Susanoo, el dios de las tempestades, expulsado del cielo, se refugió en la tierra y se puso a viajar de un sitio a otro, observando las cosas y estudiando a los hombres.
Una tarde, hacia la puesta del sol, llegó cerca de una alquería situada en pleno campo y , decidido a pedir hospitalidad por aquella noche, encaminó sus pasos con decisión hacia la puerta. Cuando estuvo a pocos pasos, unas voces lamentables, interrumpidas de vez en cuando por sollozos y suspiros, hirieron sus oídos.
El dios se detuvo perplejo en el umbral y echó una ojeada al interior de la casa. En el centro de la estancia, desnuda, y con el hogar sin fuego, se hallaban tres personas: un anciano, una anciana y una muchacha de rara belleza, de larga cabellera fluente, negra como las alas del cuervo, y hermosos ojos brillantes como estrellas. Los tres se lamentaban, lloraban y golpeándose el pecho en señal de desesperación.
-¿Qué sucede?- preguntó Suzano. ¿Por qué tanto dolor?
El anciano alzó el rostro lleno de arrugas y húmedo de lagrimas hacia el desconocido y contestó de esta manera:
-Soy Asizanuci, esta es mi mujer Tenazuci y la muchacha que aquí veis llorando es mi hija Kunisada, a quien dentro de poco el dragón de las ocho cabezas vendrá a buscar para llevársela a su guarida y devorarla .
-¿Quién es ese monstruo?- pregunto el dios.
-¡Oh ! es un monstruo enorme, que con su mole ocupa ocho valles y ocho colinas; y tiene ocho colas y ocho cabezas. Sus ojos son de fuego, su vientre lanza chispas, su cuerpo está cubierto de un espeso bosque de cedros gigantes. Este monstruo se ha llevado todas mis riquezas; ha matado uno tras otro cuanto animal había en mi establo y también los ciervos que poblaban mi hacienda. Ahora que me ha despojado de todo, viene a quitarme la única alegría de mi vida, esta hija adorada, en quien había puesto todas mis esperanzas.
-Si Kusanida quiere ser mi mujer, la protegeré contra el monstruo- dijo Susanoo, conmovido por aquel relato.
Y para revelar su identidad, abrió la capa de peregrino que lo cubría. De momento apareció a los ojos de los presentes en toda su prestancia y majestad divinas. Kusanida se le acercó confiada, ofreciéndole su blanca manita, que Suzano estrechó entre las suyas con ternura.
Pero en aquel preciso momento la tierra tembló espantosamente y un aullido terrible resonó en la noche; el dragón se acercaba. Se divisaban ya las dieciséis llamas de sus ojos, que desgarraban las tinieblas con lívidos resplandores, en tanto que su cuerpo inmenso, semejante a una montaña, se iba aproximando, arrollándolo todo a su paso.
Susaono desenvainó su refulgente espada y ordenó a los dos ancianos, que en un rincón de la estancia rezaban temblorosos, que preparaban frente a la alquería ocho odres llenos de vino.
El dragón avanzaba veloz, como el pensamiento, a pesar de su mole. Pero al llegar cerca de la casa se detuvo: había sentido los efluvios del vino, del que era sobremanera glotón. Sin vacilar, metió las ocho cabezas en los ocho odres y se puso a beber con avidez. Y bebió y bebió , hasta que borracho, perdido, cayó a tierra profundamente dormido.
Entonces Susano se le acercó y hundió muchas veces la hoja de su espada en el cuerpo inmóvilo. Chorros de sangre negrusca manaron de la herida como cascadas y fueron a regar la tierra del contorno, formando un agitado río de olas sangrientas.
El monstruo estaba ya muerto; pero, para mayor seguridad, Susanoo hundió una vez más su arma en medio del cuerpo inmenso . Un rumor metálico, y la espada divina voló hecha pedazos. ¿Con qué obstáculo se había topado ? El dios quiso averiguarlo; descuartizó el cuerpo del monstruo e imaginen su asombro al descubrir en sus entrañas una larga espada diamantina.
-Esta espada- se dijo, mientras la sacaba de su original vaina- la regalare a mi hermana Amaterasu para obtener su perdón.
Luego, tomo de la mano a la hermosa Kunisada y la condujo a su maravilloso palacio, ceñido de ocho nubes plateadas, donde vivió para siempre feliz y contento.
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