Había una vez un ermitaño llamado Ronan, que vivía a las puertas de la ciudad de Quimper. Habitaba en una húmeda gruta cavada en la roca , y por único vestido llevaba una piel de cabra.
No se sabía de donde había llegado ni que motivo le había inducido a retirarse del mundo . Muchas cosas se contaban de èl. Algunos decían haberlo visto al caer de la tarde transformarse en loo y dar vueltas por la selva aullando en busca de niños que devorar. Otros, en cambio, aseguraban que curaba a los leprosos y que resucitaba a los muertos. Todos, sin embargo, estaban de acuerdo en afirmar que era un brujo vendido al diablo .Estos rumores llegaron a oídos del rey , que quiso asegurarse de si ciertamente se trataba de un brujo para castigarle en tal caso con la muerte, de acuerdo con la ley que había en aquel tiempo. Envió, para ello, a sus guardias al bosque y éstos hallaron a Ronan rezando al pie de una rústica cruz formada por ramas de un árbol, mientras en torno a èl callaban los pájaros , y los tímidos ciervos, al lado de los feroces jabalís, que se tendían mansamente a sus pies. El ermitaño fue encadenado y conducido a la presencia del rey , que le dijo:
-Todos te acusan de brujería; dicen que devoras a los niños y sirves al demonio. Defiéndete si puedes.
-Señor-repuso el viejo- yo sirvo al único y verdadero Dios y para servirle mejor me aparto de la suciedad de los hombres. Me alimento tan solo de pan cocido bajo las cenizas, bebo agua de pantano y vivo en plegaria y penitencia.
-Se dice también –prosiguió el rey- que has hablado mal de mì a mis súbditos , incitándoles a rebelarse contra mi poder ¿Has olvidado acaso que tu vida está entre mis manos?
-Te engañas ,rey-exclamo decidido Ronan-; mi vida está solo en manos del Señor.
-¿Ah, sí?-dijo el rey airado.¡Pues bien: que tu Señor te salve!
Y haciendo atar al viejo a un robusto árbol, lanzó contra el dos perros feroces y hambrientos. Los animales, que durante varios días habían estado sujetos y en ayuno, al verse libres se lanzaron contra su presa con ojos llameantes y fauces abiertas. Entonces el santo ermitaño murmuró:
-Que el señor, que todo lo puede os detenga.
Apenas había pronunciado estas palabras, cuando los feroces perros se detuvieron y, como dóciles corderos, fueron, mansos, a lamer las manos del viejo. Los presentes gritaron: “¡Milagro!¡Milagro!”, y el rey arrepentido, quiso cortar el mismo las cuerdas que sujetaban a Ronan al árbol y, posándose de rodillas a sus pies, le pidió perdón llorando.
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