Sentaro había recibido de su padre una importante herencia y, gracias a ella podía llevar una vida cómoda y despreocupada. Por eso le gustaba mucho vivir. Un día supo que uno de sus amigos había muerto; entonces , pensando que, tarde o temprano, lo mismo le sucedería a él, sintió el corazón oprimido de angustia. No, Sentaro no quería morir. ¡Era tan bella la vida! Pero ¿Qué hacer? Todos los hombres tenían que morir. Y este pensamiento le atormentaba noche y día sin darle punto de reposo. Al fin, pensó ir en peregrinación al templo de Jofuku, que se levantaba en la cumbre de una escarpada montaña, y allí orar con fervor al dios, a fin de que le concediese la inmortalidad.
Dicho y hecho; partió, y tras algunos días de duro camino a través de una región abrupta y salvaje, llegó al templo. Allí se prosternó a los pies de la enorme estatua del dios, orando con toda el alma. Rezó horas y horas sin cansarse, golpeándose el pecho y llorando. Entre tanto caía la noche, oscura y tormentosa. A lo lejos retumbaba el trueno, el viento silbaba siniestramente por los barrancos, la lluvia caía a torrentes sobre el tejado del templo.
Sentaro no se daba cuenta de nada y continuaba elevando al dios su ardiente plegaria. Mas he aquí que en un momento dado las luces que ardían ante el altar dieron un vivísimo destello, la estatua del dios movió los ojos, levantó un brazo y habló.
-Sentaro, tu deseo- dijo con voz de trueno- es presuntuoso. Todos los hombres deben morir. Pero quiero contentarte; te enviaré al país de la vida eterna.
Tendió a Sentaro en una hoja de papel. El hombre la cogió mecánicamente y de repente aquella hoja se agrando por arte de magia, tomando la forma de un inmenso pájaro. Sentaro saltó a su grupa, y el pájaro voló raudamente, elevándose entre las nubes.
Vuela que te vuela, recorrieron millares de leguas, traspasando los montes y lanzándose sobre el mar que brillaba bajo la luna. Al cabo de algunos días de aquel viaje fantástico, dieron visita a una isla. Allí el pájaro aterrizó y apenas Sentaro hubo bajado a tierra, se empequeñeció y volvió a ser la hoja de papel de antes. El hombre lo plegó y se lo metió en el bolsillo.
Próximo al lugar donde había aterrizado, se levantaba una hermosa y próspera ciudad; todos los habitantes parecían acomodados y jóvenes, pero tenían una expresión de profunda melancolía en la mirada. Asombrado, Sentaro detuvo a algunos de ellos y les preguntó por qué estaban tan tristes.
-Estamos cansados de vivir en este país donde nunca se muere- le contestaron todos sin excepción.
-¡Qué tontos! Pensó el hombre. Son felices y no lo saben. Este es precisamente el país que me irá bien.
Adquirió una hermosa casita rodeada de jardín y allí pasó algunos años dichosos de verdad, la muerte no lo atormentaba ya y sabía que seguiría viviendo así por una eternidad. Reíase de sus vecinos, que por el contrarío , deseaban ardientemente morir. Estos trataban de procurarse la muerte por todos los medios: se fatigaban andando, saltando y corriendo más allá de sus fuerzas; pasaban repentinamente del calor al frío y viceversa ; comían manjares indigestos, y alguna vez incluso lograban obtener a escondidas y tomar poderosos venenos. Pero siempre en vano. Todo lo que en el mundo de los mortales los habría llevado a la muerte en poco tiempo, allí parecía producir el efecto opuesto, y tras las fatigas, tras los manjares indigestos, tras los mismos venenos, los infortunados habitantes sentíanse mejor que antes; allí nada de afecciones cardíacas, nada de pulmonías, nada de congestiones cerebrales, nada de mal e hígado... ¡nada, absolutamente nada!
Así pasaron cien años, y doscientos y, poco a poco Sentaro, se dio cuenta de que ya no era tan feliz. Aquella vida siempre igual y monótona empezaba a enojarle y muy pronto también él tenía en los ojos aquella expresión de fatiga y de melancolía que tanto le asombraba a su arribo a la isla. La añoranza de la patria y de la casa lejana le asaltó y no le daba tregua; pronto aborreció aquella isla que un tiempo le parecía feliz, y llegó a encontrar insoportable la eternidad que en ella se gozaba. Ahora pensaba que al fin y al cabo era hermoso morir, cerrar los ojos pensando en un eterno reposo.
Un día más triste y descorazonado que de costumbre, se echó de hinojos sobre la playa e invocó a Jofuku, pidiéndole la gracia de poder retornar a su país.
Apenas había formulado la plegaria, cuando del bolsillo, donde la metiera doscientos años antes, le cayo la hoja de papel. Al tocar el suelo, la hoja comenzó a ensancharse a alargarse hasta que volvió a tomar la forma de un enorme pájaro de alas inmensas. Sentaro, feliz, montó en él y el ave hendió el aire en un vuelo rápido que lo llevó a través del mar.
El viaje duro ocho días y ocho noches; al día noveno estalló una horrible tempestad . Cielo y mar parecían animados de una cólera satánica. Las olas se encrespaban hasta casi tocar las nubes, y de lo alto caía una lluvia torrencial . Desgraciadamente sucedió lo que era de esperar . El pájaro milagroso era de papel y aquel diluvio lo dañó gravemente; se reblandeció, las alas se plegaban, hasta que se precipitó en los abismos marinos arrastrando consigo a su pasajero. Sentaro comprendió que iba a llegar su última hora y aunque pocos minutos antes hubiese deseado tanto la muerte, en aquel momento no pudo contener un grito de horror.
-¡No quiero morir!- grito.
Aquel grito fue repetido pos los ecos cada vez más fuerte , cada vez más angustioso. Sentaro abrió los ojos y se halló tendido en el suelo en el templo de Jofuku, a los pies de la imagen del Dios. Todo había sido un sueño. Pero aquel sueño le había enseñado muchas cosas; le había hecho comprender que eternidad no significa felicidad, y cuán débil es la naturaleza humana, , que en un momento desea vivir y un momento después morir. Por eso se puso en pie, se inclinó ante la estatua de Jofuku, y le dio las gracias por haberle inspirado aquel sueño admonitorio; luego más sereno y tranquilo tomó el camino de su casa.
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