El emperador Yamato Take era un soberano guerrero; sólo se
sentía feliz entre el fragor de las batallas y el relampagueo de las armas, y
era el terror de sus enemigos. Tenía por mujer
la princesa Otaquibana, que le amaba tiernamente, pero el emperador estaba
siempre ocupado en guerras y conquistas, y raramente permanecía en casa al lado
de la fiel esposa, tanto que un día ésta decidió seguirle en sus expediciones.
Se puso una armadura de puro acero, subió a un caballo de guerra y partió con
el esposo. La hermosa soberana soportaba en silencio todas las fatigas de
aquella vida guerrera y ocultaba su miedo
y su ansiedad tras una sonrisa dulcísima, que iluminaba el oscuro cielo
de las batallas t daba nuevo coraje y
nueva fuerza a los soldados.
En cierta ocasión, queriendo Yamato declarar la guerra a unos enemigos que habitaban al
otro lado del mar, se embarcó con todo el ejército en numerosas naves y
desplegó las velas con rumbo a alta mar. Al anochecer, subió al puente de su
nave e, inclinándose sobre las aguas que comenzaban a agitarse bajo el soplo del viento, dijo con el orgullo
que había adquirido como consecuencia de las numerosas y estrepitosas victorias
logradas:
-Agitaos, levantaos, olas, que por grande que sea vuestra
violencia no lograréis vencer al invencible Yamato.
Apenas acababa de pronunciar estas palabras, cuando el cielo
se nublo y un viento huracanado se desencadenó, rugiendo terriblemente y
levantando las olas a alturas vertiginosas, mientras el trueno retumbaba con
fragor infernal. La nave se alzaba sobre aquellas montañas de agua, luego se
precipitaba en los abismos que se abrían, pronto a tragársela. El rey del mar,
habiendo oído la bravata de Yamato, quería castigar así su excesivo orgullo.
Los marineros, aterrorizados, corrían de una parte a otra del puente como
locos, sin saber lo que hacían; entre tanto, la tempestad aumentaba en violencia, los rayos se sucedían con lívidos resplandores, cielo y mar se
sucedían con lívidos y resplandores,
cielo y mar se confundían en el mismo color plúmbeo; entonces salió al puente
la hermosísima princesa Otaquibana, tranquila, serena; y con emocionada voz,
pronuncio decidida estas palabras:
-Todo esto sucede porque el emperador ha provocado la cólera
del rey del mar con sus palabras altaneras. Pero yo, Otaquibana, aplacaré su
ira. El dios del mar desea la vida de mi marido; yo le ofrezco a cambio la mía.
Y con estas palabras se arrojó al agua espumosa, que
inmediatamente se cerró sobre ella. En el mismo momento la tempestad cesó y se
calmó el mar, que se torno liso e inmóvil como balsa de aceite. El dios marino
estaba aplacado.
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