Izanagui e Izanami vivían felices en su pequeña isla. Pero un aciago día, la hermosa Izanami fue asaltada por una fiebre violenta y perniciosas y murió, ya que los dioses japoneses también podían morir.
La desesperación de Izanagui fue inmensa; el mundo, que hasta entonces le había parecido un jardín encantado, le pareció de pronto un lugar triste y tenebroso; las horas y las jornadas, que antes volaban alegremente, transcurrían ahora monótonas y sombrías. Para él las cosas habían perdido todo atractivo desde el momento en que desapareció de su vida la esposa adorada. De su pecho se escapaban frecuentes suspiros, de sus ojos divinos manaban copiosas lágrimas.
Al cabo de algunos días de profunda angustia, de insoportable dolor, tomó una decisión desesperada: descender al tenebroso reino de los infiernos, donde van todos los muertos, con la esperanza de volver a ver a Izanami y llevarla de nuevo a la luz del sol.
En la provincia de Izumo, había un valle solitario, rodeado de pinos negros y siniestros y recubiertos de rocas oscuras y salvajes, en cuyo centro se abría una misteriosa caverna. Aquélla era la entrad del infierno, y allí llegó un día el joven dios; más cuando iba a trasponer el tenebroso umbral, sintió miedo al instante. Alzó los ojos a¿ hacia el azul firmamento, desde donde sus divinos hermanos estaban contemplándole, atónitos ante su audacia; luego, alentado por las benévolas miradas de los dioses, penetró osadamente en la caverna.
Todo eran tinieblas allá bajo; todo silencio; pero el dios avanzaba intrépido con paso seguro. Así llegó guiado por la voz del corazón, hasta el palacio de la hermosa Izanami. Se paró junto a la puerta, sobremanera turbado. Y oyó entonces una voz dulcísima, la voz de la mujer amada que resonaba a través de la densa atmósfera infernal, llegando hasta él.
- ¡ Querido esposo! ¡Cuán contenta estoy de volverte a ver!
- Dulcísima Izanami, te lo ruego, muéstrate a mí y sígueme hacia el mundo que nosotros creamos. Allí germinan las flores, más coloreadas y olorosas que nuca, allí cantan los pájaros sus dulcísimos melodías, allí todo es alegría contigo, pero sin ti todo es dolor.
- Izanagui adorado- respondió ella con trémula voz. ¡ Con qué ansia deseo seguirte! Mas no puedo hacerlo sin el permiso de los dioses de las tinieblas.
- Corre, Izanami, corre a pedirles ese permiso; estoy seguro de que ninguno de ellos podrá negar nada a tu belleza.
- Lo intentare, esposo mío adorado. Mas tú espérame aquí con paciencia; prométeme formalmente que no harás nada por verme, antes de que sepas que he obtenido su consentimiento.}
- Lo prometo, querida, lo prometo.
Junto a la puerta del palacio, Izanagui aguardó lleno de esperanza, esperó largamente. El tiempo pasaba con lentitud desesperante. ¿ Permaneció allí minutos, horas, días meses? No hubiese podido decirlo. Acaso se trataba de minutos que parecían horas, o de horas que le parecían días.
Y entre tanto, los dulcísimos recuerdos del pasado se agolpaban en su mente. ¡ Oh cuán hermosa era su esposa n el momento, en que, radiante de amor y de felicidad, cruzaba el puente multicolor que atravesaba el espacio infinito! Volvió a ver la burbuja de espuma cómo se transformaba en tierra, revivía con el pensamiento las horas felices transcurridas en la isla venturosa. ¡ Oh, si pudiera volver a la amada Izanami, aunque fuese un breve instante!
Y no pudiendo resistir más a este angustioso deseo que se había apoderado de él, Izanagui, olvidando la promesa hecha, penetró en el palacio. Avanzaba a tientas a través de las tinieblas, profundas, sin distinguir nada. Al llegar a cierto punto, rompió un diente del peine que llevaba entre los cabellos y le prendió fuego. Durante un instante el infierno se iluminó con vivísima luz.
Mas ¡qué atroz espectáculo se ofreció a sus ojos! Izanami, que avanzaba hacia el , al primer resplandor cayó al suelo exánime y en un instante su hermosísimo cuerpo se deshizo, como abrazado por un fuego interior. De la dulcísimo diosa sólo quedaba el terrorífico esqueleto.
Izanagui, horrorizado, retrocedió, mientras un alarido inmenso, un alarido terrible, se levantaba hacia él desde la misteriosa profundidad del reino de los muertos. El dios se volvió y dioses a la fuga, mientras horribles monstruos y furias infernales se lanzaban en pos de él.
Izanagui corría sin tomar aliento, y sentía detrás de sí el galope de los monstruos y los horribles aullidos que emitían. Estaban ya a punto de tocarlo con sus espantosas garras ... Pero el dios, rápido como el pensamiento, arrojó hacia atrás la guirnalda de flores que coronaba su arrogante cabeza. Al caer, cada flor se transformó en un racimo de uva, y las furias se detuvieron para cebarse en ellos.
El alivio, empero, fue sólo de un momento, ya que los monstruos reanudaron casi inmediatamente la persecución. El dios se quitó el peine, lo rompió en mil pedazos y los arrojó detrás de sí. Los monstruos detuviéronse otra vez para devorar aquellos trozos, que se habían transformado, al caer, en brotes de bambú, en tanto el dios reanudaba su afanosa carrera hacia la luz, que empezaba a despuntar en lontananza.
Pero ya las furias habían reanudado su carrera y poco faltaba para que le alcanzaran; sus rugidos de alegría resonaban bajo la tétrica bóveda, y sus garras venenosas rozaban ya las carnes de Izanagui. El pobre fugitvo sintiose perdido; alzó los ojos al cielo en una postrera apelación a las divinidades celestiales; y haciendo esto, advirtió a un melocotonero, del que pendían tres frutos maduros. Cogerlos y arrojarlos a las malditas furias fue cosa de un instante. Aquéllas se detuvieron.
-Seréis frutos divinos- dijo entonces el dios, agradecido a los melocotones.
Luego, de un salto, salió de la caverna y removiendo una inmensa roca la puso delante de la abertura, cerrándola herméticamente. Desde aquel momento, el mundo de los muertos y el de los vivos quedaron definitivamente separados.
Fatigado, jadeante, cubierto de un sudor frío, Izanagui se encaminó hacia la isla Kyushu, por donde corría el Río de los Naranjos, y en cuyas límpidas y purificadoras aguas se bañó repetidamente. Entonces, de una gota de agua que le resbaló de la nariz, nació Suzano, el dios de la tempestades; de una gota que le cayó del ojo derecho nació Tsukino-Kani, el dios de la Luna; y de una gota que se le desprendió del ojo izquierdo, nació Amaterasu, la diosa del Sol.
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