Había una vez un rey de Nápoles que tenía una hija bellísima llamada Margarita. Los más valerosos caballeros del mundo acudían de todas partes para verla, ansiosos de mostrar a la bella joven su habilidad y su valor en los numerosos torneos que se celebraban en la corte napolitana.
Un domingo, el campo donde se realizaba el torneo estaba más concurrido que de costumbre, nunca se habían visto tantos ilustres y valientes caballeros reunidos. El rey , la reina y la princesa estaban rodeados de toda la corte y Margarita resplandecía como una estrella, superando en belleza y elegancia a todas las otras damas presentes. El torneo empezó con un toque de trompeta lanzado por el heraldo. Se adelantó un joven caballero armado de pies a cabeza que llevaba incrustadas n el escudo, en vez de blasón, dos llaves de plata. A mitad del vasto recinto, el caballero declaró su deseo de permanecer incógnito y se presentó a combatir con los campeones presentados por el rey.
Desde el principio se mostró hábil y valeroso y pronto alcanzó la victoria sobre los caballeros que habían aceptado el desafió. Al final del torneo, quedando por suyo el honor del campo , se acercó a la tribuna real para recibir el premio de manos de Margarita, y sólo entonces se quito el yelmo. Un murmullo de admiración se alzo entre los espectadores. El caballero era muy joven, tenía un rostro noble, de rasgos perfectos, ojos claros y luminosos cabello rubio y rizado.
El rey le preguntó entonces quien era y el caballero le respondió respetuosamente:
-Majestad, no puedo deciros mi nombre porque he hecho votos de no revelarlo. Pero doy fe de ser noble y caballero.
El acento firme y los nobles modales del desconocido le atrajeron la simpatía de todos los presentes, especialmente de Margarita, que quedó muy impresionada. El rey le invitó a su palacio, y el joven fue con frecuencia, conversando especialmente con la princesa. Un día le confeso que había ido a Nápoles expresamente para verla, por haber oído alabar tanto su belleza en su país. Margarita quiso saber entonces de que país procedía, y el caballero al fin, le confesó que se llamaba Pedro y era hijo único del conde de Provenza, hermano del rey de Francia.
Desde aquel día Margarita buscó más que nunca la compañía de Pedro y los dos jóvenes que estaban siempre juntos, daban a menudo largos paseos. Una vez que llegaron más lejos de lo acostumbrado, hallándose cansados, se sentaron a reposar a la orilla del mar y la princesa se quedó dormida. Y he aquí que un ave marina vio relucir el anillo que la doncella se había quitado dejándolo sobre una piedra, lo cogió con el pico y se lo llevó volando hasta un escollo en mitad del mar, donde lo dejo caer. Pedro que conocía el cariño que la joven tenía a aquella joya, quiso devolvérselo. Encontrando una barca junto a la orilla, embarcó en ella y se dirigió hacia la roca.
Pero he aquí que se levanto un viento fortísimo de tierra que en poco tiempo transporto la frágil embarcación a alta mar, no obstante los desesperados esfuerzos de Pedro para combatir su furia impetuosa. Pronto la tierra desapareció de la vista y las olas azotaron la barquilla, amenazando a cada momento hacerla zozobrar. Todo el día y toda la noche combatió el joven príncipe con los elementos que se desencadenaban furiosos, y al alba, exhausto, cayó desmayado en el fondo de la barca. Así lo encontró una nave de moros que pasaba por allí. Los infieles, viéndole tan hermoso, pensaron reglárselo como esclavo al sultán y se apresuraron a llevárselo. El sultán agradeció mucho el presente y se aficionó tanto al joven que le trataba como a un hijo. Pero Pedro estaba siempre triste pensando en sus padres y en Margarita. Por último, se armó de valor y pidió al sultán, que le dejase volver a su patria. El soberano accedió , aunque profundamente dolorido. Pedro embarcó , entonces en un navío que iba a Provenza, llevando consigo un rico presente, regalo de su buen protector. Durante el viaje, los marineros, que eran provenzales, le contaron cuanto había sucedido en su patria durante su larga ausencia, hablándole especialmente de una bellísima dama que había ido a establecerse en Provenza y que empleaba su riqueza en obras de caridad. Todos la amaban y respetaban mucho, pero nadie conocía su estirpe ni de dónde venia.
Impulsado por un presentimiento, Pedro quiso visitar enseguida a la incógnita dama que hacía tanto bien en su país. En efecto, apenas desembarcado, fue a verla , y en cuanto la tuvo ante sus ojos un grito escapo de sus labios. Había reconocido en ella a la princesa Margarita. Ella también había reconocido a Pedro , y ambos enamorados, tan felices de encontrarse milagrosamente se relataron sus aventuras. Margarita le refirió que cuando despertó aquel lejano día sin encontrar a su lado a su compañero, lo había buscado durante horas y horas llamándolo desesperadamente. Pero cuando cayó la noche sin verle volver, comprendió que algo muy grave le había sucedido, y decidió ir a Provenza, pues imaginaba justamente que si el joven vivía aún , algún día regresaría allí.
Pedro llevo a la joven a su castillo donde sus padres, felices ante el regreso de su hijo, ordenaron que se celebraran grandes fiestas. Pasados algunos días, se celebraron también las bodas de joven cabalero con la bella Margarita, y los esposos vivieron siempre felices. Poco tiempo después tuvieron un hijo que llego a ser un caballero noble y valeroso, digno de sus padres, y que fue coronado a la vez, rey de Nápoles y conde de Provenza.
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