viernes, 1 de marzo de 2019

El hijo del adivino

En su lecho de muerte, un adivino escribió el horóscopo de su segundo hijo, cuyo nombre era Gangazara. Esto fue lo único que le legó, pues dejó la totalidad de sus propiedades a su hijo mayor. El segundo hijo pensó en el horóscopo y se dijo a sí mismo:

    «¡Ay! ¿Para esto he nacido? Las predicciones de mi padre nunca fallan. Las he visto confirmarse hasta la última palabra mientras estaba vivo, ¡y ahora ha escrito mi horóscopo! “Pobre desde el nacimiento”. Ese ha de ser mi único destino. “Encarcelado durante diez años”: un destino más duro que la pobreza y, ¿qué viene a continuación? “Muerte a la orilla del mar”, lo que significa que moriré lejos de casa, lejos de mis amigos y familiares, junto al mar. Y ahora llega la parte más extraña del horóscopo, que voy a tener “cierta felicidad después”. De qué felicidad se trate, es un enigma para mí».

    Esto pensó y, cuando las celebraciones por el funeral de su padre terminaron, se despidió de su hermano mayor y se dirigió a Benarés. Atravesó la meseta del Decán, evitando ambas costas, y continuó viajando durante semanas y meses hasta llegar a la cordillera de Vindhya. Llevaba un par de días en aquel desierto, en una llanura arenosa sin señales de vida o vegetación; estaba agotado y su pequeña reserva de provisiones se había terminado. El agua del chombu8, que llenaba en los riachuelos o aljibes, se había evaporado en el calor del desierto. No tenía nada a mano que comer, y ni una gota de agua para beber. Mirara a donde mirara se extendía un amplio desierto del que no veía modo de escapar. Aun así, pensó: «La profecía de mi padre seguramente se cumplirá. Debo sobrevivir a esta calamidad para morir en alguna costa». Y este pensamiento le dio fortaleza mental para caminar más rápido e intentar encontrar agua en alguna parte con la que aplacar la sequedad de su garganta.

    Al final lo consiguió: el cielo puso en su camino un pozo abandonado. Pensó en extraer un poco de agua bajando su chombu con la cuerda que siempre llevaba consigo. Por tanto, lo dejó caer y las siguientes palabras salieron del pozo:

    —¡Oh, ayúdame! Soy el rey de los tigres y estoy aquí, muriéndome de hambre. Llevo tres días sin comer nada. La fortuna te ha enviado aquí; si me ayudas, te devolveré el favor durante toda tu vida. No creas que soy una bestia. Si me liberas, jamás te haré daño. Te lo suplico, ayúdame a subir.

    Gangazara pensó: «¿Debería sacarlo o no? Si lo ayudo a salir podría convertirme en la primera presa de su hambrienta boca. No; él no hará eso, porque la profecía de mi padre no fallará. Yo moriré en la costa, no devorado por un tigre».

    Y pensando esto, pidió al rey de los tigres que se sujetara con fuerza a la vasija y la subió lentamente. El tigre llegó a la parte superior del pozo y bajó a tierra firme. Fiel a su palabra, no dañó a Gangazara. Caminó alrededor de su benefactor tres veces y, deteniéndose ante él, pronunció humildemente las siguientes palabras:

 
   

      —¡Mi salvador, mi benefactor! Nunca olvidaré este día, el día en el que recuperé la vida gracias a tus amables manos. A cambio de tu ayuda, reitero mi promesa de mantenerme a tu lado en las calamidades. Siempre que estés en problemas piensa en mí y me presentaré ante ti listo para complacerte en todo lo que pueda. Te contaré brevemente cómo terminé ahí dentro: hace tres días estaba paseando por aquella selva cuando vi a un orfebre y lo perseguí. Al final, como se dio cuenta de que era imposible escapar a mis garras, saltó a este pozo y ahora mismo está atrapado en el fondo. Yo también salté, pero me quedé atrapado en el primer saliente del pozo; él está en el cuarto, que es el último. En el segundo vive una serpiente medio muerta de hambre. En el tercero hay una rata, también medio muerta de hambre, y si intentas sacar agua de nuevo es posible que te pidan que las liberes. Quizá también lo haga el orfebre. Te suplico como amigo que no ayudes a ese despreciable, aunque sea un ser humano como tú. Los orfebres nunca son de fiar. Puedes encontrar más lealtad en mí, un tigre, aunque a veces coma hombres; en una serpiente, cuya mordedura te hiela la sangre en el mismo momento; o en una rata, que hace mil travesuras en tu casa. Pero nunca confíes en un orfebre. No lo liberes; si lo haces, seguramente te arrepentirás.

      Y tras darle este consejo, el hambriento tigre se marchó sin esperar una respuesta.

      Gangazara pensó en la elocuencia con la que el tigre había hablado y admiró su fluida oratoria. Pero todavía no había aplacado su sed, así que bajó la vasija de nuevo y esta se detuvo en el saliente donde estaba la serpiente, que se dirigió a él de este modo:

      —¡Oh, mi protector! Sácame de aquí. Soy el rey de las serpientes y el hijo de Adisesha, que ahora está loco de agonía por mi desaparición. Ayúdame. Si lo haces, seré tu esclavo por siempre, recordaré tu ayuda y te prestaré la mía de todos los modos posibles. Ayúdame: me estoy muriendo.
 

    Gangazara, recordando de nuevo la «muerte a la orilla del mar» de la profecía, la sacó. La serpiente, como el rey de los tigres, lo rodeó tres veces y, tras postrarse ante él, le habló así:


  —Oh, mi salvador, mi padre, porque así debería llamarte, ya que gracias a ti he nacido de nuevo. Hace tres días estaba tumbado bajo el sol de la mañana cuando vi a una rata corriendo ante mí. La perseguí. Cayó a este pozo y la seguí, pero en lugar de caer en el tercer nivel, donde ella está ahora, caí en el segundo. Ahora me marcharé para ver a mi padre. Siempre que te encuentres en dificultades piensa en mí, y estaré a tu lado para ayudarte.

    Dicho esto, el Nagaraja se marchó deslizándose en movimientos zigzagueantes y en un instante desapareció de la vista.

    El pobre hijo del adivino, que estaba ya casi muerto de sed, dejó caer su vasija por tercera vez. La rata la detuvo y, sin discutir, el joven sacó al pobre animal inmediatamente. Pero este no se marchó sin mostrarle su gratitud:

    —¡Oh, vida de mi vida! ¡Mi benefactor! Soy el rey de las ratas. Siempre que te encuentres en problemas, piensa en mí: acudiré a tu lado y te ayudaré. Mis agudos oídos han oído todo lo que el rey de los tigres te ha dicho sobre el orfebre, que está en el fondo del pozo. Nunca hay que fiarse de un orfebre; esa es la triste verdad. Por tanto, no lo ayudes como has hecho con todos nosotros. Si lo haces sufrirás por ello. Tengo hambre, así que me marcharé.

    Y, tras despedirse de su benefactor, la rata también se marchó.

    Gangazara pensó durante un rato en el repetido consejo que le habían dado los tres animales sobre ayudar al orfebre: «¿Qué mal podría haber en ayudarlo? ¿Por qué no debería liberarlo a él también?». Y, pensando así, Gangazara dejó caer la vasija de nuevo. El orfebre la atrapó y le pidió ayuda. El hijo del adivino no tenía tiempo que perder, ya que se estaba muriendo de sed. Por tanto, liberó al orfebre y este comenzó a contarle su historia.

    —Espera un momento —dijo Gangazara. Dejó caer su vasija por quinta vez, aun temiendo que alguien quedara en el pozo para pedir su ayuda, aplacó su sed y entonces escuchó al orfebre, que comenzó de este modo:

—Querido amigo, protector, qué montón de tonterías te han contado esos brutos sobre mí. Me alegro de que no hayas seguido su consejo. Estoy muriéndome de hambre, así que deja que me vaya. Me llamo Manikkasari. Vivo en la calle principal al este de Ujjain, que está a veinte kilómetros al sur de este lugar y que te pillará de camino cuando regreses de Benarés. No olvides venir a visitarme cuando vuelvas a tu país para que pueda agradecerte tu ayuda.

    Y dicho esto, el orfebre se marchó y Gangazara reanudó su viaje al norte.

    Llegó a Benarés y vivió allí durante más de diez años durante los que se olvidó por completo del tigre, de la serpiente, de la rata y del orfebre. Después de diez años de vida religiosa, volvió a pensar en su hermano y en su hogar.

    «He reunido méritos suficientes gracias a la vida contemplativa. Volveré a casa».

    Esto pensó Gangazara y muy pronto empezó su viaje de regreso a su país. Al recordar la profecía de su padre, volvió por el mismo camino por el que había viajado a Benarés diez años antes. Mientras volvía sobre sus pasos llegó al pozo en ruinas donde había liberado a los tres reyes animales y al orfebre. De inmediato lo recordó todo y pensó en el tigre para probar su lealtad. Apenas pasó un instante y el rey de los tigres apareció ante él con una enorme corona de diamantes en la boca cuyo brillo eclipsó hasta los resplandecientes rayos del sol. Dejó caer la corona a los pies de su libertador y, dejando a un lado su orgullo, se sometió como un gatito a las caricias de su protector.

    —¡Mi salvador! ¿Cómo es que has olvidado a este pobre sirviente durante tanto tiempo? Me alegra descubrir que aún ocupo un rincón de tu mente. Nunca olvidaré el día en el que me salvaste la vida. Esta corona tiene un gran valor; llévatela, es un regalo.

    Gangazara miró la corona, la examinó del derecho y del revés, contó una y otra vez las piedras preciosas y pensó para sí mismo que, si separara los diamantes del oro y los vendiera en su país, se convertiría en el más rico de los hombres. Se despidió del rey de los tigres y, cuando este desapareció, pensó en el rey de las serpientes y después en el de las ratas, que llegaron también con regalos y, después del saludo habitual y del intercambio de palabras, se marcharon. Gangazara estaba muy satisfecho con la lealtad con la que se habían comportado las bestias salvajes y continuó con su viaje al sur. Mientras caminaba, se dijo a sí mismo:

    «Estos animales se han mostrado muy leales conmigo. Mucho más, por tanto, debería serlo Manikkasari. Esta corona, tal como es, ocupa mucho espacio en mi fardo. Además, podría atraer la atención de los asaltadores de caminos. Iré a Ujjain, ya que Manikkasari me pidió que fuera a verlo sin falta en mi viaje de regreso. Entonces le pediré que funda la corona y que separe el oro de los diamantes. Debería hacerme ese favor, al menos. Guardaré los diamantes y la bola de oro entre mi ropa y continuaré mi camino de vuelta a casa».

    Y así pensando llegó a Ujjain. De inmediato preguntó por la casa de su amigo el orfebre y la encontró sin dificultad. Manikkasari se alegró mucho de encontrar en su puerta a quien, diez años antes, a pesar del consejo que le dieron repetidamente el astuto tigre, la serpiente y la rata, lo había liberado de las fauces de la muerte. Gangazara le mostró la corona que le había entregado el rey de los tigres y le pidió su amable ayuda para separar el oro de los diamantes. Manikkasari aceptó el trabajo y pidió a su amigo que, mientras, descansara, tomara un baño y comiera. Gangazara, que era de costumbres muy estrictas, fue directo al río a bañarse.

    ¿Cómo había llegado aquella corona a las mandíbulas del tigre? El rey de Ujjain se había marchado una semana antes de expedición con todos sus cazadores. De repente, el rey de los tigres salió del bosque, atrapó al rey y desapareció.

    Cuando los hombres del rey informaron al príncipe de la muerte de su padre, este lloró mucho e hizo saber que entregaría la mitad de su reino a cualquiera que le llevara noticias sobre el asesino de su padre. El orfebre sabía muy bien que había sido un tigre quien había matado al rey, ya que Gangazara le había contado cómo había conseguido la corona. Aun así, decidió denunciar a Gangazara como el asesino el rey y, tras esconder la corona bajo su ropa, corrió a palacio. Se presentó ante el príncipe, dejó la corona a sus pies y lo informó de que había atrapado al asesino. El príncipe cogió la corona, la examinó y de inmediato entregó la mitad de su reino a Manikkasari.

    —¿Dónde está el asesino? —preguntó.

    —Se está bañando en el río, y su apariencia es tal que así —fue la respuesta. De inmediato, cuatro soldados armados corrieron al río y ataron de manos y pies al pobre brahmán mientras este, que se encontraba meditando, desconocía el destino que pendía sobre él. Llevaron a Gangazara ante el príncipe, que evitó mirar al supuesto asesino y pidió a sus soldados que lo arrojaran a un calabozo. Un minuto después, sin saber el porqué, el pobre brahmán se encontraba en las oscuras mazmorras.

    Era un oscuro sótano subterráneo construido con fuertes muros de piedra en el que abandonaban a los criminales culpables de delitos importantes sin comida ni bebida. ¿Qué pensó cuando llegó a aquel lugar?

    «No sirve de nada culpar al orfebre o al príncipe, ya que todos somos hijos del destino y debemos obedecer sus órdenes. Este no es sino el primer día de la profecía de mi padre. Hasta ahora, su horóscopo ha resultado ser cierto. Pero ¿cómo voy a pasar diez años aquí? Sin provisiones, quizá pueda seguir con vida un día o dos pero ¿diez años? Eso es imposible, moriré. Sin embargo, antes de que la muerte me encuentre, pensaré en mis leales amigos salvajes».

    Así reflexionó Gangazara en su oscura celda subterránea y en ese momento pensó en sus tres amigos. El rey tigre, el rey serpiente y el rey rata se reunieron de inmediato con sus ejércitos en un bosque cerca de la mazmorra, sin saber qué hacer. Decidieron hacer un pasadizo subterráneo desde el interior de un pozo abandonado hasta la mazmorra. El rajá rata ordenó esto de inmediato a su ejército y sus soldados se abrieron camino con los dientes hasta los muros de la prisión. Entonces descubrieron que sus dientes no servían de nada con las duras piedras y encargaron la labor a los bandicuts; ellos, con sus fuertes dentaduras, hicieron una pequeña grieta en la pared por la que una rata podía pasar sin dificultad. De este modo terminaron el pasadizo.

    El rajá rata fue el primero en entrar para compadecer a su protector en su desgracia, y se ofreció a suministrarle provisiones.

    —De todos los dulces y panes que se preparen en cualquier casa, todos y cada uno de vosotros debéis intentar traer lo que podáis a nuestro benefactor. Cortad todas las ropas que encontréis, humedeced los trozos en agua y llevádselos a nuestro benefactor. Él los escurrirá y reunirá así agua para beber. Y el pan y los dulces serán su comida.

    Tras dar estas órdenes, el rey de las ratas dejó a Gangazara. Las ratas obedecieron la orden de su rey y siguieron proporcionándole provisiones y agua.

    —Me compadezco de ti en tu calamidad —dijo el rey serpiente—. El rey tigre también está apenado por ti y me ha pedido que te lo diga, ya que él no puede traer su enorme cuerpo hasta aquí, como hemos hecho nosotros, más pequeños. El rey de las ratas ha prometido hacer todo lo posible para proporcionarte comida, y nosotros haremos todo lo que podamos para liberarte. Desde este día, ordenaremos a nuestros ejércitos que persigan a todos los súbditos de este reino. Las muertes por mordedura de serpiente y ataques de tigres se incrementaran un centenar de veces, y seguirán haciéndolo día a día hasta tu liberación. Siempre que escuches gente cerca, exclama para que te oigan: «El malvado príncipe me encerró con la falsa acusación de haber matado a su padre, aunque fue un tigre quien lo hizo. Desde ese día, las desgracias se han cebado en sus dominios. Si fuera liberado podría salvarlos a todos gracias a mis encantamientos para sanar heridas y envenenamientos». Alguno informará de esto al rey y, cuando lo sepa, te concederá la libertad.

    Tras consolarlo de este modo, le aconsejó que se armara de valor y se marchó. Desde aquel día, tigres y serpientes, actuando bajo las órdenes de sus reyes, se unieron para matar a tantas personas y ganado como fuera posible. Todos los días se producían ataques de tigres o mordeduras de serpientes, y así pasaron muchos meses y años que Gangazara pasó en el oscuro sótano, sin ver la luz del sol y comiendo las migas de pan y de dulce que las ratas le suministraban amablemente. Aquellas exquisiteces habían cambiado totalmente su cuerpo hasta convertirlo en una enorme y torpe masa de carne enrojecida. Así pasaron diez años, como profetizó el horóscopo.

    Diez años completos pasó así encerrado. La última noche del décimo año, una de las serpientes entró en el dormitorio de la princesa y la mordió. La princesa agonizaba. Era la única hija del rey, que envió llamar de inmediato a todos los sanadores de mordedura de serpiente. Prometió la mitad de su reino y la mano de su hija a quien le devolviera la vida. Un sirviente del rey que había escuchado varias veces los lamentos de Gangazara lo informó del asunto, y el rey ordenó de inmediato que la celda fuera examinada. Había un hombre en ella. ¿Cómo había conseguido sobrevivir tanto tiempo? Algunos susurraron que debía ser un ente divino. Hablaron de esto mientras llevaban a Gangazara ante el rey.

    El rey, tan pronto vio a Gangazara, se prostró ante él, sorprendido por la majestuosidad y grandeza de su persona. Sus días años de encarcelamiento en la profunda prisión subterránea habían proporcionado una especie de lustre a su cuerpo. Para ver su rostro tuvieron que cortarle el cabello. El rey le suplicó perdón por su equivocación y le pidió que reviviera a su hija.

    —Traedme en menos de una hora todos los cuerpos de hombres y ganado, muertos o moribundos, que aún no hayan sido quemados o enterrados, y los reviviré a todos —fue lo único que Gangazara dijo.

    Comenzaron a llegar carretas cargadas de cadáveres de hombres y ganado. Se dice que incluso se abrieron tumbas y se desenterraron cadáveres de un día o dos antes para enviarlos y que los reviviera. Tan pronto como todo estuvo preparado, Gangazara cogió una vasija llena de agua y los roció, pensando en el rey serpiente y el rey tigre. Todos se levantaron como si acabaran de despertar de un profundo sueño y regresaron a sus hogares. La princesa también volvió a la vida, y la alegría del rey no tenía límites. Maldijo el día en el que encarceló a Gangazara, se culpó por haber confiado en la palabra de un orfebre y le ofreció la mano de su hija y su reino entero, en lugar de la mitad como había prometido. Gangazara no aceptó nada, pero pidió al rey que reuniera a sus súbditos en un bosque cerca de la ciudad.

    —Convocaré allí a todos los tigres y serpientes, y les daré una orden.

    Cuando todo el pueblo estuvo reunido, justo al atardecer, Gangazara se sentó un instante y pensó en el rey tigre y el rey serpiente, que llegaron junto a sus ejércitos. Al ver a los tigres, la gente comenzó a alejarse, pero Gangazara les aseguró que no pasaría nada.

    La luz gris de la tarde, el color calabaza de Gangazara, las cenizas sagradas con las que había frotado su cuerpo y los tigres y las serpientes humildemente postradas a sus pies le proporcionaban la majestuosidad de un dios. «¿A quién si no bastaría una sola palabra para dirigir un amplio ejército de tigres y serpientes?», dijeron algunos aldeanos.

    —Seguro que es magia. Menuda cosa. Que haya revivido a un montón de cadáveres demuestra que seguramente es un hechicero —dijeron otros.

    —¿Por qué molestáis de este modo a los pobres súbditos de Ujjain? —preguntó el hijo del adivino— Contestadme, y a partir de ahora desistid de vuestras malas acciones.

    —¿Por qué te encarceló este rey? ¿Por qué creyó la palabra de un orfebre sobre que tú habías matado a su padre? —le respondió el rey de los tigres— Todos los cazadores le dijeron que su padre fue atrapado por un tigre. Yo fui el mensajero de la muerte que asestó el golpe fatal en su cuello. Lo hice, y te entregué a ti la corona. Pero el príncipe no hizo ninguna pregunta, te encarceló inmediatamente. ¿Cómo podemos esperar justicia de un rey tan estúpido? A menos que prometa cambiar de actitud, seguiremos con nuestra destrucción.

    El rey lo oyó y maldijo el día en el que había creído la palabra de un orfebre: se golpeó la cabeza, se arrancó el cabello, lloró y se lamentó por su crimen, pidió un millar de disculpas y juró gobernar de un modo justo desde aquel día. El rey serpiente y el rey tigre también prometieron cumplir su promesa mientras la justicia prevaleciera, y se marcharon. El orfebre huyó para salvar su vida. Lo atraparon los soldados del rey y fue perdonado por el generoso Gangazara, cuya opinión se consideraba ya imperativa. Todos regresaron a sus hogares.

    El rey insistió a Gangazara para que aceptara la mano de su hija. Él aceptó tomarla no entonces, sino un tiempo después. Deseaba ir primero a visitar a su hermano mayor; después regresaría y se casaría con la princesa. El rey aceptó y Gangazara dejó la ciudad aquel mismo día para volver a casa.

    Resultó que, sin darse cuenta, tomó un camino equivocado que pasaba junto a la costa. Su hermano mayor iba también de camino a Benarés por aquella misma ruta. Se encontraron y se reconocieron, incluso de lejos. Se abrazaron y ambos se quedaron inmóviles durante un momento, casi inconscientes por la dicha. La felicidad de Gangazara fue tanta que murió de alegría.

    El hermano mayor era un creyente devoto de Ganesha y aquello sucedió un viernes, un día muy sagrado para ese dios, así que llevó el cadáver al templo más cercano y lo invocó. El dios apareció y le preguntó qué quería.

    —Mi pobre hermano ha muerto y este es su cadáver. Por favor, mantenlo a tu cuidado hasta que termine mis rezos. Si lo dejo en otro sitio, los demonios podrían atraparlo mientras te rezo; cuando termine las ceremonias, lo incineraré.

    Esto dijo el hermano mayor y, tras entregar el cadáver al dios Ganesha, se preparó para los rituales de esa deidad. Ganesha entregó el cadáver a sus Ganas y les pidió que lo vigilaran con atención. Pero, en lugar de eso, lo devoraron.

    El hermano mayor, después de terminar sus oraciones, pidió al dios que le devolviera el cadáver de su hermano. Ganesha llamó a sus Ganas, que se acercaron parpadeando y temiendo la ira de su señor. El dios enfureció; el hermano mayor también estaba muy enfadado. Como no le devolvieron el cadáver, preguntó con aspereza:

    —¿Así es, después de todo, como recompensas mi profunda fe en ti? Ni siquiera eres capaz de devolverme el cadáver de mi hermano.

    Ganesha se sintió muy avergonzado, así que, con su divino poder, le entregó a un Gangazara vivo en lugar del cadáver. Así fue como el segundo hijo del adivino volvió a la vida.

    Los hermanos mantuvieron una larga charla sobre sus aventuras. Juntos fueron a Ujjain, donde Gangazara se casó con la princesa y después sucedió al trono de aquel reino. Gobernó durante un largo tiempo y concedió varios beneficios a su hermano. Y así se cumplió por completo el horóscopo.

8 Cántaro metálico (N. de la T.).

1 comentario:

  1. es un cuento muy interesante, me gusto mucho su trama y como sucedieron las cosas, nos quiere decir que siempre hay que tener un espiritu de sentimientos puros y dejar que su destino fluya.

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