El dios del fuego
Bajo el reinado de la emperatriz Jouka, hubo una rebelión
capitaneada por Kotai, un hombre ambicioso que conocía a fondo los secretos de
la magia. Cuando en una batalla contra el ejército imperial llevaba las de perder,
ponía en práctica su encantamiento por
el cual el campo de batalla era de improviso por aguas que arrollaban a los enemigos,
mientras que él y sus secuaces lograban ponerse a salvo.
De este modo ningún general, por hábil y valeroso que fuese,
lograba dominar la rebelión. La emperatriz estaba apenada por ello y no tenía
un momento de tranquilidad. Una noche en que atormentada por sus preocupaciones
no podía conciliar el sueño, se le apareció un anciano de luengos cabellos
blancos y frondosa barba.
-Soy el dios del fuego-dijo el viejo-, y apiadado de tus
penas, vengo a ofrecerte mis serivicos. De ahora en adelante socorreré a tus
generales y lograre vencer con mi poder las artes mágicas de Kotai.
La emperatriz se prosternó a los pues del dios, llena de
agradecimiento, y apenas despuntó la aurora, envió un nuevo ejército contra los
rebeldes. El general que lo mandaba, Heijo, uno de los más hábiles del imperio,
iba esta vez acompañado del dios del fuego en persona, que había tomado el
aspecto de un guerrero.
Los dos ejércitos se encontraron en una extensa llanura y
lucharon encarnizadamente durante una larga jornada. Hacia el anochecer, las
fuerzas rebeldes fueron dispersadas. Entonces Kotai recurrió a su viejo truco
de la inundación, pero imaginad la cara que pondría cuando vio abrirse las ondas respetuosamente ante un guerrero
altísimo e imponente que avanzaba seguido de todo el ejército. Esta vez su arte
mágica había sido vencida. Heiko y sus soldados se lanzaron en persecución de
los sorprendidos rebeldes que en breve tiempo fueron muertos o hechos
prisioneros.
Kotai, viéndose solo y vencido, loco de desesperación , se
arrojó de cabeza contra el muro rocoso del monte Shu, muriendo al instante.
Pero la fuerza con que su cráneo chocó contra la roca fue
tal, que la montaña se incenidió y de sus entrañas brotó fuego y humo, y ríos
de lava ardiente, que corriendo a lo largo de sus flancos, invadieron la
llanura sumergiendo ciudades y pueblos.
La muerte de los que profesan las artes diabólicas es
siempre seguida de espantosos fenómenos de destrucción. La prudente Jouka, no
desesperó ante la nueva catástrofe que caía encima de ella y de su pueblo,
precisamente en el momento en que se veían libres de su enemigo. Su
inteligencia le aconsejó mantenerse en calma, para difundir a su alrededor la
luz benigna de la esperanza. Y no pudiendo frenar las fuerzas ciegas
desencadenadas por el mago moribundo, esperó serenamente el fin del cataclismo.
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