jueves, 28 de febrero de 2019

Leyenda de los orígenes

—¡Verán lo que me contó mi padre, el cual lo sabía por el suyo, y lo sabía desde hace mucho tiempo, mucho tiempo, desde el principio!

  En el origen de las cosas, en el origen mismo, cuando no existía nada, ni hombres, ni animales, ni plantas, ni cielo, ni sol, ni tierra, nada, nada, nada, Dios ya existía, y se llamaba Nzamé… Y a los tres que son Nzamé nosotros les llamamos Nzamé, Mebere y Nkwa. Y en el comienzo Nzamé hizo el cielo y la tierra, y se reservó el cielo para sí. Entonces, sopló sobre la tierra, y por la acción del soplo nacieron la tierra y el agua, cada una por su lado.

  Nzamé hizo todas las cosas: el Cielo, la Luna, las estrellas, los animales, las plantas, todo. Y cuando hubo acabado todo lo que nosotros vemos ahora, llamó a Mebere y Nkwa y les mostró su obra.

  —¿Está bien todo lo que he hecho? —les preguntó.

  —Sí, lo has hecho bien —fue la respuesta.

  —¿Queda aún alguna otra cosa por hacer?

  Y Mebere y Nkwa le respondieron:

  —Vemos muchos animales; pero no vemos a su jefe. Vemos muchas plantas; pero no vemos a su amo.

  Y para dar un amo a todas las cosas, designaron, entre las criaturas, al elefante, por su sensatez; al tigre, por su fuerza y astucia; al mono por su malicia y agilidad.

  Pero Nzamé quiso hacer algo aún mejor, y entre ellos tres hicieron una criatura casi a su semejanza: el uno le dio la fuerza; el otro, el poderío; el tercero, la hermosura. Luego, los tres:

  —Toma la tierra —le dijeron—. De ahora en adelante eres dueño de todo lo que existe. Como nosotros, tienes la vida; todas las cosas se te someten. Tú eres el dueño.

  Nzamé, Mebere y Nkwa regresaron a su morada en lo alto, y la nueva criatura se quedó sola aquí abajo, y todo le obedecía.

  Pero entre todos los animales el elefante siguió siendo el primero, el tigre ocupó el segundo puesto y el mono el tercero, porque ellos eran los que Mebere y Nkwa habían elegido al principio.

  Nzamé, Mebere y Nkwa llamaron al primer hombre Fan, que quiere decir: la fuerza.

  Ufano de su poder, de su fuerza y de su hermosura, porque aventajaba en estas tres cualidades al elefante, al tigre y al mono; orgulloso de vencer a todos los animales, esta primera criatura se echó a perder: se convirtió en un ser vanidoso, no quiso adorar a Nzamé y lo despreciaba:

 
    Yeyé, oh, la, yeyé.

    Dios en lo alto, el hombre en la tierra.

    Yeyé, oh, la, yeyé.

    Dios es Dios.

    El hombre es el hombre.

    Cada uno en casa, cada cual en su casa.
 

  Dios oyó el cántico, y prestó oídos:

  —¿Quién canta?

  —¡Busca, busca! —respondió Fan.

  —¿Quién canta?

  —Yeyé, oh, la, yeyé.

  —¿Quién canta, pues?

  —¡Eh! ¡Soy yo! —gritó Fan.

  Dios, muy colérico, llamó a Nzalan, el Trueno.

  —¡Nzalan, ven!

  Y acudió Nzalan haciendo gran ruido: ¡Buu, buu, buu! Y el fuego del cielo abrasó el bosque. Comparado con tal fuego, el incendio de una plantación es la llama de una astilla. ¡Fií, fií, fií!, todo llameaba. La tierra estaba, como hoy, cubierta de bosques; los árboles ardían, las plantas, los bananeros, el manioc, el cacahuete, todo se secaba; bestias, pájaros, peces, todo fue destruido, todo estaba muerto; pero, por desgracia, al crear al primer hombre, Dios le había dicho: «No morirás. Lo que Dios da no lo quita». El primer hombre se quemó; lo que fue de él, no lo sé. Vivo está; pero ¿dónde? Mis antepasados no me han dicho lo que fue de él; no sé nada; esperen un poco.

  Pero Dios vio la tierra, toda negra, sin nada de nada, ociosa; le dio vergüenza y quiso hacer algo mejor. Nzamé, Mebere y Nkwa tuvieron consejo en su cabaña e hicieron así: sobre la tierra negra, cubierta de carbón, echaron una nueva capa de tierra; brotó un árbol, creció, creció más, y cuando una de sus semillas caía al suelo, nacía un árbol nuevo; cuando una hoja se desprendía, crecía, crecía, empezaba a caminar, era un animal, un elefante, un tigre, un antílope, una tortuga, todos, todos.

  Cuando una hoja caía al agua, nadaba, y era un pez, una sardina, un mujol, un cangrejo, una ostra, una almeja, todos, todos. La tierra volvió a ser lo que había sido, lo que es hoy todavía. Y la prueba, hijos míos, de que mis palabras son ciertas es que si cavan en ciertos sitios la tierra, y a veces, incluso, encima, encontrarán una piedra dura, negra, pero que se rompe; échenla a la lumbre, y la piedra arde. Esto lo saben perfectamente:

 
    El silbato resonó,

    el elefante vino.

    Gracias al elefante.
 

  Estas piedras son los restos de los antiguos bosques quemados.

  Mientras tanto, Nzamé, Mebere y Nkwa celebraban consejo:

  —Hace falta un jefe para mandar a los animales —dijo Mebere.

  —Pues sí, hace falta uno —dijo Nkwa.

  —Verdaderamente —repuso Nzamé—, reharemos un hombre, un hombre como Fam: las mismas piernas, los mismos brazos, pero le volveremos la cabeza y verá la muerte.

  Y así se hizo. Aquel hombre, amigos míos, era como ustedes y como yo.

  A este hombre, que fue aquí abajo el primer hombre, padre de todos nosotros, Nzamé lo llamó Sekumé; pero Dios no quiso dejarlo solo. Le dijo: hazte una mujer con un árbol. Sekumé se hizo una mujer, que echó a andar, y la llamó Mbongwé.

  Al fabricar a Sekumé y a Mbongwé, Nzamé los compuso de dos partes: una exterior, la que llaman Gnul, cuerpo, y otra que vive dentro del Gnul y que todos llamamos Nsissim.

  Nsissim es lo que produce la sombra; la sombra y Nsissim son la misma cosa; es Nsissim quien hace vivir a Gnul, Nsissim va a pasearse de noche cuando dormimos; Nsissim se va cuando el hombre muere; pero Nsissim no muere. ¿Saben dónde se aloja mientras está en el Gnul? En el ojo. Sí; habita en el ojo: ese puntico brillante que ven en medio, es Nsissim.

 
    La estrella en lo alto,

    el fuego abajo.

    El ascua en el hornillo,

    el alma en el ojo.

    Nube, humo y muerte.
 

  Sekumé y Mbongwé vivían aquí felices y tuvieron tres hijos, que llamaron: al primero, Nkure (el tonto, el malo); Bekalé, al segundo (el que no piensa en nada), y este llevó a cuestas a Mefere, el tercero (o sea, el bueno, el capaz). Tuvieron también hijas, ¿cuántas?, yo no sé, y ellos tres tuvieron también hijos, y estos, a su vez, otros hijos. Mefere es el padre de nuestra tribu; los otros, los de las demás.

  A todo esto, Dios había encerrado bajo tierra a Fan, el primer hombre, y con una peña de tamaño descomunal tapó el boquete. ¡Ah!, pero el pícaro Fam escarbó durante mucho tiempo, mucho tiempo, y un buen día salió fuera. ¿Quién había ocupado su puesto? Los otros hombres. ¿Quién se encolerizó contra ellos? Fan. ¿Quién trata siempre de hacerles daño? Fan.

  ¿Quién se esconde en la selva para matarlos, o bajo el agua para hacer zozobrar su piragua? Fan, el famoso Fan. ¡Silencio! No hablemos tan alto, quizás esté por ahí escuchando:

 
    Permanezcan en silencio,

    Fan nos escucha.

    Para dañar al hombre.

    Permanezcan callados.
 

  Después, a los hombres que había creado, Dios les dio una ley. Llamó a Sekumé, Mbongwé y sus hijos, los llamó a todos, chicos y grandes, grandes y chicos:

  —Estas son las leyes que les doy para el porvenir, y que obedecerán:

  »No robareis dentro de vuestra tribu.

  »No mataréis a los que no os hayan hecho mal.

  »No iréis a comeros a otros por las noches.

  »Es todo cuanto les pido; vivan en paz en sus aldeas. Los que sigan mis mandamientos serán recompensados, yo les daré su paga; a los otros los castigaré. Así.

  Cómo castiga Dios a los que no lo escuchan, van a saberlo:

  Después de muertos, andan errantes de noche, padeciendo y gritando, y cuando las tinieblas envuelven la tierra, a la hora del miedo, entran en las aldeas, matan o hieren a los que encuentran, y les hacen todo el daño que pueden.

  En su honor se baila la danza fúnebre kedzam-kedzam, pero de nada sirve. Les llevan, sobre un di, los mejores platos; comen y ríen, pero de nada sirve. Y cuando se han muerto todos sus conocidos, entonces y sólo entonces, escuchan a Ngofio, el pájaro de la muerte; enseguida se ponen muy flacos, muy flacos, ¡y al fin mueren! ¿Que adónde van, hijos míos? Ustedes lo saben igual que yo: antes de pasar el gran río, permanecen mucho tiempo, mucho tiempo, sobre una piedra grande y lisa: sienten frío, mucho frío, ¡brrr!…

  El frío y la muerte, la muerte y el frío.

  Quiero cerrar la oreja.

  El frío y la muerte, la muerte y el frío.

  Miserias, ¡oh, madre mía!

  Y cuando todos los desgraciados Bekun han pasado, Nzamé los encierra durante mucho tiempo, mucho tiempo, en el Ototolán, la mansión mala, donde se ven miserias y miserias…

  En cuanto a los buenos, se sabe que, después de muertos, vuelven a las aldeas, pero están bien con los hombres; la fiesta de los funerales, la danza del duelo, alegra su corazón. Por las noches vuelven junto a los que han conocido y amado, ponen ante sus ojos sueños agradables, les dicen lo que hay que hacer para vivir mucho, adquirir grandes riquezas, tener mujeres fieles (¿están oyendo bien, ustedes, los de la puerta?), tener muchos hijos y matar numerosos animales en las cacerías. Fue de este modo que supe yo, amigos míos, la llegada del último elefante que maté.

  Y cuando todos sus conocidos han muerto, entonces y sólo entonces, oyen a Ngofio, el pájaro de la muerte, y enseguida se ponen muy gordos, muy gordos, incluso demasiado gordos, ¡y al fin mueren! ¿Que adónde van, hijos míos? Ustedes lo saben al igual que yo. Dios se los lleva a lo alto y los coloca con él en la estrella de la tarde. Desde allí nos miran, nos ven, se alegran cuando festejamos su recuerdo, y lo que hace a la estrella tan brillante son los ojos de todos esos muertos.

  Aquí tienen lo que mis mayores me enseñaron, y a mí, Ndumenba, fue mi padre Mba quien me lo enseñó, el cual lo aprendió de su padre, y el primero yo no sé de dónde lo aprendió, yo no estaba allí.

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