viernes, 29 de marzo de 2019

LA VIUDA AFRODISIA

Le llamaban Kostis el Rojo porque tenía el pelo de color rojizo, porque su conciencia
se hallaba manchada con una gran cantidad de sangre vertida y, sobre todo, porque
solía llevar una chaqueta roja cuando bajaba insolentemente a la feria de ganado para
obligar a cualquiera de los aterrorizados campesinos que allí había a que le vendiese
su mejor montura a bajo precio, so pena de exponerse a diversas variedades de
muerte súbita. Había vivido oculto en la montaña, a unas horas de camino de su
pueblo natal, sus fechorías se limitaron, durante mucho tiempo, a diversos asesinatos
políticos y al rapto de una docena de corderos flacos. Hubiera podido volver a la
fragua sin que nadie le molestara, pero pertenecía a esa clase de hombres que
prefieren el sabor del aire libre y de la comida robada a cualquier otra cosa. Más
tarde, dos o tres crímenes de derecho común pusieron en pie de guerra a los
habitantes del pueblo. Lo acorralaron, como si de un lobo se tratase, y lo acosaron
como a un jabalí. Finalmente, lograron atraparlo en la noche de San Jorge, y lo
habían llevado al pueblo atravesado en la silla de un caballo, con la garganta abierta,
como uno de esos animales que cuelgan en las carnicerías; los tres o cuatro jóvenes a
quienes había arrastrado consigo en su vida aventurera terminaron igual que él,
agujereados por las balas y por las cuchilladas. Pusieron sus cabezas en unas horcas y
con ellas adornaron la plaza del pueblo; los cuerpos yacían uno encima de otro a la
entrada del cementerio; los aldeanos vencedores festejaban su victoria protegidos del
sol y de las moscas por las persianas echadas, y la viuda del viejo pope al que Kostaki
había asesinado seis años antes, en un camino desierto, lloraba en la cocina mientras
enjuagaba los vasos que acababa de ofrecer, llenos de aguardiente, a los campesinos
que la habían vengado.
La viuda Afrodisia se limpió las lágrimas y se sentó en el único taburete que
había en la cocina, apoyando las dos manos en el borde de la mesa, y en sus manos la
barbilla, que temblaba como la de una anciana. Unos sollozos reprimidos le sacudían
el pecho por debajo de los profundos pliegues de su vestido de estameña. Se
adormecía sin querer, mecida por su propia queja; se enderezó, sobresaltada: aún no
le había llegado la hora de la siesta y del olvido. Durante tres días y tres noches, las
mujeres del pueblo habían estado esperando en la plaza, chillando cada vez que
resonaba un disparo, allá en la montaña era devuelto por el eco, y los gritos de
Afrodisia eran más fuertes aún que los de sus compañeras, tal como corresponde a la
mujer de un personaje tan respetado como el anciano pope, tendido en su tumba
desde hacía seis años. Se había sentido enferma cuando volvieron los campesinos, al
alba del tercer día, con su sangrienta carga sobre una mula derrengada, y sus vecinos
habían tenido que acompañarla hasta la casita en donde vivía apartada desde que se
había quedado viuda; no obstante, en cuanto había vuelto en sí, había insistido para
ofrecer alguna bebida a sus vengadores. Con las piernas y manos todavía
temblorosas, se acercó alternativamente a cada uno de aquellos hombres, que dejaban
en la estancia un olor casi insoportable a cuero y a cansancio y, como no le fue
posible aliñar con veneno las rebanadas de pan y de queso que les había ofrecido se
contentó con escupir encima a escondidas, deseando que la luna de otoño se levantara
sobre sus tumbas.
Era en aquel momento cuando ella hubiese debido confesarles toda su vida,
confundir su estupidez o justificar sus peores sospechas, gritarles al oído aquella
verdad que había sido, a la vez, tan fácil y tan duro disimular durante diez años: su
amor por Kostis, su primera cita en un camino encajonado, al pie de una morera que
les resguardó de una granizada, y su pasión, nacida con la velocidad del rayo en
aquella noche de tormenta; su regreso al pueblo, con el alma agitada por un
remordimiento en el que entraba más miedo que arrepentimiento; la semana
intolerable en que trató de olvidar a aquel hombre, que se había convertido en algo
más necesario para ella que el pan y el agua, y su segunda visita a Kostis, con el
pretexto de llevarle harina a la madre del pope, que cuidaba ella sola de una granja en
la montaña; y la falda amarilla que llevaba puesta entonces y con la que se habían
tapado a modo de manta: parecía como si se hubieran acostado bajo un jirón de sol; y
la noche en que tuvieron que esconderse en el establo de una caravanera turca; las
ramas nuevas del castaño que le asestaban, al pasar, sus bofetadas de frescor; y la
espalda encorvada de Kostis, que la precedía por los senderos en donde un
movimiento excesivamente brusco hubiera podido irritar a una víbora; y la cicatriz
que ella no había advertido el primer día, y que serpenteaba sobre su nuca; y las
miradas locas y codiciosas que él le echaba, como si fuera un objeto robado de
mucho valor; y su cuerpo fuerte, de hombre acostumbrado a vivir una vida dura; y su
risa, que la tranquilizaba; y la manera muy suya que tenía de balbucear su nombre
cuando hacían el amor.
Se levantó y sacudió con amplio ademán la blanca pared por donde zumbaban dos
o tres moscas. Las pesadas moscas, que se alimentan de inmundicias, no sólo eran
unos insectos algo inoportunos, cuyo ir y venir impreciso y ligero soportamos sobre
nuestra piel: tal vez se habían posado en aquel cuerpo desnudo, en aquella cabeza
sanguinolenta; acaso habían añadido sus insultos a las patadas de los niños y a las
miradas curiosas de las mujeres. ¡Ay, si ella hubiera podido, de un simple escobazo
barrer todo aquel pueblo lleno de viejas de lengua envenenada, como los dardos de
las avispas! Y asimismo al joven sacerdote, ebrio del vino de la Misa, que echaba
pestes contra el asesino de su predecesor, y a los campesinos, que se encarnizaban
con el cuerpo de Kostis como los zánganos con la fruta chorreando miel. No
imaginaban que el duelo de Afrodisia pudiera tener otro motivo que no fuera el viejo
pope, enterrado desde hacía seis años en el rincón mejor situado del cementerio: no
había podido ella gritarles que la vida de aquel pomposo borracho le importaba tan
poco como el banco de madera que había en el fondo del jardín.
Y, no obstante, pese a sus ronquidos que le impedían dormir y a su manera
insoportable de carraspear, casi había echado de menos al crédulo anciano que se
había dejado engañar, y luego atemorizar, con la cómica exageración de uno de esos
celosos que hacen reír en la pantalla de un teatro de sombras: añadía un elemento de
farsa al drama de su amor. Y se habían divertido retorciéndole el cuello a los pollos
del pope; Kostis se los llevaba, escondidos debajo de la chaqueta, en las noches en
que se introducía disimuladamente en el presbiterio; luego, ella acusaba a los zorros
de aquel robo. Incluso fue agradable —aquella noche en que el viejo se levantó, por
haberle despertado sus susurros de amor bajo el plátano— adivinar al anciano
asomado a la ventana, espiando cada uno de los movimientos de sus sombras en la
tapia del jardín, grotescamente indeciso entre el miedo al escándalo, el temor a un
balazo y las ganas de vengarse. Lo único que Afrodisia tenía que reprocharle a Kostis
era precisamente el asesinato de aquel anciano, que servía, a pesar suyo, de tapadera a
sus amores.
Desde que se quedó viuda, nadie había sospechado las peligrosas citas que le
daba a Kostis en las noches sin luna, de suerte que al plato de su alegría le había
faltado la pimienta de un espectador. Cuando los desconfiados ojos de las matronas se
posaron en la ancha cintura de la joven, se imaginaron todo lo más que la viuda del
pope se había dejado seducir por algún vendedor ambulante o por el obrero de alguna
fábrica, como si esa clase de gentes fueran de aquellos con quienes Afrodisia hubiera
consentido acostarse. Y no tuvo más remedio que aceptar con gozo aquellas
humillantes sospechas y tragarse su orgullo con más cuidado aún del que ponía en
tragarse sus náuseas. Y cuando la habían vuelto a ver, unas semanas más tarde, con el
vientre plano por debajo de sus anchas faldas, todas se habían preguntado qué era lo
que Afrodisia había podido hacer para librarse tan fácilmente de su carga. Nadie se
imaginaba que la visita al santuario de San Lucas no había sido sino un pretexto, y
que Afrodisia se había quedado encerrada a unas cuantas leguas del pueblo, en la
cabaña de la madre del pope, quien ahora consentía en hacerle el pan a Kostis y
remendar su chaqueta. La vieja hacía esto no porque fuese tierna de corazón sino
porque Kostis le traía aguardiente y, además, porque allá en su juventud a ella
también le había gustado hacer el amor. Y allí fue donde el niño vino al mundo;
tuvieron que ahogarlo entre dos jergones, débil y desnudo como un gatito recién
nacido, sin tomarse siquiera la molestia de lavarlo después de nacer.
Y finalmente, uno de los compañeros de Kostis asesinó al alcalde, y las delgadas
manos del hombre amado habían apretado y más rabiosamente su viejo fusil de caza;
mas y llegaron aquellos tres días y aquellas tres noches en que el sol parecía salir y
ponerse envuelto en sangre. Y esta noche todo acabaría en una fogata, para la que ya
habían juntado un montón de latas de petróleo a la puerta del cementerio; Kostis y sus
compañeros serían tratados igual que la carroña de las mulas, a las que se riega con
petróleo para no tomarse el trabajo de enterrarlas, y ya no le quedaban a Afrodisia
más que unas cuantas horas de sol y de soledad para llevarle luto. Levantó el
picaporte y salió al estrecho terraplén que la separaba del cementerio. Los cuerpos,
amontonados, yacían junto a la tapia de adobe, pero no le fue difícil reconocer a
Kostis; era el más alto y ella lo había amado. Un campesino codicioso le había
quitado el chaleco para lucirlo los domingos; ya había unas cuantas moscas pegadas
en las lágrimas de sangre de los párpados; estaba casi desnudo. Dos o tres perros
lamían en el suelo unos regueros negros y luego, jadeantes, volvían a echarse en una
estrecha franja de sombra. Al atardecer, a la hora en que el sol se hace inofensivo, los
grupitos de mujeres empezarían a reunirse en aquella estrecha terraza; contemplarían
la verruga que Kostis tenía entre los dos hombros. Los hombres, a patadas, le darían
la vuelta al cadáver para empapar bien de gasolina los pocos harapos que le habían
dejado; abrirían las latas con la basta alegría de los vendimiadores que destapan un
tonel. Afrodisia tocó la manga desgarrada de la camisa que ella había cosido con sus
propias manos para ofrecérsela a Kostis como regalo de Pascua, y reconoció de
repente su nombre tatuado en el brazo izquierdo de Kostis. Si otros ojos que no
fueran los suyos veían aquellas letras toscamente dibujadas en la piel, la verdad
iluminaría bruscamente su espíritu, como las llamas de la gasolina empezando a
bailar sobre la tapia del cementerio. Se imaginó lapidada, enterrada debajo de las
piedras. Sin embargo, era incapaz de arrancar aquel brazo que la acusaba con tanta
ternura, o de calentar unos hierros para borrar aquellas marcas que la perdían. No
podía infligirle una nueva herida al cuerpo que tanto había sangrado ya…
Las coronas de latón que llenaban la tumba del pope brillaban al otro lado del
recinto sagrado, y aquel montículo le recordó bruscamente el vientre adiposo del
anciano. Después de su muerte habían relegado a la viuda del difunto pope a una
chabola que había a dos pasos del cementerio: no se quejó por vivir en aquel lugar tan
apanado, donde sólo crecían las tumbas, pues, en algunas ocasiones, Kostis había
podido aventurarse al caer la noche por aquel camino, por donde nunca pasaba alma
viviente, y el sepulturero, que vivía en la casa de al lado, estaba sordo como una
tapia. La fosa del pope Esteban se hallaba separada de la chabola sólo por la tapia del
cementerio, y les había parecido que continuaban acariciándose ante las narices del
difunto. Hoy, aquella misma soledad le permitía a Afrodisia llevar a cabo un proyecto
digno de su vida de estratagemas e imprudencias, y empujando la barrera de madera
desconchada por el sol se apoderó de la pala y el pico del sepulturero.
La tierra estaba seca y dura, y el sudor de Afrodisia corría más abundante que sus
lágrimas. De cuando en cuando la pala sonaba al dar contra una piedra, pero aquel
ruido en un lugar desierto no iba a alertar a nadie, y el pueblo entero dormía después
de haber comido. Por fin, oyó el sonido seco de la madera vieja: el pico chocaba con
el ataúd del pope Esteban, más frágil que la madera de una guitarra y que se rajó con
el choque, enseñando los pocos huesos y la casulla arrugada, que era cuanto quedaba
del anciano. Afrodisia amontonó aquellos restos los empujó cuidadosamente a un
rincón del ataúd, luego cogió por los sobacos el cuerpo de Kostis y lo arrastró hasta la
fosa. El amante de antaño le llevaba toda la cabeza a su marido, pero el ataúd sería lo
bastante grande para Kostis decapitado. Afrodisia volvió a poner la tapa, amontonó
de nuevo la tierra sobre la tumba, recubrió el montículo recién removido con las
coronas compradas antaño en Atenas con el dinero de los feligreses, igualó el polvo
del sendero por donde había arrastrado a su muerto. Ahora faltaba un cuerpo en el
montón que yacía a la puerta del cementerio, pero los campesinos no registrarían
todas las tumbas para encontrarlo.
Se sentó sin aliento y se levantó casi de inmediato, pues se había aficionado a su
tarea de enterradora. La cabeza de Kostis aún estaba allá arriba, expuesta a los
insultos, ensartada en una horca, allí donde el pueblo cede el sitio a las rocas y al
cielo. Nada estaría terminado hasta que no hubiera consumado su rito funerario; y
había que darse prisa y aprovechar las horas de calor en que las gentes se encierran en
sus casas y duermen, cuentan sus dracmas, hacen el amor y le dejan todo el campo
libre al sol. Dándole la vuelta al pueblo tomó, para subir hasta lo alto, la cuesta por
donde pasaba menos gente. Unos perros flacos dormitaban a la escasa sombra de las
puertas; Afrodisia les lanzaba una patada al pasar, pagando con ellos el rencor que no
podía saciar en sus amos. Luego, cuando uno de aquellos animales se levantó
completamente erizado y gimiendo, tuvo que detenerse un instante para tranquilizarlo
a fuerza de halagos y de caricias. El aire abrasaba como un hierro al rojo vivo, y
Afrodisia se puso el mantón en la cabeza para no caer fulminada antes de haber
acabado su tarea.
El sendero desembocaba, por fin, en una explanada blanca y redonda. Más arriba
sólo quedaban unas rocas grandes que formaban varias cavernas, donde sólo los
desesperados como Kostis se atrevían a internarse; y cuando los extranjeros se
aventuraban por allí, siempre se oía la voz áspera de algún aldeano llamándolos. Más
arriba ya no quedaban más que las águilas y el cielo, cuyas pistas sólo las águilas
conocen. Las cinco cabezas, de Kostis y sus compañeros, clavadas en las horcas,
hacían esas muecas que sólo pueden hacer los muertos. Kostis apretaba los labios,
como si meditara un problema que aún no hubiera tenido tiempo de resolver en vida,
algo así como la compra de un caballo o el rescate de una nueva captura, y era el
único entre sus amigos a quien la muerte no había cambiado mucho, pues siempre fue
muy pálido. Afrodisia cogió la cabeza y tiró de ella, con un ruido como de seda
desgarrada. Se proponía esconderla en su casa, debajo del suelo de la cocina, o tal vez
en alguna caverna que ella sola conocía, y acariciaba aquellos restos prometiéndoles
que los pondría a salvo.
Fue a sentarse al pie del plátano que crecía más abajo de la explanada, en el
terreno del granjero Basilio. Bajo sus pies, las rocas se precipitaban hacia el llano, y
los bosques que tapizaban la tierra hacían el efecto, desde lejos, de matas de
minúsculos musgos. Muy al fondo se vislumbraba el mar, entre dos labios de
montaña, y Afrodisia se decía que hubiera podido incitar a Kostis para que huyese
sobre aquellas olas, y así no se vería ahora obligada a mecer en sus rodillas su cabeza
sanguinolenta. Sus lamentos, contenidos desde el principio de la desgracia, estallaron
en vehementes sollozos como los de las plañideras en los funerales y, con los codos
en las rodillas y las húmedas mejillas apoyadas en las manos, dejaba caer sus
lágrimas sobre el rostro del muerto.
—¡Eh, tú, ladrona! Viuda de cura, ¿qué estás haciendo en mi huerto?
El anciano Basilio, armado con una hoz y un palo, se asomaba en lo alto del
camino, y su aspecto de desconfianza y de furor no hacía sino acentuar su semejanza
con un espantapájaros. Afrodisia se levantó de un salto, tapando la cabeza con su
delantal.
—Sólo te he robado un poco de sombra, tío Basilio, un poco de sombra para
refrescarme la frente…
—¿Y qué es lo que escondes en el delantal, ladrona, viuda maldita? ¿Una
calabaza? ¿Una sandía?
—Soy pobre, tío Basilio, y sólo te he cogido una sandía muy roja. Sólo una
sandía roja, con sus pepitas negras…
—Enséñamela, mentirosa, especie de topo negro y devuélveme lo que me has
robado..
El viejo Basilio bajó por la cuesta enarbolando su palo. Afrodisia echó a correr
del lado del precipicio, sujetando con las manos las puntas del delantal. La cuesta se
hacía cada vez más empinada, el sendero más resbaladizo, como si la sangre del sol,
que ya se preparaba a ponerse, hubiera vuelto pegajosas las piedras. Hacía mucho
rato que Basilio se había parado y daba grandes voces para avisar del peligro a la que
huía, diciéndole que volviera sobre sus pasos. El sendero ya no era más que una
trocha resbaladiza, de donde se desprendían las piedras. Afrodisia le oía, mas aquellas
palabras desmenuzadas por el viento no las entendía, sólo comprendía una cosa: la
necesidad de huir del pueblo, de escapar a la mentira, a la pesada hipocresía, al largo
castigo de convertirse un día en una mujer vieja a la que ya nadie querría. Una piedra,
por fin, se desprendió bajo sus pies, cayó al fondo del precipicio como para enseñarle
el camino, y la viuda Afrodisia se hundió en el abismo y en la noche, llevándose con
ella la cabeza manchada de sangre.


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