viernes, 1 de marzo de 2019

La princesa repudiada

En la época de la dinastía Tang vivía un hombre llamado Liu I que había suspendido los exámenes para conseguir el doctorado, así que emprendió el viaje de regreso a casa. Había recorrido unos diez kilómetros cuando, al pasar por un prado, un pájaro levantó el vuelo y su caballo se espantó; galopó quince kilómetros antes de que pudiera detenerlo. Entonces, en una colina, se encontró con una mujer que estaba pastoreando ovejas. Le pareció hermosa, aunque su expresión parecía esconder un dolor secreto. Perplejo, le preguntó qué le ocurría.

    La mujer empezó a sollozar.

    —La suerte me ha abandonado y me encuentro necesitada y avergonzada. Ya que has sido tan amable como para preguntar, te lo contaré todo. Soy la hija menor del Rey Dragón del mar de Dungting y estoy casada con el segundo hijo del Rey Dragón de Ging Dschou. Mi marido me maltrata y me ha repudiado. Se lo he contado todo a mis suegros, pero ellos confían ciegamente en su hijo y no hacen nada. Y, cuando insisto, se enfadan; por eso me han enviado aquí a cuidar de las ovejas.

    En ese momento, la mujer perdió el control de sí misma y estalló en lágrimas. Después continuó:

    —El mar de Dungting está lejos de aquí, pero sé que tendrás que atravesarlo en tu camino de regreso. Me gustaría darte una carta para mi padre, pero no sé si querrás llevársela.

    —Tus palabras me han conmovido el corazón —le respondió Liu I—. Si tuviera alas, me marcharía volando contigo. Será un placer entregar la carta a tu padre. Sin embargo, el mar de Dungting es largo y ancho, ¿cómo podría encontrarlo?

    —En la orilla sur del mar hay un naranjo —le respondió la mujer— al que la gente llama «el árbol del sacrificio». Cuando llegues allí, deberás soltarte el fajín y golpear el árbol con él tres veces seguidas. Entonces aparecerá alguien a quien tendrás que seguir. Cuando veas a mi padre, dile en qué estado me has encontrado y lo mucho que anhelo su ayuda.

    Entonces sacó una carta de su pecho y se la entregó a Liu I. Se inclinó ante él, miró hacia el este, suspiró e, inesperadamente, unas repentinas lágrimas cayeron también de los ojos de Liu I. El joven tomó la carta y la guardó en su bolsa.

    —No comprendo por qué tienes que cuidar de las ovejas —le dijo—. ¿Los dioses sacrifican ganado, igual que hacen los hombres?

    —Estas no son ovejas normales —le respondió la mujer—, son ovejas de lluvia1.

    —¿Ovejas de lluvia? ¿Eso qué es?

    —Son los carneros del trueno —le contestó la mujer.

    Y cuando Liu las miró con atención se dio cuenta de que aquellas ovejas caminaban de un modo orgulloso y feroz, bastante diferente de las ovejas normales.

    —Pero, si entrego la carta por ti y consigues regresar al mar de Dungting, no debes seguir considerándome un extraño.

    —¿Cómo podría hacer eso? —le contestó la mujer—. Serás para mí el mejor de los amigos.

    Y con estas palabras, se despidieron.

    Liu I tardó un mes en llegar al mar de Dungting, preguntó por el naranjo y finalmente lo encontró. Se soltó el fajín y golpeó el tronco tres veces. Un guerrero emergió inmediatamente de las aguas y le preguntó:

    —¿Qué razón te trae hasta aquí, honorable huésped?

    —He venido en una misión importante y quiero ver al rey.

    El guerrero señaló el agua y las olas se convirtieron en una calle sólida por la que condujo a Liu I. El castillo del dragón se elevaba ante ellos con sus mil puertas y a su alrededor florecían multitud de flores mágicas y hierbas inusuales. El guerrero le pidió que esperara en el gran salón.

    —¿Cómo se llama este lugar? —le preguntó Liu I.

    —Es el Salón de los Espíritus —fue la respuesta.

    Liu I miró a su alrededor; todas las joyas conocidas en la tierra se encontraban allí en abundancia. Las columnas eran de cuarzo blanco con incrustaciones de jade verde; los asientos estaban hechos de coral; las cortinas eran de un cristal de roca tan claro como el agua; las ventanas eran de cristal bruñido adornado con celosías. Las vigas del techo, con incrustaciones de ámbar, se elevaban en amplios arcos. Un aroma exótico llenaba el salón, cuyo fin se perdía en la oscuridad.

    Liu I llevaba mucho tiempo esperando al rey. A todas sus preguntas, el guerrero contestaba:

    —Nuestro señor se encuentra en este momento en la torre de coral, hablando con el Sacerdote del Sol sobre el Libro Sagrado del Fuego. Ya no debe tardar mucho.

    —¿Por qué está interesado en el Libro Sagrado del Fuego? —le preguntó Liu I.

    —Nuestro señor es un dragón y el poder de los dragones está basado en el fuego: pueden cubrir una colina y un valle de una sola bocanada. El sacerdote es un ser humano y el poder de los seres humanos también se basa en el fuego: pueden quemar los mayores palacios con solo una antorcha. Fuego y agua batallan uno con el otro, ya que su naturaleza es muy distinta. Por esa razón está ahora hablando nuestro señor con el sacerdote, para encontrar un modo en el que el fuego y el agua se completen.

    Antes de que hubieran terminado apareció un hombre con una túnica púrpura que portaba un cetro de jade en la mano.

    —¡Ahí está mi señor! —exclamó el guerrero.

    Liu I se inclinó ante él.

    —¿No eres tú un ser humano? —le preguntó el rey—. ¿Qué te trae hasta aquí?

    Liu I le dijo su nombre y se explicó.

    —Estuve en la capital, donde suspendí mi examen. En el camino de regreso, al pasar junto al río Ging Dschou, vi a tu hija, que te adora, pastoreando ovejas en el campo. El viento le había despeinado el cabello y la lluvia la había empapado. No pude soportar ver sus penurias y le pregunté. Se quejó de que su esposo la había repudiado y lloró amargamente. Después me entregó una carta para ti. ¡Y por eso he venido a visitarte, oh, rey!

    Dicho esto, sacó la carta y se la entregó al monarca. Después de leerla, el rey se escondió el rostro en la manga y dijo con un suspiro:

    —Esto es culpa mía. Elegí a un marido despreciable para ella. En lugar de disfrutar de la felicidad, está sufriendo en una tierra lejana. Tú eres un desconocido y aun así has estado dispuesto a ayudarla. Por eso te estoy muy agradecido.

    Empezó a sollozar una vez más y todos los que estaban a su alrededor también lloraron. A continuación el monarca entregó la carta a un criado, que la llevó al interior de palacio; pronto los lamentos se escucharon en las habitaciones interiores.

    El rey se alarmó y se dirigió a un oficial:

    —¡Ve y diles que no hagan tanto ruido al llorar! Temo que Tsian Tang lo oiga.

    —¿Quién es Tsian Tang? —le preguntó Liu I.

    —Es mi querido hermano —respondió el rey—. Antes era el gobernante del río Tsian-Tang, pero fue derrocado.

    —¿Por qué no puede enterarse del asunto?

    —Es incontrolable y muy bruto —le respondió el rey—; temo que cause un gran daño. El diluvio que cubrió la tierra durante nueve largos años en la época del emperador Yau fue obra de su furia. Discutió con uno de los habitantes del cielo y provocó una enorme inundación que cubrió las cimas de cinco altas montañas. Entonces el regente celestial se enfadó con él y me encargó su custodia. Tuve que encadenarlo a una columna de mi palacio.

    Antes de que hubiera terminado de hablar, se levantó un gran alboroto que dividió los cielos e hizo temblar la tierra; el palacio se sacudió y a su alrededor se elevó una gran nube de humo. Un dragón rojo de trescientos metros de longitud con los ojos encendidos, la lengua de un rojo sangre, escamas escarlatas y una feroz barba apareció de repente. Arrastraba por el aire la columna a la que lo habían encadenado, y también la cadena. Rayos y truenos bramaban alrededor de su cuerpo; granizo y nieve, lluvia y pedrisco se arremolinaban a su alrededor. Se escuchó el rugido de un trueno, levantó el vuelo y desapareció.

    Liu I se tiró al suelo, aterrado. El rey lo ayudó a levantarse con su propia mano.

    —¡No temas! Ese era mi hermano. Parece dirigirse al Ging Dschou y está muy enfadado. ¡Pronto tendremos buenas noticias!

    Entonces ordenó que sirvieran comida y bebida a su invitado. Cuando Liu I ya había vaciado su copa tres veces, se levantó una suave brisa y comenzó a caer una delicada llovizna. Un joven vestido de púrpura y con un elegante sombrero hizo su aparición. Llevaba una espada en el costado y su apariencia era masculina y heroica. A su lado caminaba una joven hermosísima vestida con una túnica de nebulosa fragancia. Y cuando Liu I la miró, ¡oh, sorpresa! Era la princesa dragón a la que había conocido en su viaje de regreso. La recibió una multitud de alegres doncellas con vestidos rosados que la condujo al interior del palacio. El rey presentó el joven a Liu I.

    —Este es Tsian Tang, mi hermano.

    Tsian Tang le dio las gracias por haber entregado el mensaje. Después se dirigió a su hermano:

    —He luchado contra esos malditos dragones y los he derrotado.

    —¿A cuántos has matado?

    —A seiscientos mil.

    —¿Ha resultado dañado algún campo?

    —Destruimos la tierra en un radio de mil doscientos kilómetros.

    —¿Y dónde está el cruel esposo de mi hija?

    —¡Me lo comí vivo!

Tsian Tang sacó una bandeja de ámbar rojo en la que había un granate.

    

    Entonces el rey se alarmó.

    —Lo que hizo ese veleidoso muchacho fue intolerable, es cierto. Pero aun así has sido un poco rudo con él; en el futuro no deberías hacer esas cosas.

    Y Tsian Tang le prometió no hacerlo.

    Aquella noche agasajaron a Liu I con un banquete en el castillo. Música y baile prestaron encanto al festín. Un millar de guerreros con estandartes y lanzas se cuadraron ante ellos. Sonaron trombones y trompetas; tambores y tamboriles retumbaron y repiquetearon mientras los guerreros ejecutaban una danza bélica. La música narraba cómo había roto Tsian Tang las filas enemigas y al invitado se le puso el vello de punta al escucharla. Después volvió a sonar la música de los violines, flautas y pequeñas campanillas doradas. Un millar de doncellas vestidas con seda escarlata y verde bailaron al compás. También se cantó el regreso de la princesa al son de una melodía triste y sencilla que hizo que los ojos de los presentes se llenaran de lágrimas. El rey del mar de Dungting estaba loco de alegría. Levantó su copa y bebió a la salud de su invitado; dio a Liu I las gracias en verso, y Liu I le respondió con un brindis rimado. La multitud de cortesanos de palacio aplaudió. Entonces, el rey del mar de Dungting sacó un tonel azul en el que estaba guardado el cuerno de un rinoceronte que tenía el poder de dividir las aguas. Tsian Tang sacó una bandeja de ámbar rojo en el que había un granate. Entregaron estos presentes a su invitado, y el resto de moradores de palacio le entregaron bordados, brocados y perlas. Liu I sonrió, rodeado de objetos brillantes, e hizo reverencias en todas direcciones. Cuando el banquete terminó, durmió en el Palacio del Fulgor Helado.

    Al día siguiente celebraron otro banquete. Tsian Tang se le acercó y le dijo:

    —La princesa del mar de Dungting es hermosa y delicada. Tuvo la mala suerte de ser repudiada por su marido, pero su matrimonio ya se ha anulado. Me gustaría encontrar otro marido para ella. Si tú quisieras, sacarías buen provecho de ello. Pero, si no estás dispuesto a casarte con ella, deberías seguir tu camino. En ese caso, si volviéramos a encontrarnos, fingiría que no te conozco.

    Liu I se enfadó por la brusquedad de las palabras de Tsian Tang. Se le subió la sangre a la cabeza y le contestó:

    —Os he hecho de mensajero porque sentí lástima por la princesa, no para obtener un beneficio. Ningún hombre honesto asesinaría al marido para secuestrar a su mujer. Y como no soy más que un hombre normal, preferiría morir antes de hacer lo que dices.

    Tsian Tang se incorporó para disculparse.

    —Me he precipitado al hablar. Espero que no te lo tomes a mal.

    El rey del mar de Dungting lo apaciguó y regañó a Tsian Tang por su brusquedad. Y ya no se habló más sobre matrimonio.

    Al día siguiente, Liu I preparó su partida y la reina del mar de Dungting celebró un banquete de despedida en su honor.

    —Mi hija está en deuda contigo —le dijo la reina con lágrimas en los ojos—, y no hemos tenido la oportunidad de compensarte. ¡Ahora que te vas nos dejas el corazón apesadumbrado!

    Entonces ordenó a la princesa que diera las gracias a Liu I.

    La princesa se sonrojó.

    —Seguramente no volveremos a vernos —le dijo. Y las lágrimas ahogaron su voz.

    Aunque Liu I había rechazado la impulsiva petición de su tío, se sintió triste al ver a la encantadora princesa ante él. Sin embargo, se controló y se marchó. Los tesoros que llevaba consigo poseían un valor incalculable. El rey y su hermano lo escoltaron hasta el río.

    Cuando regresó a su casa, vendió una centésima parte de lo que había recibido y su fortuna se incrementó varios millones, así que era el más rico de todos sus vecinos. Decidió buscar una esposa y oyó hablar de una viuda que vivía en el norte con su hija. Su padre se había convertido al taoísmo en sus últimos años y había desaparecido para nunca volver. La madre vivía en la pobreza pero, como su hija poseía una hermosura sin igual, estaba buscando a un marido distinguido para ella.

    Liu I estaba satisfecho con la elección y se fijó el día de la boda. Aquella noche, cuando vio a la novia sin velo, pensó que se parecía a la princesa dragón. Le preguntó la razón del parecido, pero ella sonrió y no dijo nada.

    Después de un tiempo, el cielo les envió un hijo. Entonces, la mujer le dijo a su marido:

    —Hoy debo confesarte que en realidad soy la princesa del mar de Dungting. Cuando rechazaste la proposición de mi tío y te marchaste, enfermé de nostalgia y estuve a punto de morir. Mis padres querían mandar a buscarte, pero temían que me rechazaras de nuevo. Por eso me casé contigo disfrazada de doncella humana. No me he atrevido a contártelo hasta ahora pero, como el cielo nos ha enviado un hijo, espero que sigas queriéndome.

    Entonces Liu I despertó, como si hubiera estado sumido en un profundo sueño, y desde ese momento ambos se amaron mucho el uno al otro.

    —Si deseas quedarte conmigo para siempre —le dijo un día su esposa—, no podemos seguir viviendo en el mundo de los hombres. Los dragones vivimos diez mil años y tú podrías compartir nuestra longevidad. ¡Vuelve conmigo al mar de Dungting!

    Pasaron diez años y nadie sabía dónde estaba Liu I, pues había desaparecido. Un día, por casualidad, un familiar que navegaba por el mar de Dungting vio emerger del agua una montaña azul.

    Los marineros gritaron, asustados.

    —¡En este lugar no hay ninguna montaña! ¡Debe ser un demonio acuático!

    Todavía estaban señalando y gritando cuando la montaña se acercó al barco y un bote de alegres colores se deslizó desde su cima hasta el agua. En el centro había un hombre sentado, con hadas a cada lado. El hombre era Liu I. Llamó a su primo, que se levantó las perneras y subió al bote con él. Pero, al hacerlo, el bote se convirtió en una montaña. Sobre la montaña se alzaba un magnífico castillo y en el castillo estaba Liu I, rodeado de comodidades y con música de violines.

    Se saludaron y Liu I le dijo a su primo:

    —¡Solo hemos estado separados un momento y ya tienes el cabello gris!

    —Tú eres un dios y yo un mortal —le respondió su primo—. Esto es lo que el destino ha querido para nosotros.

    Entonces Liu I le entregó cincuenta píldoras.

    —Cada píldora alargará tu vida un año. Cuando hayas vivido todos estos años, ven a verme y dejarás de vivir en el mundo terrenal, donde no hay más que penurias y problemas.

    A continuación lo llevó de vuelta a la orilla y desapareció.

    Su primo se retiró del mundo y cincuenta años después, cuando ya se había tomado todas las píldoras, desapareció y jamás volvieron a verlo.

        1 En China se usa habitualmente la misma palabra para nube y oveja


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