castillo de Herberto y envió a su escudero a llamar a la doncella. Euriante, que no sabía ni sospechaba nada, en su inocencia, acogió al mensajero gozosa, y ataviándose con su túnica más rica , corrió impaciente al lugar de la cita que era en la mitad del bosque. Pero apenas vio el rostro descompuesto de Gerardo, se detuvo aterrorizada. ¿Qué había ocurrido? Gerardo no pronuncio palabra. Desenvainó la espada y sujetando a la joven alzó el brazo para herirla. Euriante creyendo que su prometido enloquecía se defendió, cayó de rodillas a sus pies, le suplicó por el amor que le tenía no quisiera ensañarse tan cruelmente con una pobre mujer inerme.
Todo fue inútil: cada palabra de Euriante, en vez de calmar el furor le exasperaba más. Sólo en el momento de dar el golpe mortal, Gerardo fijando los ojos en aquella dulce cabeza rubia que tanto adoraba, sintió su corazón inundado de piedad. Un generoso instinto detuvo su brazo y enfundando de nuevo la espada exclamó:
-Pérfida mujer; voy a hacerte gracia de la vida, para que puedas meditar y arrepentirte más largamente de tu traición. Pero no debiste dar a otro hombre, a quien apenas conocías, la violeta que yo te había entregado en prenda de mi amor. Ahora, quédate aquí abandonada en el bosque. Bajo la mirada vigilante de Dios, a cuya sabia justicia te entrego.
Y sin querer escuchar disculpa alguna, partió al galope, perdiéndose en la lejanía.
Euriante, inocente y desgraciada, permaneció allí consternada, sin poder moverse; y no conseguía comprender las extrañas palabras de su adorado. Ciertamente había perdido la violeta que Gerardo le entregara; pero no desesperaba de encontrarla, y además ¿cómo era posible que por aquel simple hecho hubiera podido cambiar el amor de Gerardo en odio profundo, su innata bondad en inaudita crueldad? La pobre doncella lloró, se desesperó, se arrancó los rubios cabellos, rasgó sus vestidos, se debatió entre lamentos y quejas de tal forma que, al fin cayó desvanecida , sin fuerzas a los pies de una encina.
Acertó a pasar por allí el duque de Metz, que regresaba con su anciana madre de una peregrinación a Santiago de Compostela, seguido por cien caballeros. Hallando al paso a la joven desmayada, intentó prestarle ayuda; pero como tardaba en recobrar el conocimiento y él necesitaba llegar pronto a su castillo, la hizo transportar a la litera de su madre y a ella la confió. Cuando la doncella abrió los ojos, quedó consternada y taciturna, y siquiera las amables palabras que la anciana duquesa le dirigía, pudieron calmar sus lamentos. La creyeron loca. Por tanto, apenas llegaron a Metz, el duque hizo que la viera un celebre médico y la colmó de atenciones. El galeno negó que estuviera loca, y explicó que la joven atravesaba sin duda por un gran dolor y que debía por tanto, ser tratada con grandes miramientos y cuidados. La palidez y la melancolía no borraron su prodigiosa belleza, antes al contrario, le conferían un nuevo atractivo, haciendo su belleza más espiritual ; tanto que el duque se enamoró perdidamente de ella, y cierto día en que le pareció que la doncella se encontraba algo más tranquila, con mucha astucia le pidió que lo aceptase por esposo.
-Euriante- le dijo- oh, hermosa Euriante, bendigo el día y la hora en que te encontré; y sería eternamente feliz si accedieras a ser mi esposa: yo te haría duquesa, y todos mis territorios y riquezas serían tuyos.
La doncella agradeció al duque su amable ofrecimiento, pero respondió que no se sentía digna de ser su esposa; y para disuadirle de ello, inventó que era una humilde pastora, hija de un saltimbanqui y de una campesina.
-Aunque fueras hija de un bribón- exclamó el generoso duque- yo te amaría lo mismo y desearía hacerte mi esposa.
Pero ni promesas ni juramentos pudieron hacer variar la inquebrantable decisión de Euriante, que amaba demasiado a su Gerardo para pensar siquiera en casarse con otro, ni aunque hubiera sido el hijo del propio rey.
Descubrimiento del engaño
En tanto, Gerardo, pensativo y solitario, cabalgaba por bosques y valles, sin meta, entregado a un gran dolor y a un desconsuelo sin límites.
Tan absorto en sus propios pensamientos, que con frecuencia, era el caballo quien lo conducía. Así una noche, se encontró en el condado de Nevers. Tuvo entonces la idea de ir allí de incógnito para ver lo que ocurría bajo el poder del nuevo señor. Dejó su caballo y su ropa en casa de un campesino, se puso un deteriorado vestido de juglar, compró un viejo laúd y como en el transcurso del tiempo le había crecido una larga barba blanca que antes no llevaba, ciertamente nadie lo hubiese reconocido bajo aquel disfraz. En efecto, pasó desapercibido por pueblos y ciudades y por todas veía señales de una gran miseria; por doquier oía a las gentes lamentarse de la injusticia y las tiranías de Lisandro mientras todos echaban de menos los tiempos en que tenían por señor al buen conde Gerardo. De lugar en lugar, el falso juglar llegó a la puerta del castillo que en otro tiempo fuera suyo. Llovía copiosamente y el infeliz, cansado y aterido, pidió a los criados un rincón donde refugiarse. Lisandro, que se hallaba en un banquete inspirado por un capricho repentino, dio orden de que el juglar fuera introducido al gran salón para alegrar con su laúd a los invitados. ¡Fácil es imaginar qué ánimo tendría Gerardo para cantar alegres versos! Sus canciones melancólicas no desagradaron del todo, pro los invitados las hallaron poco oportunas y en cierto momento Lisandro hizo despedir al juglar.
Gerardo notó enseguida que al lado de Lisandro estaba sentada una dama cuya fisonomía no le parecía del todo desconocida. ¿Quién podía ser? ¿Dónde la había visto antes? A fuerza de pensar, después de unos instantes de vacilación consiguió recordarla: era Cunegunda, la dama de compañía de Euriante. Pero, ¡cuánto había cambiado desde entonces! La malvada bruja se pavoneaba ahora con ricos atavíos de brocado luciendo collares y joyas de gran valor. Pero, ¿por qué se encontraba en Nevers y cómo había podido cambiar tan rápidamente de condición? Gerardo no veía claro el asunto: algo misterioso había en todo ello y como el banquete ya estaba concluido y los invitados se despedían para irse, el falso juglar, aprovechando el desorden reinante en la estancia, logró esconderse detrás de una cortina en el hueco de una ventana. Cuando, por último Lisandro y Cunegunda se encontraron solos en la sala, Gerardo oyó cómo la maligna vieja expresaba ciertas exigencias al conde, su señor, y éste le respondía que estaba ya cansado de sus constantes peticiones, que le había dado incluso más de lo convenido y que en realidad, si ella le había hecho un favor, no le había costado más que un pequeño esfuerzo.
-¡Un pequeño esfuerzo! ¡Ingrato!- gritaba la vieja, fuera de sí a causa de la cólera. ¡Yo te he proporcionado un feudo riquísimo sobre el cual no tenías ningún derecho y tú crees haberme pagado con unos vestiduchos y unas joyas!¡Y dices que a mí me ha costado poco!¿No se te ocurre pensar que en el caso de haberse despertado Euriante en el momento en el que yo le quitaba del cuello el hilo de oro y la violeta de amatista, mi peligro hubiese sido inmenso pues el conde me habría hecho colgar?
La afanosa búsqueda
Al oír estas palabras, Gerardo comprendió inmediatamente toda la infame maquinación cometida para su daño y el de Euriante y sintió agudo remordimiento por haber sido con exceso estúpido culpando a su pobre inocente prometida y dejándose transportar por la ira hasta el punto de haber ido dispuesto a matarla. Un solo remedio había al mal ya hecho: encontrar a la calumniada, infeliz Euriante y pedirle perdón humildemente.
Apenas llegó la noche salió de su escondite y cruzó el pasadizo del castillo; una vez recobrados sus trajes de caballero y su caballo, empezó la afanosa , desesperada búsqueda.
Por el camino, para expiar su culpa y merecer mejor del cielo el don de encontrar nuevamente a Euriant5e, el generoso Gerardo se propuso realizar cuantas buenas acciones pudiera: corregir injusticias, proteger a los débiles y desheredados, liberar a los oprimidos, consolar a los tristes. Infinitas fueron, en efecto, las hazañas nobles y heroicas que gloriosamente llevó a término: mató monstruos y gigantes que infestaban el bello suelo de Francia, rechazó él solo el asalto de mesnadas de bandidos que robaban a los viajeros, defendió a las viudas y a los huérfanos, salvó de penas horribles a inocentes injustamente condenados, exterminó a los enemigos del rey y de la religión, combatió la violencia, cooperó al triunfo de la justicia, luchó contra el mal en cualquier forma que se le presentaba.
Pero después de tan crecido número, de ásperas fatigas aunque gloriosas, había recorrido de una punta a otra toda Francia, no sólo no había encontrado todavía a la que buscaba, sino que ni siquiera conseguía tener de ella la menor noticia
Y así pasaron muchos meses tristemente en el dolor y la desesperanza.
Las jóvenes más hermosas, hijas de duques y condes se habían enamorado perdidamente de él y hubieran querido ser sus compañeras pero fue en vano ; Gerardo fiel a su bella Euriante, únicamente a ella buscaba, era la criatura que quería por esposa y no soñaba sino con su rostro resplandeciente y su figura esbelta y gentil.
La alondra y el anillo de amatistas
En tanto, Euriante estaba en Metz retirada todo el día en su estancia de la que no quería salir: allí no hacía sino llorar y suspirar pensando continuamente en su Gerardo y temerosa de que solo y desesperado, acabara por sucumbir. Una de sus camareras, apiadada de aquel dolor sin consuelo, le trajo cierto, día, para distraerla, una alondra que había domesticado y que cantaba dulcemente . En efecto; Euriante se aficionó en tal forma a la avecilla que pasaba horas enteras hablándole de su Gerardo (como si la alondra pudiese comprenderla) y escuchando su canto.
Y ocurrió que un día, se le cayó a Euriante del dedo un anillo que era el último presente que guardaba de su prometido; se lo había regalado él y tenía también una amatista en forma de violeta como la que había perdido . El anillo fue a caer sobre el regazo, en el momento en que la alondra revoloteaba en torno a ella y por una curiosa casualidad quedo ensartado en el cuello de la avecilla. La alondra, al sentir aquel extraño collar se asustó y abriendo las alas, salió volando por la ventana rápidamente; ya veremos con qué consecuencias.
Euriante al ver huir juntos al pájaro y al anillo, se afligió mucho y como la desventura nos hace temerosos y supersticiosos, temió que aquello fuera señal de nuevas y terribles desgracias . Su presentimiento, no era por cierto infundado.
Había en la corte del duque de Metz un triste caballero llamado Meliadoro; se había enamorado de Euriante, y como la joven hubiese rechazado siempre sus ardientes protestas de amor, se propuso tomar atroz venganza, y he aquí lo que la perfidia sugirió al descarriado joven. Tomó un cuchillo afiladísimo, se escondió en la cámara donde Euriante solía dormir en compañía de su querida amiga Ismania, hermana del duque, y cuando ambas doncellas estuvieron acostadas y dormidas , salió de su escondrijo y, buscando el lecho, a tientas, hundió el cuchillo en el pecho de la primera joven que encontró, creyendo que era Euriante. Pero era Ismania, la hermana del duque. Después el homicida puso el cuchillo en manos de la otra doncella y echó a correr.
¡Fácil es imaginar lo que ocurriría al día siguiente! EL duque, enfurecido creyó que Euriante había matado a su hermana y ordenó que la infeliz doncella fuese encarcelada. Horrorizado por tanta ingratitud, el duque deseaba vengarse de Euriante de modo solemne y ejemplar, y al día siguiente la hizo llevar ante los jueces. Allí se presento Meliadoro y acusó abiertamente a la pobre criatura: la desdichada se proclamó inocente; en vano conjuró a los jueces para que quisieran creer en su palabra; estaba ya a punto de ser condenada a una muerte cruel, cuando por su fortuna se presentó ante el tribunal un anciano pariente del duque, que era también el más sabio de sus consejeros.
-Si Euriante hubiese matado a Ismania- advirtió el prudente anciano- , no reo que el resto de la noche permanecería durmiendo pacíficamente con el cuchillo ensangrentado en la mano al lado de su víctima. Por lo contrario, hubiese huido. Los hechos parecen, indudablemente condenarla; pero yo creo que debe haber por en medio alguna tenebrosa maquinación; cuidad ,¡oh jueces! De no cometer un grave error.
El argumento impresionó vivamente al duque, que era un hombre justo y no hubiese querido que una inocente fuera llevada al patíbulo como culpable; suspendió, pues, el proceso y quiso que se celebrara un juicio de Dios: Meliadoro, como acusador publico, sostendría su acusación con la espada contra cualquier campeón que se presentara a defender a la doncella; pero si en tres días no acudía ninguno a tomar su defensa, Euriante sería inexorablemente ajusticiada. Ahora bien, hay que decir que Meliadoro era un verdadero campeón, por lo que todos tenían miedo de medir sus armas con él; además , siendo las pruebas contra Euriante tan abrumadores, eran muy pocos lo que creían en su inocencia.
El juicio de Dios
En tanto, Gerardo, en sus peregrinajes, había llegado a orillas del Rhin. Un barón que le conocía por el eco de su fama y admiraba sus gloriosos gestas, quiso hospedarle en su castillo y Gerardo aceptó , con tanto más motivo cuanto que por tanto peregrinar empezaba a sentirse cansado del largo viaje. Este barón tenía una hija bellísima, que se enamoró en seguida de Gerardo; pero como el joven rechazase sus insinuaciones, ella, que se llamaba Narcisa , recurrió a las artes de una maga. Esta dio a la doncella un filtro poderoso, enseñándole cómo debía suministrarlo al desdichado joven. Todo ocurrió como la maga había previsto, e inmediatamente Gerardo olvido a Euriante, como si nunca hubiese existido, y se prendó locamente de Narcisa. En este punto se hallaban las cosas cuando un día un barón invito a Gerardo a una partida de caza con halcones, a orilla del río.
He aquí a los dos cazadores con su séquito cabalgando alegremente por los bosques. Para distraer la monotonía del camino, Gerardo entonaba alegres canciones: hacía mucho tiempo que no cantaba tan bien y sus gorjeos recordaban los suavísimos del ruiseñor. De pronto, una alondra respondió alegremente a su canto. Gerardo, al escucharla, sintió el deseo de apoderarse de ella y, quitando la capucha a su halcón, lo lanzó en persecución de la avecilla; la caza fue breve, pues en vano la alondra trató de huir de su enemigo; éste la tomo entre sus garras y la llevó viva a su amo.
¡Imagínense ahora cuál sería la sorpresa del caballero al ver que el pajarillo llevaba al cuello el anillo que él regalara en tiempos pasados a Euriante! Súbitamente olvido a Narcisa; y Euriante, sólo Euriante, volvió a triunfar en su corazón: le pareció como si el destino hubiese utilizado a la gentil alondra para llamarlo a su deber: “Y acaso- pensaba- la desdichada Euriante me envía este mensaje para pedirme ayuda”
Avergonzado e impaciente, Gerardo abandonó la caza, se despidió del barón y no recobró la tranquilidad hasta que no hubo reanudado ardientemente su búsqueda.
La alondra, a quien él devolvió la libertad, le precedía volando de rama en rama, como para indicarle el camino; y, en efecto, siguiéndola llego Gerardo a Metz, justamente en el momento en que las puertas de la ciudad se cerraban, de modo que apenas le dieron tiempo a entrar.
-¿Por qué cerráis las puertas de la ciudad?- pregunto el caballero. ¿Teméis, quizás, un asalto del enemigo?
-Habéis de saber, señor- respondieron los guardianes de la puerta-, que nuestro bien amado duque, al regresar de su peregrinación a Santiago de Compostela, encontró en el bosque de Borgoña a una bellísima joven llamada Euriante, que allí yacía desmayada. La recogió, la hizo cuidar amorosamente, tuvo para ella toda suerte de atenciones fraternales e incluso le ofreció hacerla duquesa si quería casarse con él. Pero la ingrata doncella no sólo se negó a ser su esposa, sino que ha matado a la propia hermana de su bienhechor. Con tan triste motivo se ordenó un juicio de Dios, estableciéndose que si en tres días no venía ningún campeón a defenderla, Euriante sería llevada al patíbulo. Ahora los tres días están a punto de cumplirse y ningún caballero se ha presentado. Se cierran, pues, las puertas de la ciudad para que nadie pueda ya entrar y provocar desórdenes a favor de la ingrata y que puedan alterar su sentencia.
Gerardo, al oír este relato, se puso intensamente pálido; no vaciló un dudó un instante de la inocencia de la joven; se apresuró hacia la plaza principal, donde estaba reunido todo el pueblo de Metz, y se presentó como campeón de la acusada. Euriante, condenada a morir en la hoguera y atada ya a los haces de leña, miró atónita y temblorosa al guerrero desconocido y generoso que se presentaba para luchar por ella. Pero como Gerardo llevaba bajada la celada del yelmo, no lo reconoció. Justamente en aquel momento llegó la alondra volando y fue a colocarse en uno de sus hombros; esto conmovió a la doncella, pareciéndole un buen augurio.
El duque, que bajo un dosel de seda asistía al juicio, acogió benévolo al campeón e hizo tocar las trompetas. Meliadoro bajó prestamente al campo, jactancioso y seguro de la victoria; Gerardo, enristrando la lanza, salió a su encuentro y empezó el duelo fatal.
El triunfo de la justicia
Meliadoro era corpulento y hábil e hizo prodigios, pero Gerardo, además de ser también diestro y fuerte, tenía a su favor la firmísima de en la inocencia de la doncella, mientras Meliadoro sabía que defendía una causa injusta. Después de una hora de feroces asaltos, cayó por fin Meliadoro a tierra, derrotado, desangrándose por numerosas heridas y a punto de morir; sólo entonces se decidió a confesar su crimen, declarando inocente a la pobre Euriante.
El vencedor fue aclamado por la multitud e invitado por el duque a darse a conocer, alzó finalmente la celada.
Euriante lanzó entonces un grito: había reconocido en el campeón a su amado Gerardo. Este relató entonces toda su historia y la terrible maquinación urdida por Lisandro contra él y contra Euriante. El duque, conmovido por todas aquellas peripecias, se dirigió sin perdida de tiempo a París y expuso al rey todo lo ocurrido, pidiendo que se les formara un juicio severo contra los pérfidos Lisandro y Cunegunda.
El rey , que admiraba a Gerardo, de cuyas grandes gestas había oído hablar, se mostró muy contento ante la revelación del duque: ordenó que Lisandro y Cunegunda fueran presos y condenados, y poco después ambos malvados fueron llevados a ignominioso suplicio, pagando así sus infamias.
Pero, como la muerte de Lisandro dejaba vacante, además del condado de Nevers, el feudo que anteriormente había pertenecido a Lisandro, el rey para indemnizar a Gerardo de cuanto había sufrido a causa de la traición de su enemigo, otorgó al valeroso caballero ambos feudos; así, al final, Gerardo quedó ganancioso, convirtiéndose en un señor mucho más rico y poderoso que antes. Pero más que el don del condado readquirido y el del nuevo condado que le regalaba el rey, alegró a Gerardo poder casarse al fin con la bella, buena y fiel Euriante, con quien vivió feliz y dichoso durante largos años.
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