Hace muchos, muchísimos años, crecían en un prado, uno al lado de otro, dos crisantemos: uno era blanco y el otro amarillo. Ambos se querían bien y habían jurado no separarse jamás por razón alguna.
Un día un viejo jardinero reparó en ellos y quedose admirado ante la flor amarilla.
-Jamás he visto flor tan hermosa como tú- le dijo- y si tú quieres te llevaré a mi jardín, donde te cuidaré con amor y haré que te vuelvas más hermosa aún.
Al oír tales palabras , el crisantemo se llenó de orgullo y, olvidando el afecto que había jurado al hermano blanco, se avino a seguir al anciano.
Cuando el crisantemo amarillo y el jardinero se hubieran marchado, el pobre crisantemo blanco, al verse solo, echose a llorar.
-Ha bastado un cumplido para borrarme del corazón de mi ingrato hermano-murmuraba, mientras un copioso llanto resbalaba por sus cándidos pétalos. Bien se ve que soy feo y repelente , ya que el jardinero que admiraba a mi hermano no se ha dignado ni siquiera a mirarme. A estos pensamientos los sollozos redoblaban y las lágrimas regaban la tierra, formando un extenso charco.
Transcurrían los días y el crisantemo amarillo se hacía cada vez más bello en el jardín del hombre; nadie hubiese reconocido en aquella flor refinada y aristocrática a una sencilla florcita campestre. Su tallo era ahora más alto y robusto, sus aterciopelados pétalos habían cobrado una morbidez y una suavidad que le daban un aspecto irreal. Y el crisantemo, consciente de su belleza, erguíase arrogante y engreído, mirando con desprecio a sus semejantes y creyéndose la joya de la creación. Cuando recordaba su vida en el prado y a su mísero compañero de juventud, no podía dejar de sentir un escalofrío de horror y a la vez disgusto.
Un día visitó el jardín un noble señor que pertenecía a la corte.
-Debo regalar un crisantemo al emperador- dijo al jardinero; ¿tenéis alguno lo bastante hermoso para ser digno de él?
Con gran satisfacción el jardinero le mostró el crisantemo amarillo del que tan orgulloso estaba; pero el noble caballero frunció el ceño y dijo, con cierto desdén:
-No, no me gusta; lo preferiría blanco.
Un murmullo de asombro recorrió las flores del jardín al oír aquellas palabras; el crisantemo humillado y confuso, inclinó la cabeza con un suspiro.
El noble visitó a todos los jardineros de la ciudad, pero no lograba hallar la flor que deseaba. Las vio de todas las especies y de todos los colores, pero ninguna, en su opinión, era digna del emperador.
Sucedió que un día, hallándose en el campo, descubrió en el prado al crisantemo blanco, el cual, a fuerza de llorar, había lavado tan bien sus pétalos con lágrimas, que su blancura era deslumbrante. El noble se detuvo ante la flor y, contemplándola admirado, exclamó:
-¡He aquí la flor que me conviene!-
La tomo y la mando al emperador. Este se entusiasmo con el obsequio; regaló a su vez, al donador un feudo como premio; luego transplantó el crisantemo en su jardín. Quiso cuidarle él mismo, y se pasaba la mayor parte del día ante la flor en muda admiración. Todos los cortesanos tenían palabras de elogio para el crisantemo amado de su señor; todas las damas alababan su perfume; los poetas le cantaban, los pintores la retrataban. Y la pobre florecilla del campo se encontró de improviso en el centro de la admiración de todo el imperio.
¿Y la flor amarilla? Desde El día en que el noble habíala despreciado, había enfermado gravemente; sus pétalos perdieron el color, se desdoblaron, y una mañana, el viejo jardinero la halló marchita en el suelo.
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