martes, 3 de marzo de 2009

El fruto envenedado

La maga Morgana no podía hallar paz desde que se enteró que Lanzarote había recobrado la razón y andaba siempre ideando nuevas tretas para desahogar su odio contra la reina Ginebra, su cuñada. Cierto día envió a la reina, como presente, una jarra de oro que contenía un dulcísimo licor; la reina lo probó y lo hallo tan exquisito que desde aquel momento ya no pudo pasar un solo día sin tomarse un vasito. Pero aquel licor estaba preparado por la maga Morgana de tal modo, que bebiéndolo, la reina empezaría a sentir progresivamente un odio feroz contra Lanzarote; y en efecto, el licor operó tan rápidamente que, al cabo de una semana, Ginebra ya no podía soportar a su lado a su protegido de antes y le colmaba de desaires y de ofensas. El bueno y devoto Lanzarote sufría mucho y no podía hallar explicación a aquel repentino cambio. Se lo confió a su amigo Galván y éste le aconsejó que partiera para un largo viaje. A Lanzarote le disgustaba separarse de los amigos del rey y, sobre todo, de la reina, pero comprendió que el consejo era acertado y partió.
Pero la maga Morgana no estaba completamente satisfecha.
Un día que el rey Arturo se hallaba ausente de la corte, en una expedición, la reina se sentó a la mesa con los pocos caballeros que habían quedado en el palacio. Y he aquí que , al final del banquete, Morgana hizo aparecer de pronto en la mesa, precisamente delante de la reina un magnifico melocotón , de maravillosos colores, en el que había inyectado disimuladamente un terrible veneno. Sorprendida Ginebra, al ver aquel hermoso fruto aparecer inesperadamente ante ella, lo cogió para examinarlo, luego, viendo que a poca distancia de ella se hallaba sentado Garieno de Karen, el caballero más joven de la Tabla redonda, se lo ofreció. El joven hincó el diente en el fruto, pero apenas ingirió el primer bocado, cayó al suelo fulminado.
Todos los caballeros se pusieron en pie aterrorizados, sorprendidos; la reina, pálida como la muerte, se desvaneció.
Todos los caballeros se pusieron en pie aterrorizados, sorprendidos: la reina, pálida como la muerte se desvaneció.
Cuando el rey Arturo regresó de la expedición hallo a Mador, el hermano de Garieno, que lloroso y suplicante, reclamaba justicia: arrojó a los pies del rey la espada que había recibido de él cuando fue armado caballero y públicamente acusó a la reina de haber matado a su hermano.
El pobre Arturo no sabía que hacer ni qué decir. Amaba mucho a Ginebra y apreciaba a Mador como a un leal y valiente caballero. Por tanto, decidió pedir consejo a Galván, que era considerado el más sabio de los caballeros de la Tabla redonda . Hay que hacer constar que Galván era extremadamente riguroso en cuestiones de honor y tenía un sentido de justicia que, muchas veces, podía incluso parecer excesivo: quien cometía una falta debía según el , ser castigado sin piedad, aunque se tratase de su más querido amigo, o de la persona más afecta a su corazón . El consejo que dio al rey , fue por tanto, el de hacer justicia. Al pobre rey , sin embargo, le parecía monstruoso condenar a Ginebra , su esposa, tanto más cuanto que, ella misma, llorando juraba no haber podido imaginar nunca que el melocotón estuviese envenenado.
-Aun sabiéndolo- decía- no hubiese tenido el valor de ofrecérselo a mi peor enemigo. ¿Cómo entonces, hubiese podido dárselo a Garieno, por quien sentía tanto afecto ?
-Todo eso son mentiras y nada más que mentiras-gritaba Mador, implacable.
A toda osta quería que se hiciera justicia.
Transido de dolor, el rey pensó someter a Ginebra al juicio de Dios: si durante un mes no se presentaba ningún caballero a defenderla contra Galván, la reina sería condenada a la hoguera. Arturo imaginaba que todos sus caballeros pelearían por defenderla. Sin embargo, nadie se presentó. Ningún caballero de la tabla redonda se atrevía a enfrentarse con Galván, a quien todos amaban y estimaban, espejo de lealtad y de justicia. Además, muchos de ellos se hallaban presentes en el momento trágico, y habían visto cómo la reina ofrecía el fruto a Garieno.
Por tanto, inútilmente transcurrido el plazo, la pobre Ginebra fue atada sobre la pira levantada en la mitad de la plaza.
Pero en el momento en que iban a prender fuego a los leños, he aquí que un caballero con la visera calada llegó a galope, se abrió paso entre la multitud de curiosos y llegando junto al rey, se alzó la visera para darse a conocer. Era Lanzarote.
-¿Quién se atreve a matar a la reina?-gritó. ¿Quién ha cometido tal infamia? Aquí estoy yo dispuesto a defender su inocencia.
Entonces, se adelantó Galván. Era el amigo más querido y leal de Lanzarote, pero para su estricto sentido justiciero, ni la amistad ni cualquier otro sentimiento, contaba, tratándose de hacer respetar la ley.
-Lanzarote- le dijo- el plazo para presentarse a defender a la reina, ha transcurrido. Debiste llegar antes: ahora es demasiado tarde y nadie puede ya salvar a Ginebra. Es preciso que se haga justicia y que se cumpla la sentencia.
Pero Lanzarote no lo entendía así. Y antes de que los presentes pudieran darse cuenta de lo que sucedía, se acercó a la pira, cortó con su espada las cuerdas que ataban a la reina , colocó a Ginebra a la grupa de su caballo, y picando espuelas, salió de allí al galope.
Arturo, no estaba en el fondo descontento de tal solución , que salvaba a la mujer a quien tanto amaba, pero Galván indignado, no le dejaba en paz diciéndole que se había violado la ley, que Lanzarote debía ser considerado rebelde y que, como tal, se le castigaría severamente. Se enviaron, por tanto heraldos, por todo el país, a propagar el baldo en que se ofrecía una importante suma por la cabeza de Lanzarote y se invitaba a todos a capturar al rebelde, vivo o muerto.
Pero, Lanzarote se hallaba ahora en lugar seguro; había cruzado el mar yendo a refugiarse en Bretaña , donde había coronado al rey de ese país. Al saber esto, Galván no se dio por vencido e impulsó a Arturo a declarar la guerra al nuevo rey. Se hicieron, en efecto, apresuradamente, los preparativos y apenas éstos terminados, Arturo confió su reino a Mordrec, hermano menor de Galván y partió decidido con cien naves a la conquista de Bretaña.

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