sábado, 5 de enero de 2013

El espejo



Shirakua y Crisantemo llevaban una vida muy mísera, tanto que un día Shirakua decidió marcharse a la ciudad en busca de fortuna. Abrazó a su joven esposa y rompiendo un espejo en dos, le dio uno de los pedazos y le dio uno de los pedazos y le dijo:
-Aquí tienes este fragmento en recuerdo mío, yo me guardo el otro. Cuando los dos pedazos se reúnan, también nosotros nos reuniremos.
El esposo partió  y la joven se quedó sola. Se pasaba las noches en vela, esperando, y los días sumida en llanto. El tiempo pasaba lento y triste, y su marido no volvía. Ya  había llegado el otoño, cuando una tarde el murmullo del viento trajo la noticia de que Shirakaua  era rico y poderoso.
-¡Ay de mí!-suspiró la mujer-;  ¡Las olas del río Yoshimo van y vienen sin descanso, mas él no volverá jamás!
Teniendo en la mano el fragmento de espejo, que ya no era terso y brillante como antes, sino que se había vuelto opaco y empañado, inclinó la cabeza y estalló en sollozos. He aquí que una urraca, volando por el cielo azul, vino a rozar con una de sus alas las cejas de Crisantemo, como para enjuagarle el llanto; voló y revoloteó en torno a la mujer, y su vuelo era como una danza de alegría. De improviso, con un grito de felicidad, se transformó en espejo y fue a soldarse al fragmento que Crisantemo tenía en la mano. El espejo se volvió redondo como antes y brillante, igual que la luna llena, dando una luz intensa y magnifica.
El corazón de la mujer se llenó de alegría. En aquel preciso instante la puerta se abrió y en el umbral apareció Shirakaua, radiante de felicidad y de amor.

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