Shirakua y Crisantemo llevaban una vida muy mísera, tanto
que un día Shirakua decidió marcharse a la ciudad en busca de fortuna. Abrazó a
su joven esposa y rompiendo un espejo en dos, le dio uno de los pedazos y le dio
uno de los pedazos y le dijo:
-Aquí tienes este fragmento en recuerdo mío, yo me guardo el
otro. Cuando los dos pedazos se reúnan, también nosotros nos reuniremos.
El esposo partió y la
joven se quedó sola. Se pasaba las noches en vela, esperando, y los días sumida
en llanto. El tiempo pasaba lento y triste, y su marido no volvía. Ya había llegado el otoño, cuando una tarde el
murmullo del viento trajo la noticia de que Shirakaua era rico y poderoso.
-¡Ay de mí!-suspiró la mujer-; ¡Las olas del río Yoshimo van y vienen sin
descanso, mas él no volverá jamás!
Teniendo en la mano el fragmento de espejo, que ya no era
terso y brillante como antes, sino que se había vuelto opaco y empañado,
inclinó la cabeza y estalló en sollozos. He aquí que una urraca, volando por el
cielo azul, vino a rozar con una de sus alas las cejas de Crisantemo, como para
enjuagarle el llanto; voló y revoloteó en torno a la mujer, y su vuelo era como
una danza de alegría. De improviso, con un grito de felicidad, se transformó en
espejo y fue a soldarse al fragmento que Crisantemo tenía en la mano. El espejo
se volvió redondo como antes y brillante, igual que la luna llena, dando una
luz intensa y magnifica.
El corazón de la mujer se llenó de alegría. En aquel preciso
instante la puerta se abrió y en el umbral apareció Shirakaua, radiante de
felicidad y de amor.
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