viernes, 29 de marzo de 2019

EL ÚLTIMO AMOR DEL PRÍNCIPE GENGHI

Cuando Genghi el Resplandeciente, el mayor seductor que jamás se vio en Asia,
cumplió los cincuenta años, se dio cuenta de que era forzoso empezar a morir. Su
segunda mujer, Murasaki, la princesa Violeta, a quien tanto había amado, pese a
muchas infidelidades contradictorias, lo había precedido por el camino que lleva a
uno de esos Paraísos adonde van los muertos que han adquirido algunos méritos en el
transcurso de esta vida cambiante y difícil, Genghi se atormentaba por no poder
recordar con exactitud su sonrisa, ni la mueca que hacía cuando lloraba. Su tercera
esposa, la Princesa-del-Palacio-del-Oeste, lo había engañado con un pariente joven, al
igual que él engañó a su padre, en los días de su juventud, con una emperatriz
adolescente. Volvía a representarse la misma obra en el teatro del mundo, pera él
sabía que esta vez sólo le tocaba hacer el papel de viejo, y prefería el de fantasma.
Por eso distribuyó sus bienes, dio pensiones a sus servidores y se dispuso a terminar
sus días en una ermita que había mandado construir en la ladera de la montaña.
Atravesó la ciudad por última vez, seguido tan sólo por dos o tres adictos compañeras
que no se resignaban a decirle adiós a su propia juventud. Pese a ser hora temprana,
algunas mujeres pegaban el rostro contra los listones de las persianas. Comentaban en
voz alta que Genghi era muy apuesto aún, lo que demostró una vez más al príncipe
que ya era hora de marcharse.
Tardó tres días en llegar a la ermita situada en medio de un paisaje fragoso. La
casita se erguía al pie de un arce centenario; como era otoño, las hojas de aquel
hermoso árbol cubrían el techo de paja con techumbre de oro. La vida en aquellas
soledades resultó ser más sencilla y más dura todavía de lo que había sido durante un
largo exilio en el extranjero, que Genghi tuvo que soportar allá en su juventud
tempestuosa, y aquel hombre refinado pudo gozar por fin a gusto del lujo supremo
que consiste en prescindir de todo. Pronto se anunciaron los primeros fríos; las
laderas de la montaña se cubrieron de nieve, como los amplios pliegues de esas
vestiduras acolchadas que se llevan en el invierno, y la niebla terminó por ahogar al
sol. Desde el alba al crepúsculo, a la débil luz de un escaso brasero, Genghi leía las
Escrituras y encontraba un sabor a los versículos austeros del que carecían, según él,
los patéticos versos de amor. Mas pronto advirtió que la vista se le debilitaba, como si
todas las lágrimas vertidas por sus frágiles amantes le hubieran quemado los ojos, y
se vio obligado a percatarse de que, para él, las tinieblas empezarían antes de que
llegara la muerte. De cuando en cuando, un correo aterido de frío llegaba renqueando
hasta él desde la capital, con los pies hinchados de cansancio y de sabañones, y le
presentaba respetuosamente unos mensajes de parientes o de amigos que deseaban ir
a visitarlo una vez más en este mundo, antes de que llegara la hora de los encuentros
infinitos e inciertos en el otro. Pero Genghi temía inspirar a sus huéspedes respeto o
compasión, dos sentimientos que le horrorizaban y a los que prefería el olvido. Movía
tristemente la cabeza, y aquel príncipe —en otros tiempos famoso por su talento de
poeta y de calígrafo— enviaba al mensajero con una hoja de papel en blanco. Poco a
poco, las comunicaciones con la capital se fueron espaciando; el ciclo de las fiestas
estacionales continuaba girando lejos del príncipe que antaño las dirigía con un
movimiento de su abanico, y Genghi, abandonándose sin pudor a las tristezas de la
soledad, empeoraba sin cesar la enfermedad de sus ojos, pues ya no le daba
vergüenza llorar.
Dos de sus antiguas amantes le habían propuesto compartir con él su aislamiento
lleno de recuerdos. Las cartas más tiernas provenían de la Dama-del-pueblo-de-lasflores-
que-caen: era una antigua concubina de no muy alta cuna y de mediana
belleza; había servido fielmente como dama de honor a las demás esposas de Genghi
y, durante dieciocho años, amó al príncipe sin cansarse jamás de sufrir. Él le hacía
visitas nocturnas de vez en cuando, y aquellos encuentros, aunque escasos como las
estrellas en la noche de lluvia, habían bastado para iluminar la pobre vida de la
Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen. Al no hacerse ilusiones ni sobre su belleza,
ni sobre su talento, ni sobre la nobleza de su linaje, sólo la Dama entre tantas amantes
conservaba una dulce gratitud hacia Genghi, pues no le parecía natural que él la
hubiera amado.
Como sus cartas permanecían sin respuesta, alquiló un modesto carruaje y subió a
la cabaña del príncipe solitario. Empujó tímidamente la puerta, hecha de un
entramado de ramas; se arrodilló con una humilde sonrisa, para disculparse por estar
allí. Era la época en que Genghi aún reconocía el rostro de sus visitantes cuando se
acercaban mucho. Le invadió una amarga rabia ante aquella mujer que despertaba en
él los más punzantes recuerdos de los días muertos, menos a causa de su propia
presencia que por su perfume, que todavía impregnaba sus mangas, perfume que
habían llevado sus difuntas mujeres. Ella le suplicó tristemente que la dejara quedarse
al menos como sirvienta. Implacable por primera vez, la echó de allí, mas ella había
conservado algunos amigos entre los pocos ancianos que se encargaban del servicio
del príncipe y éstos, en ocasiones, le comunicaban noticias suyas. Cruel a su vez
contra su costumbre, vigilaba desde lejos cómo progresaba la ceguera de Genghi lo
mismo que una mujer, impaciente por reunirse con su amante, espera que caiga por
completo la noche.
Cuando supo que estaba casi del todo ciego, se despojó de sus vestiduras de
ciudad y se puso un vestido corto y de tela basta, como los que llevan las jóvenes
aldeanas; trenzó su pelo a la manera de las campesinas y cargó con un fardo de telas y
cacharros de barro, como los que se venden en las ferias de los pueblos. Vestida de
aquel modo tan ridículo, pidió que la llevaran al lugar donde vivía el exiliado
voluntario, en compañía de los corzos y de los pavos reales del bosque; hizo a pie la
última parte del trayecto, para que el barro y el cansancio le ayudaran a representar
bien su papel. Las lluvias tempranas de primavera caían del cielo sobre la blanda
tierra, ahogando las últimas luces del crepúsculo era la hora en que Genghi, envuelto
en su estricto hábito de monje, se paseaba lentamente a lo largo del sendero del que
sus viejos servidores habían apartado cuidadosamente el menor guijarro, para impedir
que tropezara. Su rostro, como vacío, ausente, deslustrado por la proximidad de la
vejez, parecía un espejo emplomado donde antaño se reflejó la belleza, y la Damadel-
pueblo-de-las-flores-que-caen no necesitó fingir para ponerse a llorar.
Aquel rumor de sollozos femeninos hizo estremecerse a Genghi, quien se orientó
lentamente hacia el lado de donde procedían aquellas lágrimas.
—¿Quién eres tú, mujer? —preguntó con inquietud.
—Soy Ukifine, la hija del granjero So-Hei —dijo la Dama sin olvidarse de
adoptar un acento de pueblo—. Fui a la ciudad con mi madre, para comprar unas telas
y unas cacerolas, pues me voy a casar para la próxima luna. Me he perdido por los
senderos de la montaña, y lloro porque me dan miedo los jabalíes, los demonios, el
deseo de los hombres y los fantasmas de los muertos.
—Estás empapada, jovencita —le dijo el príncipe poniéndole la mano en el
hombro.
Y en efecto, estaba calada hasta los huesos. El contacto de aquella mano tan
familiar la hizo estremecerse desde la punta de los cabellos hasta los dedos de sus
pies descalzos, pero Genghi supuso que tiritaba de frío.
—Ven a mi cabaña —dijo el príncipe con voz prometedora—. Podrás calentarte
en mi fuego, aunque hay en él menos carbón que cenizas. La Dama lo siguió,
poniendo gran cuidado en imitar los andares torpes de las campesinas. Ambos se
pusieron en cuclillas delante del fuego, que estaba casi apagado. Genghi tendía sus
manos hacia el calor, pero la Dama disimulaba sus dedos, harto delicados para
pertenecer a una muchacha del campo.
—Estoy ciego —suspiró Genghi al cabo de un instante—. Puedes quitarte sin
ningún escrúpulo tus vestidos mojados, jovencita, calentarte desnuda delante de mi
fuego.
La Dama se quitó dócilmente su traje de campesina. El fuego ponía un color
rosado en su esbelto cuerpo, que parecía tallado en el más pálido ámbar. De repente,
Genghi murmuró:
—Te he engañado, jovencita, pues aún no estoy completamente ciego. Te adivino
a través de una neblina que quizá no sea sino el halo de tu propia belleza. Déjame
poner la mano en tu brazo, que tiembla todavía.
Y así es como la Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen volvió a ser amante del
príncipe Genghi, a quien había amado humildemente durante más de dieciocho años.
No se olvidó de imitar las lágrimas y las timideces de una doncella en su primer
amor. Su cuerpo se conservaba asombrosamente joven, y la vista del príncipe era
demasiado débil para distinguir sus canas.
Cuando acabaron de acariciarse, la Dama se arrodilló ante el príncipe y le dijo:
—Te he engañado, príncipe. Soy Ukifine, es verdad, la hija del granjero So-Hei,
mas no me perdí en la montaña; la fama del príncipe Genghi se extendió hasta el
pueblo y vine por mi propia voluntad, con el fin de descubrir el amor entre tus brazos.
Genghi se levantó tambaleándose, como un pino que vacila, sometido a los embates
del invierno y del viento. Exclamó con voz sibilante:
—¡Caiga la desgracia sobre ti, que me traes el recuerdo de mi primer enemigo, el
apuesto príncipe de agudos ojos, cuya imagen me hace estar despierto todas las
noches!… Vete…
Y la Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen se alejó, arrepentida del error que
acababa de cometer.
En las semanas que siguieron, Genghi permaneció solo, sufría mucho. Se
percataba con desaliento de que aún se hallaba a la merced de las añagazas de este
mundo y muy poco preparado para las renovaciones de la otra vida. La visita de la
hija del granjero So-Hei había despertado en él la afición por las criaturas de
estrechas muñecas, largos pechos cónicos y risa patética y dócil. Desde que se estaba
quedando ciego, el sentido del tacto era su único medio de comunicación con la
belleza del mundo, y los paisajes en donde había venido a refugiarse no le
dispensaban ya ningún consuelo, pues el ruido de un arroyo es más monótono que la
voz de una mujer, y las curvas de las colinas o los jirones de las nubes están hechos
para los que ven, y además se hallan harto lejos de nosotros para dejarse acariciar.
Dos meses más tarde, la Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen hizo una
segunda tentativa. Esta vez se vistió y perfumó con cuidado, pero puso atención en
que el corte de sus vestidos fuera algo raquítico y poco atrevido en su misma
elegancia, y que el perfume, discreto pero banal, sugiriese la falta de imaginación de
una joven que procede de una honorable familia de provincias, y que nunca vio la
corte.
En aquella ocasión alquiló unos portadores y una silla imponente, aunque
careciese de los últimos perfeccionamientos de las de la ciudad. Se las arregló para no
llegar a los alrededores de la cabaña de Genghi hasta que no fuera noche cerrada. El
verano se le había adelantado por la montaña. Genghi, sentado al pie del arce, oía
cantar a los grillos. Se acercó a él ocultando a medias su rostro detrás de un abanico y
murmuró confusa:
—Soy Chujo, la mujer de Sukazu, un noble de séptima fila de la provincia de
Yamato. Me dirijo en peregrinación al templo de Isé, pero uno de mis porteadores
acaba de torcerse el tobillo y no puedo continuar mi camino hasta que llegue la
aurora. Indícame una cabaña donde yo pueda alojarme sin temor a las calumnias, para
que mis siervos puedan descansar.
—¿Y dónde puede hallarse más resguardada una mujer de las calumnias que en
casa de un anciano ciego? —dijo amargamente el príncipe—. Mi cabaña es
demasiado pequeña para que quepan en ella tus servidores, pero pueden instalarse
debajo de este árbol. Yo te cederé a ti el único colchón de mi refugio.
Se levantó a tientas para mostrarle el camino. Ni una vez había levantado la
mirada hacia ella y por esta señal la Dama comprendió que se había quedado
completamente ciego.
Cuando ella se hubo tendido en el colchón de hojas secas, Genghi volvió a ocupar
melancólico su puesto en el umbral de la cabaña. Estaba triste y ni siquiera sabía si
aquella mujer era hermosa. La noche era cálida y clara. La luna ponía su reflejo en el
rostro alzado del ciego, que parecía esculpido en jade blanco. Al cabo de un buen
rato, la Dama abandonó su rústico lecho y fue a sentarse a su vez a la puerta. Dijo con
un suspiro:
—La noche es hermosa y no tengo sueño. Permíteme que cante una de las
canciones que llenan mi corazón.
Y sin esperar la respuesta cantó una romanza que le gustaba mucho al príncipe,
por haberla oído antaño muchas veces en labios de su mujer preferida, la princesa
Violeta. Genghi, turbado, se acercó insensiblemente a la desconocida.
—¿De dónde vienes, mujer, que sabes unas canciones que gustaban en tiempos de
mi juventud? Arpa donde florecen tonadas de otros tiempos, déjame pasear la mano
por tus cuerdas.
Y le acarició los cabellos. Tras un instante, preguntó:
—¡Ay! ¿No es tu marido más joven y más apuesto que yo, muchacha del país de
Yamato?
—Mi marido es menos guapo y parece menos joven —respondió sencillamente la
Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen.
Y de este modo, la Dama fue, bajo un nuevo disfraz, la amante del príncipe
Genghi, al que antaño había pertenecido. Por la mañana, le ayudó a preparar una
papilla caliente y el príncipe Genghi le dijo:
—Eres hábil y tierna, mujer, y no creo que ni siquiera el príncipe Genghi, que tan
afortunado fue en amores, tuviera una amiga más dulce que tú.
—Nunca oí hablar del príncipe Genghi —dijo la Dama moviendo la cabeza.
—¿Cómo? —exclamó amargamente Genghi—. ¿Tan pronto lo han olvidado? Y
permaneció sombrío durante todo el día. La Dama comprendió entonces que acababa
de equivocarse por segunda vez pero Genghi no habló de echarla y parecía feliz al
escuchar el roce de su vestido de seda en la hierba.
Llegó el otoño, y convirtió a los árboles de la montaña en otras tantas hadas
vestidas de púrpura y oro, aunque destinadas a morir en cuanto llegaran los primeros
fríos. La Dama le describía a Genghi todos aquellos pardos grises, castaños dorados,
marrones malvas, poniendo gran cuidado en no hacer alusión a ello sino como por
casualidad, y evitando siempre parecer que le ayudaba demasiado ostensiblemente.
Sorprendía y encantaba a Genghi inventando ingeniosos collares de flores, platos
refinados a fuerza de sencillez, letras nuevas adaptadas a viejas músicas
conmovedoras y lastimeras. Ya había hecho alarde de estos mismos talentos en su
pabellón de quinta concubina, en donde Genghi la visitaba antaño, pero éste, distraído
por otros amores, no se había dado cuenta. A finales de otoño subieron las fiebres de
los pantanos. Los insectos pululaban en el aire infectado, y cada vez que se respiraba
era como si se bebiera un sorbo de agua en una fuente envenenada.
Genghi cayó enfermo y se acostó en su lecho de hojas muertas comprendiendo
que no tornaría a levantarse. Se avergonzaba ante la Dama de su debilidad y de los
humildes cuidados a los que la obligaba su enfermedad, mas aquel hombre, que
durante toda su vida había buscado en cada experiencia lo que tenía a la vez de más
insólito y de más desgarrador, no podía por menos de gozar con lo que aquella nueva
y miserable intimidad añadía a las estrechas dulzuras del amor entre dos seres.
Una mañana en que la Dama le daba masaje en las piernas, Genghi se incorporó
apoyándose en el codo y, buscando a tientas las manos de la Dama, murmuró:
—Mujer que cuidas al que va a morir, te he engañado. Soy el príncipe Genghi.
—Cuando vine hacia ti no era más que una ignorante provinciana —dijo la Dama
—, y no sabía quién era el príncipe Genghi. Ahora sé que ha sido el más hermoso y el
más deseado de todos los hombres, pero tú no tienes necesidad de ser el príncipe
Genghi para ser amado.
Genghi le dio las gracias con una sonrisa. Desde que callaban sus ojos, parecía
como si su mirada se moviera en sus labios.
—Voy a morir —profirió trabajosamente—. No me quejo de una suerte que
comparto con las flores, con los insectos y con los astros. En un universo en donde
todo pasa como un sueño, sentiría remordimientos de durar para siempre. No me
quejo de que las cosas, los seres, los corazones sean perecederos, puesto que parte de
su belleza se compone de esta desventura. Lo que me aflige es que sean únicos.
Antaño, la certidumbre de obtener en cada instante de mi vida una revelación que no
se renovaría nunca constituía lo más claro de mis secretos placeres: ahora muero
confuso como un privilegiado que ha sido el único en asistir a una fiesta que se dará
sólo una vez. Queridos objetos, no tenéis por testigo sino a un ciego que muere…
Otras mujeres florecerán, igual de sonrientes que aquellas que yo amé, mas su sonrisa
será diferente, y el lunar que me apasiona se habrá desplazado en su mejilla de ámbar
la distancia de un átomo. Otros corazones se romperán bajo el peso de un
insoportable amor, mas sus lágrimas no serán nuestras lágrimas. Unas manos
húmedas de deseo continuarán juntándose bajo los almendros en flor, pero la misma
lluvia de pétalos nunca se deshoja dos veces sobre la misma ventura humana. ¡Ay!
Me siento igual que un hombre arrastrado por una inundación y que quisiera hallar al
menos un rinconcito de tierra seca donde depositar unas cuantas cartas amarillentas y
algunos abanicos de marchitos colores… ¿Qué será de ti cuando yo ya no exista para
enternecerme al recrearte, Recuerdo de la Princesa Azul, mi primera mujer, en cuyo
amor no creí hasta el día siguiente a su muerte? ¿Y de ti, Recuerdo desolado de la
Dama-del-pabellón-de-las-campanillas, que murió en mis brazos porque una rival
celosa se había empeñado en ser la única en amarme? ¿Y de vosotros, Recuerdos
insidiosos de mi hermosísima madrastra y de mi jovencísima esposa, que se
encargaron de enseñarme alternativamente lo que se sufre siendo el cómplice o la
víctima de una infidelidad? ¿Y de ti, Recuerdo sutil de la Dama Cigarra-del-jardín,
que me esquivó por pudor, de suerte que tuve que consolarme con su joven hermano,
cuyo rostro infantil reflejaba algunos rasgos de aquella tímida sonrisa de mujer? ¿Y
de ti, querido Recuerdo de la Dama-de-la-larga-noche, que fue tan dulce y que
consintió en ser la tercera tanto en mi casa como en mi corazón? ¿Y de ti, pequeño
Recuerdo pastoral de la hija del granjero So-Hei, que no amaba de mí más que mi
pasado? ¿Y de ti, sobre todo, Recuerdo delicioso de la pequeña Chujo que en estos
momentos me da masaje en los pies, y que no tendrá tiempo de convertirse en
recuerdo? Chujo, a quien yo hubiera deseado encontrar antes en mi vida, aunque
también sea justo reservar alguna fruta para finales de otoño…
Embriagado de tristeza, dejó caer su cabeza en la dura almohada. La Dama-delpueblo-
de-las-flores-que-caen se inclinó sobre él y murmuró temblorosa:
—¿Y no había en tu palacio otra mujer, cuyo nombre no has pronunciado? ¿No
era acaso dulce? ¿No se llamaba la Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen? Ay,
recuerda…
Pero las facciones del príncipe habían adquirido ya esa serenidad reservada tan
sólo a los muertos. El fin de todos los dolores había borrado de su rostro toda huella
de saciedad o de amargura, y parecía haberle persuadido de que aún tenía dieciocho
años. La Dama-del-pueblo-de-las-flores-que-caen se echó al suelo gritando,
olvidando todo recato. Las lágrimas, saladas, arrasaban sus mejillas como una lluvia
de tormenta y sus cabellos arrancados volaban por el aire como borra de seda. El
único nombre que Genghi había olvidado era precisamente el suyo.

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