sábado, 30 de marzo de 2019

La campana del reloj de Palacio

Leyenda y origen del nombre de las calles del Reloj (ahora
de la República Argentina)
El aspecto de nuestros edificios ha variado mucho, a pesar de haber estado destinados
a un mismo objeto.
La explicación es natural y sencilla, pues unas veces los temblores, otras los
incendios, y las más el gusto que cada época ha querido imprimir a la arquitectura,
son causas suficientes para justificar tan distintos cambios.
El Palacio Nacional de México es una prueba de lo que decimos. Durante su
existencia secular, ha sufrido innumerables modificaciones, tantas, que sería hoy casi
imposible enumerar tan sólo las que se han hecho en uno de los patios, porque donde
había una ventana se ha abierto una puerta, donde existía un corredor se ha levantado
una escalera, y donde se hallaba un entresuelo ahora se encuentra un pasadizo bajo.
No sucede así con la parte exterior.
Aunque no son pocas las reparaciones que se han ejecutado en la fachada, ésta ha
tenido en lo general dos aspectos: uno desde 1562 en que se tomó posesión del
edificio —hasta el 8 de junio de 1692 en que fue incendiado por la plebe— y otro
desde 1693 en que comenzó a reedificarse, hasta nuestros días.
En el primer periodo, es decir, durante la segunda mitad del siglo XVI y gran parte
del XVII, el Palacio presentaba el aspecto de una fortaleza, con torreones en las
esquinas, troneras de trecho en trecho, y dos puertas grandes que correspondían a las
hoy situadas en el centro y hacia el Sur. El segundo piso estaba formado, como ahora,
por una serie de balcones, pero más bajos y anchos, sobre dos de los cuales estaban
las armas del Rey y del Conde Galve, en sendos escudos.
Durante el segundo periodo, siglos XVIII y XIX, la fachada cambió mucho, y sin
seguirse un plan conveniente, las antiguas troneras del primer cuerpo se
transformaron en ventanas, con rejas toscas y feas, y las puertas se fueron
concluyendo poco a poco; la principal, en el reinado de Carlos II (1665 a 1700); la de
la parte Sur, en tiempo de Felipe V (1700 a 1724), y la del Norte, que fue la última,
bajo la presidencia de Mariano Arista, por lo que es aún conocida por Puerta
Mariana. A mediados del siglo XVIII el Palacio estaba ya almenado y donde
estuvieron los ángeles de bronce, existían escudos con las armas reales, así como a un
lado y otro de la puerta del centro.
Lo que sí ha conservado siempre el edificio en la fachada, es su aspecto pesado, y
nada artístico ni en su conjunto ni en sus detalles. Y también conservó hasta 1867,
encima del cubo del antiguo reloj y pendiente de un arco, una tradicional campana,
cuya historia será asunto del capítulo presente.[25]
La campana fue de regulares dimensiones. En la parte superior, a modo de asa
tenía una corona imperial sostenida por dos leones. En uno de sus lados, en relieve,
una águila de dos cabezas soportando con sus garras un escudo, es decir, las armas de
la Casa de Austria, y en el otro un Calvario de Cristo, la Virgen, San Juan y la
Magdalena. Por último, cerca de los labios las primeras palabras de la Salve en Latín
y una inscripción que decía:
MAESE RODRIGO ME FECIT, 1530
La campana fue, pues, más antigua que nuestro Palacio; y su origen y venida a
México son una conseja, que cierta o no, referiremos a continuación, por ser original
y curiosa.
Y va de cuento.
Fue el caso, que en un pueblecillo de España, cuyo nombre no consigna la
historia, había una iglesia con su respectiva torre, y en ésta varias campanas, de las
cuales sólo ha pasado a la posteridad la hecha por Maese Rodrigo.
Pues señor, una noche, por más señas de la temporada de Pascua, dormía el
pueblo cubierto por la obscuridad, sin que el menor ruido lo despertase, cuando de
repente, a las doce poco más o menos, comenzó a tocar la campana susodicha; pero
tan recio como si estuviera atacada de una excitación nerviosa la persona que la hacía
sonar.
Tocarse la campana y alborotarse el pueblo fue todo uno. Cantaron los gallos,
ladraron los perros, balaron las ovejas y mugieron los bueyes; se encendieron luces
por todas partes, se abrieron puertas y ventanas, y los beatíficos y pacientes vecinos
comenzaron a levantarse y a preguntar qué era aquello.
¡Quién arrojó las sábanas del lecho lo más pronto que pudo, figurándose que se
trataba de una quemazón, quién se persignó devotamente creyendo que había
aparecido en el cielo una culebra de agua, quién por último, conspirador
empedernido, pensó que la causa de los suyos había triunfado y que entraban
victoriosos en el pueblo!
Sin embargo, el sobresalto y terror aumentó muchísimo, cuando se convencieron
que el repique no era producido por ninguna de esas causas, y cuando escucharon que
la campana seguía tocando, loca, frenética, como si cien legiones de diablos agitaran
la cuerda que pendía de su badajo.
Todos, sin distinción de sexos ni edades, fueron al cementerio de la iglesia,
llevando in capite al señor Cura, al señor Alcalde y a sus mercedes los alguaciles, y
cuando hubieron llegado, el señor Alcalde a la cabeza de sus esbirros, se dirigió con
calor hacia la torre, cuya puerta podrida y apolillada, cedió a sus primeros empujes;
entró, subió la escalera, llegó al cuarto del campanero, y aquí su admiración fue
indescriptible, «al ver que ni allí, ni en la torre y bóvedas había alma viviente, a
excepción de un gato que no pudo tocar la campana». Recorrió una y muchas veces
aquellos sitios sin hallar la causa del repique, y cansado, «replegó sus fuerzas», no sin
dejar un centinela de vista a la entrada de la torre.
Salir la autoridad, interrogarlo los vecinos, no responder satisfactoriamente, y
aumentar el pánico, fueron cosas simultáneas.
El suceso era único, sorprendente, maravilloso. Lloraban a lágrima viva los
muchachos y las mujeres, principalmente las ancianas pedían al señor Cura, postradas
de rodillas, que conjurase a la campana, que la rociase de agua bendita, pues estaba
posesa del demonio; y que éste había enviado una cohorte de espíritus malignos para
que dieran aquel convulsivo y violento repique.
Mucha tinta gastaríamos si quisiéramos pintar la agitación de los habitantes del
pueblo en aquella memorable noche, y para no fastidiar diremos que después del
repique ya nadie pegó los ojos, venciendo el temor al sueño.
Al día siguiente, el señor Alcalde citó a los principales vecinos, y levantó una
información que dio este resultado: que el campanero no había dormido esa noche en
la iglesia y que la campana había tocado sola.
Para aquellos tiempos el caso era grave, delicado, trascendental, y se convino
remitir el expediente a la Corte. En Madrid fue inmenso el ruido que causó la
campana: Gacetas, Mercurios y Diarios no hablaron de otra cosa en muchos días.
Se remitió el expediente al Consejo, y éste lo pasó al Fiscal para que diera su
dictamen.
«El Fiscal —dice un autor antiguo— se impuso seriamente de todos los
pormenores, registró sus grandes volúmenes de derecho y algunos de la historia
nacional y extranjera; escribió, borró y volvió a escribir; y al cabo de algunas
semanas, el formidable dictamen tenía una resma de papel. ¡Qué erudición tan selecta
y peregrina!, ¡qué abundancia de citas y leyes!, ¡qué reflexiones tan oportunas y
profundas!, ¡qué argumentos tan urgentes!, ¡qué estilo tan fluido, tan espontáneo, tan
preciso! Basta saber que no hubo campana o esquila de que no diese el Fiscal la
historia más exacta: habló hasta de las campanas de Turquía en donde, según autores,
no se conocen. De todo esto concluyó que el diablo tuvo una parte directa o indirecta
en el asunto».
Se citó el día para la audiencia. El Fiscal comenzó a leer el expediente: a las
cuatro horas tenía la boca seca y los ojos bizcos, por lo cual los jueces ordenaron
suspender la lectura. Duró esta cuatro días y al fin llegó la hora de discutir entre los
magistrados, los cuales, después de seis horas de acalorados debates, convinieron en
aprobar el pedimento fiscal en todos sus puntos, y «vinieron los jueces en acordar y
acordaron, en mandar y mandaron»:
1.º Que se diera por nulo y de ningún valor el repique de la campana.
2.º Que a ésta se le arrancara la lengua o badajo para que en lo sucesivo no osase
sonar motu proprio y sin auxilio del campanero.
3.º Que saliese desterrada la campana de aquellos dominios para las Indias.
Previas las formalidades del caso, la sentencia se ejecutó en todas sus partes.
La campana, sin lengua o badajo, fue embarcada en un navío de una de tantas flotas
que partían a Nueva España.
Llegó a México donde debía de extinguir su condena, y aquí estuvo arrinconada
en un corredor de Palacio, en el cual todos la contemplaban con «admiración y
respeto».
El Virrey, D. Juan Francisco de Güemes y Horcasitas, Primer Conde de Revilla
Gigedo, concluyó la reposición del Palacio comenzada en tiempo de otro Virrey, La
Cerda, y considerando que aquella campana no podía estar ociosa, pero sin atreverse
a ponerle badajo por no contravenir las órdenes de España, la destinó a ser colocada
arriba del reloj, en cuyo sitio muchos la conocieron, pues no fue quitada de allí sino
hasta diciembre de 1867.
Entonces se mandó fundirla; mas al verificarlo se descompuso el metal, y así
acabó la histórica campana, que duró 337 años, que dio origen a una célebre
información y a un originalísimo destierro.
¡Que el fuego le haya sido leve!
Conocida la historia de la legendaria campana, sería injusticia no consignar la de su
contemporáneo el Reloj.
La mención más antigua la hizo en 1554, el Dr. y Maestro Don Francisco
Cervantes de Salázar, en sus exquisitos Diálogos, cuando Alfaro al llegar a la esquina
de la calle de Tacuba y la Plaza, pregunta y exclama:
«—… ¿Pero qué significan aquellas pesas colgadas de unas cuerdas? ¡Ah! No
había caído en cuenta: son las del reloj».
Y su interlocutor Zuazo, agrega:
«—En efecto; y está colocado en esa elevada torre que une ambos lados del
edificio, para que cuando da la hora, la oigan en todas partes los vecinos».
El edificio a que aludían en su conversación, Alfaro y Zuazo, era la Casa del
Estado que perteneció a Hernán Cortés, situada en la calle del Empedradillo, donde
como es sabido residieron los primeros gobernantes de la Colonia, las dos primeras
Audiencias y los primeros Virreyes, hasta que comprado el actual Palacio Nacional
en 1562, por los monarcas españoles, se trasladaron las autoridades a él después de
esa fecha.
Comentando esto el erudito anotador de Cervantes Salazar, Don Joaquín García
Icazbalceta, dice:
«El Reloj estaba, pues, en la torre o pieza de la esquina de las calles de Tacuba y
Empedradillo. En las Ordenanzas de Audiencia, dadas en México a 23 de abril de
1528, se manda que para guardar mejor y más ordenadamente lo prevenido respecto a
la asistencia de los oidores “esté continuamente un reloj en lugar conveniente para
que lo puedan oír”. Acaso a esta disposición se debió la colocación del reloj en la
torre de la esquina. Después, cuando la Audiencia se trasladó al actual Palacio, pasó
con ella el reloj, y dio su nombre a seis calles de las que corren hacia el Norte en la
misma línea del frente de Palacio».
Como verdad indiscutible todos los historiadores de nuestros días habían
apadrinado la opinión anterior, pero he aquí que nuestro incansable amigo D. Nicolás
Rangel, que ha hecho un registro paciente y minucioso de las actas de Cabildo de la
ciudad de México, se encuentra una que se remonta al siglo XVI, y en la que se
menciona una casa situada en una de las calles que llevaron el nombre del Reloj y en
la cual se pensó colocar o se colocó uno, que muy bien pudo ser el origen del nombre
de la Avenida de la República Argentina.
Dice así el documento:
ACTA DE
CABILDO
DE 27 DE
AGOSTO
DE 1548
AÑOS.
Lizencia al lizenciado pedro lopez. Este día dixeron que por quanto el
lizenciado pedro lopez bezino desta cibdad a pedido en ella se le haga
merced e dé lizencia para que pueda hazer en unas casas que haze en esta
cibdad en la calle que biene destapalapa y ba a santiago linde con casas de
antonio de la cadena saque un relox a fuera en la portada de la dicha calle
y en toda la obra de las dichas casas en ambas calles por que se ofrece
quiere hazer toda la dicha obra en la delantera de las dichas casas de
canteria alto y bajo.
Título de
lizencia al
lizenciado
pedro
lopez
sobre la
delantera
de la obra
que
quiere
hazer.
Y bisto por esta cibdad que la dicha obra es policia y ornato della le
dieron la dicha lizencia para que pueda hazer el dicho relox conforme y
del tamaño que está comensado a la esquina de las dichas casas con que
haga la dicha obra de cantería segun que está ofrecido y con aquel relox
que sacare en la portada no salga mas del dicho relox que tiene
comensado e con que al juntar que junte la dicha obra con las casas y
solares de las dichas sus casas lindero fenesca la dicha obra borneada bia
derecha con las dichas casas linderos y no guardaddo qualesquier cosa de
la suso dicho se le quite lo que de otra manera se hiziere a costa del dicho
lizenciado pedro lopez y mandaronle dar titulo dello en forma.
Juan de Carbajal.—Bernardino Bazquez de Tapia.—Gonzalo Ruyz.—Ruy
González.—Pedro de Billegas.—Gonzalo de Salazar.—Pedro de
Medinilla.—García de Bega.—Gerónimo Lopez.—Miguel Lopez.
No he podido comprobar si llegó a colocarse el reloj a que se refiere el acta
preinserta, y la duda aumenta con la descripción que de dichas casas hace el
mencionado Cervantes Salazar, pues Alfaro vuelve a preguntar y Zuazo le responde,
lo que contiene en los párrafos que siguen:
«¿De quién son estas casas cuya fachada de piedra la eleva todo a plomo, con una
majestad que no he notado en otras? Hermoso es el patio, y le adornan mucho las
columnas, también de piedra, que forman portales a los lados. El jardín parece
bastante ameno, y estando abiertas las puertas, como ahora lo están, se descubre
desde aquí.
»Estas casas fueron del Doctor López, médico muy hábil y útil a la República.
Ahora las ocupan sus hijos, que son muchos, y no degeneran de la honradez de su
padre».
Pero sea que las calles que nos ocupan hayan tomado su nombre del Reloj de
Palacio o del de las casas del Doctor Pedro López, lo cierto es que en 1565 todavía se
llamaba a esas calles con la designación primitiva de Itztapalapan, que desde a raíz
de la Conquista tuvieron todas las que corrían desde San Antonio Abad, hasta
Santiago Tlaltelolco, y donde según refiere el propio Cervantes Salazar, ostentaron en
ambas aceras sus casas, «los nobles e ilustres Mendozas, Zúñigas, Altamiranos,
Estradas, Ávalos, Sosas, Alvarados, Sayavedras, Avilas, Benavides, Castillas,
Villafañes y otras familias…».
Para terminar diremos que tampoco hemos podido saber cuándo y cómo fue
quitado el vetusto reloj virreinal, y respecto a la campana de la Independencia, que
existe ahora encima del balcón principal de Palacio, no fue colocada sino hasta el 14
de septiembre de 1896.

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