sábado, 30 de marzo de 2019

La Calle de Chavarría

(2.ª del Maestro Justo Sierra)
Noche lúgubre, según las crónicas de nuestras antiguallas, fue la del 11 de diciembre
de 1676 para los buenos habitantes de la Muy Noble y Leal ciudad de México, pues a
las siete, estándose celebrando el aniversario de la aparición de la virgen de
Guadalupe en la iglesia de San Agustín, se incendió ésta, comenzando por la plomada
del Reloj.
¡Considérese la consternación y espanto de aquellas benditas y devotas gentes al
ver que el fuego devoraba un templo tan antiguo y tan suntuoso! ¡Considérese la
imposibilidad de contener tan voraz elemento en aquellos remotos tiempos, en que las
bombas eran desconocidas, en que las llaves de agua sólo servían para satisfacer la
sed, y en los que para sofocar el fuego se acudía al derrumbe y a la presencia de las
imágenes, y de las comunidades que llevaban cartas fingidas de los santos
fundadores, en las que éstos simulaban desde el Cielo mandar que cesara el incendio!
¡Qué noche! ¡La gente salía en tropel de la iglesia y empujada por el terror,
sofocada por el humo, iluminada por las llamas! Los frailes agustinos por su parte
abandonaban el convento temerosos de que el fuego devorase las celdas. En pocos
instantes la calle estaba completamente llena de una multitud abigarrada, que con los
ojos abiertos y casi salidos de sus órbitas por el terror, veía impotente que el fuego
lamía, se enroscaba y devoraba impetuoso al templo.
La multitud, repito, era heterogénea. Los curiosos, los devotos que habían
quedado, los agustinos, las órdenes de otros conventos, que habían acudido con sus
Santos Estandartes y cartas de sus patronos, los regidores de la ciudad, los oidores, y
el Virrey Arzobispo Don Fr. Payo Enríquez de Rivera, que personalmente tomaba
parte activa dictando cuantas medidas juzgaba conducentes, para que el fuego no se
comunicara al convento y cuadras circunvecinas, como lo consiguió.
Pero cuando era mayor la confusión, en el incendio, cuando la gente apiñada
frente a la ancha puerta de la iglesia, veía salir de ésta lenguas colosales de fuego,
gigantescas columnas de humo, infinidad de chispas que arrebataba el viento; cuando
el calor sofocante, exhalado como el aliento de un monstruo, brotaba de aquella
puerta y se comunicaba hasta la acera de enfrente, haciendo reventar los cristales de
las vidrieras de las casas, la multitud presenció una escena que a todos hizo por lo
pronto enmudecer de espanto…
Un hombre como de cincuenta y ocho años de edad; pero fuerte y robusto, que
vestía el traje de Capitán y ceñía espadín al cinto, se abrió paso con esfuerzo entre la
multitud, y solo, sin que nadie se diera cuenta de lo que iba a hacer, penetró en la
iglesia cuyos muros estaban ennegrecidos por el humo; subió impasible las gradas del
altar mayor; trepó con agilidad sobre la mesa del ara; alzó el brazo derecho y con
fuerte mano tomó la custodia del Divinísimo, rodeada en esos instantes de un nueve
resplandor —el resplandor espantoso del incendio—, y con la misma rapidez que
había penetrado al templo y subido al altar, bajó y salió a la calle, sudoroso, casi
ahogado, aunque lleno de piadoso orgullo, empuñando con su diestra la hermosa
custodia, a cuyos pies cayó de rodillas, muda y llena de unción, la multitud atónita…
Pasó el tiempo. De aquel incendio que destruyó la vieja iglesia de San Agustín en
menos de dos horas, pero cuyo fuego duró tres días, sólo se conservó el recuerdo en
las mentes asustadas de los que tuvieron la desgracia de presenciarlo.
Sin embargo, al reedificarse una de las casas de la acera que ve al norte, de la
calle que entonces se llamaba de los Donceles, situada entre las que llevaban los
nombres de Montealegre y Plaza de Loreto, los buenos vecinos de la muy noble
ciudad de México, contemplaron sobre la cornisa de la casa nueva un nicho, no la
escultura de algún santo como era entonces costumbre colocar, sino un brazo de
piedra en alto relieve, cuya mano empuñaba una custodia también de piedra…
La casa aquella, que con ligeras modificaciones se conserva aún en pie en
nuestros tiempos, fue del Capitán D. Juan de Chavarría, uno de los más ricos y más
piadosos vecinos de la ciudad de México, que había salvado a la custodia del
Divinísimo en la lúgubre noche del 11 de diciembre de 1676.
¿Quién le concedió la gracia de ostentar aquel emblema de su cristiandad en el
nicho de la parte superior de su casa? ¿Fué el Rey a cuyos oídos llegó el suceso, el
Virrey-Arzobispo que lo presenció, o él tuvo tal idea como satisfecho de haber
cumplido un acto edificante? Ningún manuscrito ni libro impreso lo dice. La antigua
tradición sólo refiere el episodio del incendio, y lo que sí consta de todo punto es, que
la casa número 4 de Chavarría, ahora 2.ª del Maestro Justo Sierra, fue en la que
habitó durante el siglo XVII aquel varón acaudalado y piadoso.
Pocas noticias biográficas tenemos acerca del Capitán D. Juan de Chavarría.
Nació en México y se le bautizó en el Sagrario el 4 de junio de 1618. Se casó con
doña Luisa de Vivero y Peredo, hija de D. Luis de Vivero, 2.º Conde del Valle de
Orizaba, y de doña Graciana Peredo y Acuña, de cuyo matrimonio tuvo Chavarría
tres hijos.
Fue hombre muy religioso y gran limosnero. A sus cuidados se reedificó la iglesia
de San Lorenzo, de la cual fue patrón, y en la tarde del 26 de diciembre de 1652 en
ella se le dio el hábito de Santiago, ante lucida concurrencia y con asistencia del
Virrey.
Don Juan de Chavarría murió en México y en su mencionada casa el 29 de
noviembre de 1682, legando una fortuna de unos 500,000 pesos, y como a patrono
que era de San Lorenzo, sobre su sepulcro se le erigió una estatua de piedra, que lo
representaba hincado de rodillas sobre un cojín y en actitud devota.
Hoy ya no existe el monumento sepulcral levantado a su memoria. Su buena fama
dio nombre a una calle, y el símbolo de su piedad se conserva en el antiguo nicho de
la vieja casa de su morada.

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