En el principio de los tiempos, cuando la tierra todavía no existía y la líquida extensión del mar ocupaba, dueña absoluta, todo el globo, en la infinita bóveda azul del cielo habitaban los dioses inmortales. Eran éstos seres sobrenaturales, parecidos en su aspecto a los hombres, pero más majestuosos, más fuertes, más hermosos , sobre todo más poderosos.
Los dioses se aburrían terriblemente en lo alto de su sidérea morada, en aquella eternidad inmóvil y monótona, sin tiempo y sin espacio. Por esto, un buen día pensaron en crear el mundo. Se reunieron en el blanco camino que surcaba el firmamento con su alfombra de estrellas y decidieron confiar la importantísima tarea de la creación de la tierra a los dioses más jóvenes y hermosos; al dios Izanagui y a la diosa Izanami.
Ambos dioses se presentaron ante el mayestático consejo, Izanagui era joven y fuerte; llevaba largos cabellos ondulados y una abundante barba que le adornaba el soberbio rostro; vestía un manto oscuro de anchos pliegues flotantes y empuñaba una lanza de oro enriquecida con piedras preciosas.
Izanami semejaba una graciosa japonesita de grandes ojos asombrados, de hermosos cabellos, negros como el ala de un cuervo, que le caían sobre las espaldas, y de cuerpo ondulante envuelto en un amplio kimono blanco.
El rey de los dioses sonrió de orgullo al verlos , a aquella sonrisa, el cielo fue rasgado por lívidos relámpagos.
-Descended a las bajas esferas del universo- les dijo y desposaos según las antiguas leyes que gobiernan a los dioses. De vuestra unión nacerán hijos hermosísimos.
Dijo, y levantó en alto, sobre su cabeza coronada de nubes, el cetro fulgurante. De pronto apareció, partiendo de un solio de oro, un puente maravilloso en el que se entrelazaban todos los colores más vivos, el violeta, el turquí , el azul, el verde,, el amarillo, el anaranjado y el rojo; inmenso semicírculo tendido a través de los abismos siderales para unir el cielo al mundo.
Por aquel puente resplandeciente avanzaron los dos dioses radiantes, cogidos de la mano; y en el mismo centro del fantasmagórico arco, se detuvieron. Debajo de ellos se extendía el mar, deliciosamente azul, agitado sin tregua por pequeñas ondas plateadas.
Izanagui hundió la espada del centellante en el agua, agitándola en remolino. Entonces sucedió el primer milagro; cuando el dios la retiro goteante, destacose de ella una burbuja de espuma, la cual se espesó, se solidificó y se convirtió en tierra. Aquella fue la primera tierra bajo el vasto cielo; una tierra pequeñísima, rodeada de agua: la isla Onogoro.
Con la ligereza y la gracia propia de las gaviotas cuando se posan sobre un peñasco que se adentra en el océano , Izanagui e Izanami descendieron sobre la islita verde y risueña y miraron en torno suyo. Sus ojos soñadores reflejaban el encanto del paisaje. Todo era paz y silencio; sólo las hojas de los árboles en flor y un riachuelo de plata, que manaba límpido de una roca, unían sus voces en un canto melodioso. El corazón de los dioses desbordaba de felicidad.
La tímida Izanami volviese entonces hacía su compañero, que le pereció fuerte y hermoso como nunca y , conmovida, exclamó :
-Desposémonos, Izanagui.
Se desposaron y, al cabo de algún tiempo, les nació un hijo monstruoso; una especie de enorme sanguijuela, horrible de ver. Horrorizados, los esposos colocaron en el fondo de una balsa formada de juncos entrelazados y lo abandonaron a las olas. Al cabo de algún tiempo, Izanami dio a luz a un segundo hijo; una segunda desilusión para los padres; esta ves se trataba de una medusa espantosa.
Desolados, Izanagui e Izanami subieron a las altas esferas del firmamento para pedir a los otros dioses la explicación de aquel misterio.
-Nos prometisteis hijos hermosísimos- dijeron, ante las divinidades reunidas en la Vía Láctea. ¿ Cómo es que solo hemos tenido hijos monstruosos?
-Esto sucede- replicó el rey de los dioses, enojado- porque tú, Izanami, pediste a Izanagui que se desposara contigo, cuando sabes bien que, según las antiguas leyes de la moral corresponde al hombre pedir a la mujer en matrimonio. Desobedecisteis y habéis sido castigados.
Izanagui e Izanami suspiraron, vencidos; inclináronse hasta el suelo, y, abandonando el cielo, retornaron a su isla. La pobre diosa, avergonzada, triste, avanzaba con la cabeza gacha y los ojos bajos, sin decir palabra.
A pocos pasos de distancia caminaba el joven dios Izanagui; y también él sentíase naturalmente avergonzado y preocupado, pero, al andar, su mirada dio con su compañera que le precedía en el sendero y quedó como hechizado. ¡Oh, cuán bella era! Nunca la vio tan hermosa como aquel día. Los cabellos negros resbalaban graciosamente por sus espaldas y bajo su paso, armonioso como el de una ninfa, el suelo florecía.
Izanagui se le acercó rápido y le dijo con profunda dulzura:
-¿Quieres convertirte en mi esposa para siempre, Izanami?
A aquellas palabras, la diosa sonrió y su sonrisa iluminó el universo. Finalmente, las antiguas leyes habían sido respetadas; esta vez el hombre habó el primero de matrimonio. Los dioses, aplacados, mantuvieron su promesa y muy pronto la feliz pareja de esposos tuvo hijos bellísimos. Por efecto de ello nacieron las islas japonesas, con sus prados esplendentes, y sus jardines perfumados, con sus graciosas colinas y sus habitantes buenos y laboriosos.
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