En los abruptos flancos del monte Oyé, cuya cumbre tempestuosa se escondía entre las nubes, abríase una caverna inmensa, hecha d grandes peñascos, cascadas tumultuosas, abismos sin fondo y horribles ecos, donde habitaba una cuadrilla de bandoleros de ojos feroces, negras barbazas y brazos fuertes nudosos.
Todas las noches descendían en tropel, aullando como demonios, a la ciudad de Kyoto y allí saqueaban y cometían asesinatos; luego regresaban al despuntar el alba, con el botín , a su guarida, donde nadie habría logrado penetrar jamás. Muchos guerreros, entre los más valerosos habían partido hacia la montaña maldita con el propósito de exterminar a los bandidos en su propia cueva, pero ninguno de ellos había vuelto. Entre tanto, Kyoto, un tiempo ciudad risueña y pacífica, vivía en el terror.
Por último, el Mikado, deseando poner fin a semejante estado de cosas, mandó llamar al más célebre guerrero del Japón, el terrible Raiko, y le ordenó que, jugándose el todo por el todo, liberara a la ciudad de aquella pesadilla.
Raiko, que además de esforzado guerrero era hombre astuto y sagaz, rehusó el ofrecimiento que le hiciera el Mikado de poner a su disposición un ejército entero de soldados para exterminar a los bandidos. Como compañeros de la ardua empresa sólo quiso cinco samuráis amigos suyos, a los que disfrazó de peregrinos; luego, se cubrió él también con un tosco sayal, se puso a la cabeza del grupo y partió.
Los seis falsos romeros llegaron al pie del monte Oyé, emprendieron la ascensión; pero la aventura se presentaba más difícil de lo que se había pensado . Allí no hallaron señal del sendero, ni árboles ni maleza, sólo rocas abruptas que se alzaban como agujas hacia el cielo, paredes escarpadas, despeñaderos por los que se precipitaban ruidosamente siniestras cascadas espumeantes. Negros nubarrones planeaban en el cielo como aves de mal agüero, interceptando los rayos del sol y descendiendo de cuando en cuando hasta envolver a veces a los viandantes. En medio de aquella niebla oscura y flotante, los guerreros para no extraviarse, se llamaban unos a otros angustiosamente y sus voces, repetidas por los ecos, parecían lamentos de moribundos.
Por fin, al cabo de horas y horas de camino, arriesgando la vida a cada minuto , evitando a duras penas los precipicios que se abrían ávidos bajo sus pies, los falsos peregrinos llegaron ante la poco hospitalaria morada. Raiko llamó a la puerta de hierro que daba acceso a la gruta y pidió refugio para aquella noche. Les hicieron entrar. Los bandidos estaban a la mesa ante un buey entero asado; las inmensas bóvedas de la caverna devolvían los ecos de sus risotadas satánicas y de sus aullidos de fiera.
-Gracias por la hospitalidad, buenos señores- dijo Raiko, avanzando hacia el que parecía el jefe de a banda. Nosotros, los peregrinos, somos pobres y lo único que os podemos ofrecer es este odre de saké.
Y diciendo esto, puso en medio de la mesa un odre lleno de oloroso licor. Los bandidos se abalanzaron ávidamente sobre el recipiente, del que sacaron licor para todos con cucharones de oro macizo. Pero Raiko había mezclado en la bebida un poderoso veneno, de modo que, al cabo de pocos minutos, todos aquellos hombretones yacían inmóviles sobre el pavimento, inmersos en el sueño de la muerte.
Entonces los ecos repitieron los gritos de alegría de los samuráis que , sacando las relucientes espadas que llevaban ocultas debajo de los sayales, contaron la cabezas de los bandidos y con aquellos sangrientos trofeos regresaron a la ciudad, siendo acogidos en triunfo.
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