Desembarcó, pues, Arturo con sus tropas en Bretaña y así empezó la guerra entre él y Lanzarote. Los primeros encuentros fueron rudos y sangrientos, a los que siguieron otros muchos, cada vez menos ardorosos. En el fondo, el rey Arturo y sus soldados combatían de mala gana y poco convencidos de la necesidad de aquella odiosa guerra contra Lanzarote que había sido uno de los más valerosos campeones de la tabla redonda y uno de los caballeros más populares y queridos. Por su parte Lanzarote combatía también a disgusto contra aquel rey que había sido su protector, que le había armado caballero y al cual le unían recuerdos de antigua amistad y lealtad probada. En este estado de ánimo, respectivo, ambos contrincantes luchaban con escaso encarnizamiento y la lucha amenazaba, por tanto, prolongarse hasta lo infinito sin una resolución definitiva.
Galván, adivinando las razones de la perplejidad del rey, le dijo un día:
-Señor, acaso lo mejor fuera terminar esta guerra con un desafío. Permitidme enfrentarme con Lanzarote en campo cerrado: si logro la victoria, Lanzarote quedará castigado por su rebeldía y la justicia habrá triunfado; si, por lo contrario, son vencido, podréis hacer la paz con el vencedor.
Y el rey no tuvo ánimo para oponerse.
El desafío tuvo lugar en un prado. Para Lanzarote combatir contra Galván, que había sido su amigo más querido, era una profunda pena, pero ¿cómo hubiese podido rehusar el reto sin ser tachado de cobardía? La lucha duró largo rato por la furia que en ella ponía Galván y porque en cambio, Lanzarote permanecía solo a la defensiva; aun así quedaba manifestada la superioridad de este último. Caballerosamente Lanzarote propuso poner fin a la lucha; pero Galván se enfureció ante tal proposición y sosteniendo que debía combatirse hasta que uno de los dos quedase muerto, volvió al asfalto con vigor renovado Lanzarote paraba los furibundos golpes que le dirigía Galván, y aun así hubo un momento en que no pudo evitar herir al desgraciado adversario que cayó al suelo.
-Señor-rogó Lanzarote volviéndose al rey Arturo- haced que Galván abandone el campo, pues si continuamos no podrá salir vivo.
El rey se conmovió ante tanta generosidad y dio orden de que cesara el duelo. Galván fue llevad a su tienda y curado con premura. Pero su herida era grave y había pocas esperanzas de salvarle. En efecto,a la madrugada empeoró. Llamó entonces al rey Arturo junto a su cabecera y con un hilo de voz, le dijo:
-Señor, ahora que reconozco mi error y me arrepiento de haberos aconsejado una guerra injusta contra Lanzarote , que siempre fue un leal caballero. Me entristece que esta guerra haya llevado vuestro reino a una derrota. Yo quisiera que Lanzarote supiera por lo menos, que mi rencor contra él se ha disipado y que mi antigua amistas por el, está viva todavía. También desearía que perdonaseis a la reina Ginebra. Despedidme de todos mis amigos y ordenad que mi cuerpo sea enterrado en la Gran Bretaña.
Y dicho esto, expiró. Pero como las desgracias no vienen nunca solas, apenas el altivo Galván hubiese exhalado el último suspiro, entró en la tienda de campaña del rey, un mensajero para darle aviso de que Mordrec, a quien el rey Arturo había confiado su reino, acababa de traicionar a su legitimo soberano haciéndose coronar rey en su lugar; a aquellas horas había ya recibido el homenaje de muchos vasallos.
-¡Ah traidor!- exclamó Arturo. Pero el felón me pagará cara su deslealtad.
Aquel mismo día firmo la paz con Lanzarote y ordenó que embarcara su ejército; apenas éste estuvo a bordo de las naves, hicieron vela hacia la Gran Bretaña. Tenía el corazón rebosante de tristes presentimientos y pensaba que el prestigio de su corte acabaría miserablemente. Pocos días después, al atravesar la llanura de Camaló, leyó en una piedra esta inscripción: “En esta llanura tendrá lugar la gran batalla que dejara al reino huérfano de su legítimo rey.”
Arturo reconoció aquellos caracteres como grabados por el mago Merlín que jamás se había equivocado en sus predicciones. Era el anuncio de su próxima muerte. Poco después, su ejecito se encontró en efecto, en aquella llanura con el ejército rebelde de Mordrec. La batalla fue áspera y sangrienta. Mordrec tenía un numero muy superior de soldados y a Arturo le faltaban ahora aquellos valerosos campeones que hubieran podido enfrentarse ellos solos con todo un ejercito. Sin embargo, el rey se sentía impulsado por un gran furor contra el indigno usurpador, y una voluntad intensa de vencer. Buscó con ansia a Mordrec en el campo de batalla para combatir personalmente con él ; al fin lo halló y se lanzó sobre él con vehemencia inaudita, hiriendo con su lanza al traidor en el pecho, y atravesándolo de parte a parte. Pero al mismo tiempo, se sintió herido a su vez en el costado y cayó a tierra.
Kex, el único caballero de la tabla redonda que permanecía aún en sus filas, acudió presuroso a levantarle , Arturo apenas podía hablar.
-Querido Kex- le dijo llévame, te lo ruego, a la orilla del mar.
Kex hizo con algunas ramas cruzadas un camilla y ayudado por dos soldados , llevó al rey a la playa. Allí Arturo quiso que lo depositaran sobre la arena. Arrancó entonces la espada de su cintura y entregándola al fiel Kex, le rogó que la arrojase en un pequeño lago que había detrás de la colina. Kex tomó la espada y se encaminó al lago pero no tuvo ánimo para arrojar a él la espada que había realizado tantas gestas gloriosas; la dejó sobre la hierba y volvió al lado del moribundo a quien aseguró haber cumplido sus ordenes.
-¿Y qué has visto allí?- pregunto el rey.
-Nada: he visto las olas llevarse la espada.
El rey frunció el ceño indignado.
-Kex, tú mientes. No me has obedecido. Vuelve al lago y cumple mi orden.
Avergonzado por haber sido cogido en mentira. Kex desanduvo el camino hasta el lago t esta vez tiró de verdad la espada al agua: enseguida salió del lago una mano que empuñó el arma por la empuñadura y la hundió en el fondo. Cuando Kex relató al rey lo que había visto , éste se apaciguó diciéndole:
-Ahora muero contento. Te ruego que me dejes solo. Llévale mi saludo a la reina Ginebra.
Apenas hubo partido Kex, llegó a la orilla una nave: blanca, reluciendo al sol parecía de plata.
Una dama bajó de ella dirigiéndose hacia el rey.
-Soy tu hermana Morgana-le dijo. Levántate y ven conmigo.
Como por milagro, el rey tuvo súbitamente la fuerza necesaria para ponerse de pie y andar hasta embarcar la nave. Esta desplegó entonces todas sus velas al viento y se alejó, desapareciendo poco a poco en el horizonte.
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